El Pequeño Niño Que No Podia Y No Pudo
13 de Octubre de 2013
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Ensayo "¿Existe la América Latina? Una reflexión en dos tiempos" de AUP
Estas páginas forman parte concisa de la vieja reflexión que, como todo latinoamericano, no he cesado de hacerme sobre lo que significa e implica esa condición existencial. Podría decir, sin mucha exageración, que mi obra entera de escribir y hasta buena parte de mi vida pública no ha sido otra cosa que formas distintas de hallar respuesta a esa cuestión que, copiando a Hamlet, es para nosotros "la cuestión".
La identidad del hombre latinoamericano ha sido conflictiva y oscura desde sus mismos orígenes históricos. La tierra nueva, los viejos equívocos de la sorpresa europea, la influencia no pocas veces contradictoria de las tres culturas fundadoras: española, indígena y africana, ya constituye motivo suficiente de dificultad para definir, cuál cultura española vino, qué culturas indígenas diferentes predominaron en distintos puntos de la vasta geografía, qué variedad de culturas africanas entró en la pedagogía de las ayas esclavas, cuáles combinaciones y grados de mezcla se dieron en el inmenso escenario terrestre y humano.
Los equívocos comienzan desde el primer momento. Los europeos vinieron con nociones y presunciones propias en busca de Asia, de la fuente de la eterna juventud, del paraíso terrenal, de las Amazonas, de El Dorado, del hombre feliz y no pudieron ver con suficiente claridad. El más persistente equívoco comienza con el nombre mismo que se ha dado al suceso inicial de todo el proceso histórico. La verdad es que nunca hubo algo que se pudiera llamar descubrimiento de América, sencillamente porque lo que Colón y sus compañeros hallaron no tenía nombre y no podía ser América, a lo sumo las Indias, y no vino a ser llamado así, sino mucho más tarde, cuando estaba avanzado el gran proceso de la creación de América o del Nuevo Mundo, que todavía hoy continúa.
La parte central de esta reflexión la constituye la transcripción de una charla que, sobre el mismo tema, di en Caracas en 1976. Hoy, quince años después, no tengo mucho que cambiar, lo que me satisface; pero, en cambio, las circunstancias mundiales en que la existencia de la América Latina se manifestaba y podía definirse han sufrido inmensas modificaciones por el efecto, todavía mal conocido, de las inesperadas novedades que han ocurrido y están ocurriendo en el escenario mundial y en las relaciones internacionales.
Una somera impresión superficial de lo que ese cambio significa para la América Latina forma la parte final de esta reflexión, que sigue abierta.
¿Existe la América Latina? ¿Existe un hombre latinoamericano? ¿Existe una condición latinoamericana? ¿Existe una condición a partir de la cual podamos presentarnos ante el mundo y dialogar con el mundo? Esta preocupación es vieja, ardua y ha atormentado el alma de los hispanoamericanos, por tres o cuatro siglos, desde toda la historia, desde el primer momento de la conquista.
Toda la historia de América Latina ha sido una historia de toma de conciencia, de definición de posiciones, una búsqueda hacia fuera y una búsqueda hacia adentro, y esa búsqueda ha sido muchas veces frustrante y ha sido difícil y los resultados no han dejado de ser muchas veces contradictorios. De modo que si algo podría caracterizar al latinoamericano en el escenario del mundo es esa situación un poco hamletiana de estarse preguntando todo el tiempo: ¿Quién soy?, ¿qué soy?, ¿qué puedo hacer?, ¿cuál es mi situación frente a toda esta gente que me rodea?
Esa interrogante, esa especie de angustia ontológica, ha condicionado la situación hispanoamericana y es, precisamente, una de sus raíces. ¿Por qué preguntarnos tanto qué somos? Es curioso, esa pregunta no se la hacen los africanos, no se la hacen los asiáticos —por lo menos en el grado angustioso en que nos la hacemos nosotros—, no se la hacen los americanos del Norte. Todos ellos parecen estar seguros de lo que son. Tener un adquirido básico desde el cual contemplan el mundo y comercian con él. Nosotros estamos constantemente revisando ese piso sobre el que estamos y poniéndolo en duda y descubriéndolo.
