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El Arte De La Seducción

arcast14 de Noviembre de 2012

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Hace miles de años, el poder se conquistaba principalmente mediante la violencia física, y se mantenía con la

fuerza bruta. No había necesidad de sutileza; un rey o emperador debía ser inmisericorde. Sólo unos cuantos

selectos tenían poder, pero en este esquema de cosas nadie sufría más que las mujeres. No tenían manera de

competir, ningún arma a su disposición con que lograr que un hombre hiciera lo que ellas querían, política y

socialmente, y aun en el hogar. Claro que los hombres tenían una debilidad: su insaciable deseo de sexo. Una

mujer siempre podía jugar con este deseo; pero una vez que cedía al sexo, el hombre recuperaba el control. Y si

ella negaba el sexo, él simplemente podía voltear a otro lado, o ejercer la fuerza. ¿Qué había de bueno en un

poder tan frágil y pasajero? Aún así, las mujeres no tenían otra opción que someterse. Pero hubo algunas con tal

ansia de poder que, a la vuelta de los años y gracias a su enorme inteligencia y creatividad, inventaron una

manera de alterar completamente esa dinámica, con lo que produjeron una forma de poder más duradera y

efectiva. Esas mujeres —como Betsabé, del Antiguo Testamento; Helena de Troya; la sirena china Hsi Shi, y la

más grande de todas, Cleopatra— inventaron la seducción. Primero atraían a un hombre por medio de una

apariencia tentadora, para lo que ideaban su maquillaje y ornamento, a fin de producir la imagen de una diosa

hecha carne. Al exhibir únicamente indicios de su cuerpo, excitaban la imaginación de un hombre, estimulando así

el deseo no sólo de sexo, sino también de algo mayor: la posibilidad de poseer a una figura de la fantasía. Una vez

que obtenían el interés de sus víctimas, estas mujeres las inducían a abandonar el masculino mundo de la guerra

y la política y a pasar tiempo en el mundo femenino, una esfera de lujo, espectáculo y placer. También podían

literalmente descarriarla, llevándolas de viaje, como Cleopatra indujo a Julio César a viajar por el Nilo. Los

hombres se aficionaban a esos placeres sensuales y refinados: se enamoraban. Pero después, invariablemente,

las mujeres se volvían frías e indiferentes, y confundían a sus víctimas. Justo cuando los hombres querían más,

les eran retirados sus placeres. Esto los obligaba a perseguirlos, y a probarlo todo para recuperar los favores que

alguna vez habían saboreado, con lo que se volvían débiles y emotivos. Los hombres, dueños de la fuerza física y

el poder social —como el rey David, el troyano París, Julio César, Marco Antonio y el rey Fu Chai—, se veían

convertidos en esclavos de una mujer. En medio de la violencia y la brutalidad, esas mujeres hicieron de la

seducción un arte sofisticado, la forma suprema del poder y la persuasión. Aprendieron a influir en primera

instancia en la mente, estimulando fantasías, logrando que un hombre siempre quisiera más, creando pautas de

esperanza y desasosiego: la esencia de la seducción. Su poder no era físico sino psicológico; no enérgico, sino

indirecto y sagaz. Esas primeras grandes seductoras eran como generales que planeaban la destrucción de un

enemigo; y, en efecto, en descripciones antiguas la seducción suele compararse con una batalla, la versión

femenina de la guerra. Para Cleopatra, fue un medio para consolidar un imperio. En la seducción, la mujer no era

ya un objeto sexual pasivo; se había vuelto un agente activo, una figura de poder. Con escasas excepciones —el

poeta latino Ovidio, los trovadores medievales—, los hombres no se ocuparon mucho de un arte tan frivolo como

la seducción. Más tarde, en el siglo XVII, ocurrió un gran cambio: se interesaron en la seducción como medio para

vencer la resistencia de las jóvenes al sexo. Los primeros grandes seductores de la historia - el duque de Lauzun,

los diferentes españoles que inspiraron la leyenda de Don Juan— comenzaron a adoptar los métodos

tradicionalmente empleados por las mujeres. Aprendieron a deslumbrar con su apariencia (a menudo de

naturaleza andrógina), a estimular la imaginación, a jugar a la coqueta. Añadieron también un elemento masculino

al juego: el lenguaje seductor, pues habían descubierto la debilidad de las mujeres por las palabras dulces. Esas

dos formas de seducción —el uso femenino de las apariencias y el uso masculino del lenguaje— cruzarían con

frecuencia las fronteras de los géneros: Casa-nova deslumbraba a las mujeres con su vestimenta; Ninon de

l'Enclos encantaba a los hombres con sus palabras. Al mismo tiempo que los hombres desarrollaban su versión

de la seducción, otros empezaron a adaptar ese arte a propósitos sociales. Mientras en Europa el sistema feudal

de gobierno se perdía en el pasado, los cortesanos tenían que abrirse paso en la corte sin el uso de la fuerza.

