Diario De Un Zombie
LuniPgonzalez29 de Agosto de 2014
15.313 Palabras (62 Páginas)290 Visitas
SERGI LLAUGER
DIARIO DE UN ZOMBI
ARGUMENTO
Diario de un Zombi nos transporta a un mundo enterrado bajo las cenizas de la devastación, barrido por una pandemia de proporciones delirantes, donde el ser humano se ha extinguido casi por completo. Pero lo que hace diferente a esta historia es que los hechos están narrados desde una perspectiva muy peculiar. No en vano, el protagonista es un zombi, que por causas, de momento, desconocidas, conservó su conciencia después de su transformación.
Tras unos primeros capítulos en los que se presenta al personaje, se empieza a desarrollar una historia de redención, de valores humanos y, sobre todo, de una insólita amistad, cuando el comportamiento frío, cínico e insociable de Erico, el protagonista, va cambiando asombrosamente después de conocer a una solitaria y misteriosa niña superviviente de 8 años de edad. Poco a poco, y a lo largo de una épica aventura juntos, Erico conseguirá conectar de nuevo con su lado más humano, recobrando aquellos recuerdos y sentimientos que no experimentaba desde los tiempos en los que la sangre corría con lozanía por sus venas.
Diario de un zombi, ambientada gran parte en una Barcelona post-apocalíptica, ofrece al lector una agradable lectura que arrancará sonrisas y lágrimas por igual. Un soplo de aire fresco en el que el género se reinventa como jamás se hubiese podido imaginar.
Al pequeño Albert,
mi maravilloso sobrino.
A la vida misma.
«Para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada.»
Edmund Burke (1729-1797), político y escritor irlandés.
Barcelona
Parte I
Permitid que me presente. Me llamo Erico Lombardo y soy de Verona, una bonita ciudad a la sombra de Venecia donde nos gusta alardear de que nuestros spaghetti a la napolitana son los mejores de todo el nordeste de Italia y, por ende, los segundos mejores del mundo. Es una suerte que Nápoles, su lugar de origen, esté al otro lado de «la bota».
En fin, basta de trivialidades; no es mi intención sacar a relucir mi orgullo italiano, y, por muy tercos que os pusierais, jamás os revelaría nuestra receta secreta. Permaneced atentos, porque lo que hoy voy a contaros es algo mucho más interesante para vuestras mentes y enriquecedor para vuestras almas: ni más ni menos que la trayectoria de mi variada, vertiginosa y, a menudo, poco gratificante vida.
Tranquilos, no empezaré desde el principio. Soy consciente de que esperáis oír algo consistente, no soporífero. Por eso me centraré principalmente en este último año, tomando como punto de referencia mi llegada a Barcelona; y os garantizo que vais a estar encantados de escucharme. Pero antes, una pequeña introducción.
Tengo 23 años. Y en cuanto a mis aficiones, os diré que me apasiona la lectura, viajar por el mundo en busca de aventuras y el deporte; el atletismo, básicamente. Así pues, no os podéis imaginar la agilidad que he desarrollado durante todo este tiempo. Y es que, cuando se trata de correr, por poner un ejemplo, no tengo rival. Realmente me enorgullezco de ello, y en general me ha facilitado bastante las cosas.
A pesar de ser un muchacho más bien alegre, siempre me ha gustado cierto grado de soledad… Bueno, no siempre; digamos que desde que todo cambió, mis valores también lo hicieron. Últimamente, esa soledad me afecta de una forma distinta; empiezo a tener pensamientos que se repiten más de lo deseado, como ¿qué está bien? o ¿qué está mal? Atisbos de razonamiento ilógico que no tendrían que estar ahí. Yo cumplo un papel en el nuevo ecosistema y no debería ser éste, por Dios que no debería. Y hablando de Dios: si pudiera, le preguntaría por qué he de ser yo, de entre mis numerosos homólogos, el diferente. Aunque, si lo pienso bien… ¿qué más dará Dios? Probablemente él ya hizo sus maletas hace mucho tiempo para largarse a algún lugar más soleado, lejos de este mundo de locos. Así que, insisto, ¿qué narices importará Dios?
Algunos diríais que mucho, otros diríais que nada. Pues yo os digo que, a lo largo de esta especie de fábula que haré esfuerzos por relatar, comprenderéis que no todo es blanco o negro: también existen los molestos grises.
Por cierto —y antes de que se me olvide—, soy un zombi.
¡Tachán! ¿Sorprendidos? Parece increíble, ¿eh?
Más me lo pareció a mí cuando los no muertos acabaron por conquistarlo todo: mi casa, mis amigos, mi familia, mi patria, mi ciudad, Barcelona, el país entero… Todo el jodido mundo se ha ido al garete por culpa de «la plaga andante»; así nos llaman. Apuesto a que le puso este nombre algún friki amante de las películas de terror de serie B. No obstante, eso ya no importa. La cuestión es que, hoy por hoy, hay más cadáveres andando por las grises y funestas calles de los que se hallan reposando en todos los cementerios de este macabro y devastado planeta.
Claro que a mí eso me da igual. Yo no pertenezco a la minoría de humanos desdichados y atemorizados que aún quedan atrincherados en los edificios, barrios o ciudades fortaleza. Y eso, si han sido listos…
No, yo pertenezco a los no muertos; huelo mal y me pudro igual que ellos —de hecho, el otro día tuve que pegarme un trozo de oreja con loctite—. Joder, ¡me gustaban mis orejas! Mi ex novia solía decirme que eran perfectas. En fin, que soy como ellos. Pero, por algún motivo, durante la transición, cuando me mordieron hace ocho meses y me lo arrebataron todo, hubo una sola cosa que no pudieron quitarme: el alma.
Pues sí: soy un caminante, soy un asqueroso y putrefacto zombi, pero conservo una parte humana; pienso, razono, y hasta he conseguido desarrollar estímulos cercanos a los sentimientos. Seguramente lloraría si los nervios lacrimales me funcionasen, y me reiría a carcajadas si mi creador no hubiera arrancado parte de los músculos maxilares de mi cara de un mordisco. ¿Os imagináis la putada que es eso?
Me he pasado meses enteros intentando encontrar a alguno como yo, pero al final he desistido; no son más que máquinas estúpidas y bobas que ignoran todo aquello que no contenga un corazón palpitante en su interior.
O sea, que me remito a cuando decía que estoy solo, pero solo de verdad. Atrapado en mi cuerpo ultrajado, cuyas necesidades fisiológicas —o, para ser más precisos, la carencia de ellas— han cambiado hasta límites insospechados.
De todas formas, no os preocupéis por mí. Lo llevo bastante bien. Ya me he acostumbrado a mis catorce grados de temperatura corporal —os aseguro que cuando se es consciente de ello, resulta muy molesto—. Por lo demás, voy arrastrándome satisfactoriamente.
Así que todo va viento en popa, vamos.
Sólo hay un pequeño problemilla, y es que yo soy un zombi, vosotros sois humanos… y empiezo a tener hambre.
Parte II
Calma, no temáis. No voy a comeros… de momento, claro.
Si algo he aprendido durante estos últimos meses es a no decir nunca «de esta agua no beberé y este cura no es mi padre». Y es que quién me iba a contar a mí que un día me vería arrodillado sobre el frío, húmedo y pestilente suelo de una alcantarilla cualquiera de la ciudad devorando a mordiscos a una pobre rata que me recordaba a la de cierta película de Pixar.
Lo siento, amiguita, pero yo no elegí esto. Aún respeto la vida humana lo suficiente como para, al menos, intentar evitar lo inevitable. Sin embargo, sé que algún día la atracción por la carne fresca será superior a mí. Soy un zombi, leñes. Es como si le dices a un adolescente que no se masturbe porque se quedará ciego. Sabe que está mal, pero tarde o temprano eso acaba explotando. Pues a mí me pasa igual.
Lo más jodido es que, técnicamente, no necesito comer para vivir, o para mi no vida. La comida que ingiero tal como entra sale, ya me entendéis. Debido a que mi cuerpo está muerto, no hay digestión que valga. Pero es escuchar el pulso de un sistema cardiovascular sano y mis hormonas, o lo que quiera que sean ahora, se disparan en mil direcciones. Instinto, supongo. Menuda jugada…
Resumiendo, que ahí estaba yo, atrapando a esa espantosa y peluda rata con mis propias manos, pidiéndole perdón cuando le devoraba el trasero mientras la pobre criatura me miraba como la mismísima Janet Leigh en la escena de la ducha de Psicosis.
Ésa fue mi primera vez; ha habido muchas más, pero ésa en concreto será difícil de olvidar. ¡Demonios! ¿Cómo se le ocurre a un zombi como yo —por aquellos tiempos pulcro y refinado— comerse a semejante roedor sin quitarle el pelo primero? ¿Qué creéis que pasó? Bueno, pues os confieso un secreto: los zombis también vomitan. Pero no por escrúpulos, como ocurrió en mi caso. Esos de ahí no tienen miramientos. A ellos les pasa sobre todo cuando han ingerido tanta comida que no les cabe en la barriga. Ya he visto varios casos de cerca, y podéis creerme, es encantador…
Lo mejor de ser un zombi es que el peligro se invierte. Dejas de ser perseguido por zombis para ser perseguido por humanos. Sin embargo, estos últimos escasean en los tiempos que corren, así que, cuando te cambias de equipo, tu esperanza de vida pasa de O a 100 en cuestión de segundos.
Bueno… depende, también existen los accidentes.
Recuerdo que pocas semanas antes de mi gran salto, apareció ante nuestro campamento —en el centro comercial de la Vila— un tipo rechoncho y unicejo llamado Jean Carlo. El pobre diablo
...