Aprendieron que el poder debía obtenerse seduciendo a sus superiores y rivales con juegos psicológicos,

palabras amables y un poco de coquetería. Cuando la cultura se democratizó, los actores, dandys y artistas

dieron en usar las tácticas de la seducción como vía para cautivar y conquistar a su público y su medio social. En

el siglo XDC sucedió otro gran cambio: políticos como Napoleón se concebían conscientemente como seductores,

a gran escala. Estos hombres dependieron del arte de la oratoria seductora, pero también dominaron las

estrategias alguna vez consideradas femeninas: montaje de grandes espectáculos, uso de recursos teatrales,

creación de una intensa presencia física. Todo esto, aprendieron, era —y sigue siendo — la esencía del carisma.

Seduciendo a las masas, pudieron acumular inmenso poder sin el uso de la fuerza. Ahora hemos llegado al punto

máximo en la evolución de la seducción. Hoy más que nunca se desalienta la tuerza o brutalidad de cualquier

clase. Todas las áreas de la vida social exigen la habilidad para convencer a la gente sin ofenderla ni presionarla.

Formas de seducción pueden hallarse en todos lados, combinando estrategias masculinas y femeninas. La

publicidad se infiltra, predomina la venta blanda. Si queremos cambiar las opiniones de la gente —y afectar la

opinión es básico para la seducción—, debemos actuar de modo sutil y subliminal. Hoy ningura estrategia política

da resultados sin seducción. Desde la época de John F. Kennedy, las figuras de la política deben poseer cierto

grano de carisma, una presencia cautivadora para mantener la atención de su público, lo cual es la mitad de la

batalla. El cine y los medios crean una galaxia de estrellas e imágenes seductoras. Estamos saturados de

seducción. Pero aun si mucho ha cambiado en grado y alcance, la esencia de la seducción sigue siendo la misma:

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jamás lo enérgico y directo, sino el uso del placer como anzuelo, a fin de explotar las emociones de la gente,

provocar deseo y confusión e inducir la rendición psicológica. En la seducción, tal como hoy se le practica, siguen

imperando los métodos de Cleopatra. La gente trata sin cesar de influir en nosotros, de decirnos qué hacer, y con

idéntica frecuencia no le hacemos caso, oponemos resistencia a sus intentos de persuasión. Pero hay un

momento en nuestra vida, en que todos actuamos de otro modo: cuando nos enamoramos. Caemos entonces

bajo una suerte de hechizo. Nuestra mente suele estar abstraída en nuestras preocupaciones; en esa hora, se

llena de pensamientos del ser amado. Nos ponemos emotivos, no podemos pensar con claridad, hacemos

tonterías que nunca haríamos. Si esto dura demasiado, algo en nosotros se vence: nos rendimos a la voluntad del

ser amado, y a nuestro deseo de poseerlo. Los seductores son personas que saben del tremendo poder

contenido en esos momentos de rendición. Analizan lo que sucede cuando la gente se enamora, estudian los

componentes psicológicos de ese proceso: qué espolea la imaginación, qué fascina. Por instinto y práctica

dominan el arte de hacer que la gente se enamore. Como sabían las primeras seductoras, es mucho más efectivo

despertar amor que pasión. Una persona enamorada es emotiva, manejable y fácil de engañar. (El origen de la

palabra "seducción" es el término latino que significa "apartar".) Una persona apasionada es más difícil de

controlar y, una vez satisfecha, bien puede marcharse. Los seductores se toman su tiempo, engendran encanto y

lazos amorosos; para que cuando llegue, el sexo no haga otra cosa que esclavizar más a la víctima. Engendrar

amor y encanto es el modelo de todas las seducciones: sexual, social y política. Una persona enamorada se

rendirá. Es inútil tratar de argumentar contra ese poder, imaginar que no te interesa, o que es malo y repulsivo.

Cuanto más quieras resistirte al señuelo de la seducción —como idea, como forma de poder—, más fascinado te

descubrirás. La razón es simple: la mayoría conocemos el poder de hacer que alguien se enamore de nosotros.

Nuestras acciones y gestos, lo que decimos, todo tiene efectos positivos en esa persona; tal vez no sepamos bien

a bien cómo la tratamos, pero esa sensación de poder es embriagadora. Nos da seguridad, lo que nos vuelve más

seductores. También podemos experimentar esto en una situación social

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