De modo que esta característica complica el problema. Yo pienso que nos ha hecho mucho daño y nos sigue haciendo mucho daño la carga de visión foránea que ponemos sobre lo nuestro. No quiero con esto decir que debamos aislarnos de la ciencia mundial o de las doctrinas universales. Pero sí pienso que habría que hacer un gran esfuerzo para lanzar sobre este mundo, que llamamos América Latina, una mirada lo más desprevenida posible, en el buen sentido de la palabra, lo más Cándida posible, para llegar a mirar lo que es más difícil de mirar, que es lo obvio. Lo obvio es lo que no vemos nunca. Lo obvio es lo que no percibimos casi, porque lo que percibimos es lo extraño, porque lo que percibimos es lo inusitado, porque lo que percibimos es lo anómalo.
De modo que ese esfuerzo por vernos creo que es lo primero que tendríamos que hacer. Y mucho me complació haber oído en las exposiciones de muchos de mil ilustres antecesores una especie de deseo de regresar a una contemplación de lo latinoamericano, descargándose y olvidando un poco de lo que hemos aprendido en Europa o en otras partes, para tratar de que la América Latina nos diga ella misma su ser, nos revele su entraña, nos diga qué es finalmente, a través de toda esa manifestación.
Yo diría que la primera originalidad de América Latina y el primer síntoma de esa originalidad es, precisamente, el estarse interrogando sobre lo que es. Si la América Latina no fuera sino una prolongación de España, no habría interrogación. Si la América Latina fuera simplemente la continuación de las civilizaciones indígenas, tampoco la habría. Pero es, precisamente, porque no es ninguna de estas cosas y que, al mismo tiempo, es parte de esas cosas y parte esencial de todas esas cosas, por lo que ella se busca a sí misma, porque hay una diferencia sensible y actuante que la separa de todas estas otras manifestaciones próximas.
De modo que esa misma angustia, podría yo decir, es la primera prueba de su originalidad. Esa noción se tuvo desde el comienzo con una palabra que el doctor Mayz enfocó varias veces, muy atinadamente: la noción del Nuevo Mundo. Yo creo que la noción del Nuevo Mundo es una noción ambivalente y tiene dos vertientes que valdría la pena ver. Desde luego, hay la noción del Nuevo Mundo, para decirlo en el castellano de los conquistadores, en el sentido de tierra nuevamente descubierta o nuevamente conocida. Fue una novedad el encuentro de América, una novedad casual, fue sorprendente en mil sentidos y, por lo tanto, fue una impresión de novedad. El primero que le dio el nombre de Nuevo Mundo fue un italiano, Américo Vespucio, que fue el primero que usa la palabra Mundus Novus de la cual vinieron todos estos derivados.
Pero es que si nosotros vemos la Historia Universal como la debemos ver y, sobre todo, la Historia de Occidente en su complejidad, en 1492, o si ustedes quieren, para no encerrarnos tanto en una fecha, en todo el siglo XVI, nace un Nuevo Mundo. Pero nace en escala universal. Porque no es que solamente se encontró América, sino que el encuentro con América determinó un viraje y un cambio del mundo. No es un mero azar que eso que llamamos la edad moderna arranque precisamente en esa fecha. Es una época de profunda transformación de la civilización occidental. Es una época de cambio a fondo de la situación del hombre y de su concepto sobre sí mismo, de los valores con los que había vivido en toda la Edad Media y en la Antigüedad, y ese cambio y en ese reajuste, que es el comienzo de un nuevo mundo, de un nuevo mundo en escala mundial, está el ingrediente americano de un modo muy preciso y muy poderoso.
De modo que nosotros no solamente fuimos nueva tierra, tierra nuevamente hallada, como decían los viejos cronistas, sino que fuimos el punto de partida de una nueva época del mundo, nueva época en la que estamos viviendo y que no ha terminado su parábola y está lejos de terminarla y en la cual hemos intervenido por acción o por omisión, voluntaria o involuntariamente, y en la cual ahora tenemos que intervenir más voluntariamente y más conscientemente que nunca. De modo que esa noción de Nuevo Mundo está doblemente vinculada al hecho americano.
La primera cuestión que habrá que ver de esa originalidad es la dificultad que tenemos de incorporarnos a ninguna de las familias a las que pretendemos pertenecer y a las que pertenecemos en parte. Uno de los hombres que primero vio esto fue el propio Bolívar. Recuerden ustedes, en el Discurso de Angostura, y ya antes lo había dicho en la Carta de Jamaica, dice de un modo muy claro: "No somos europeos, no somos indios" y añade una frase muy hermosa y muy significativa, dice: "Constituimos una especie de pequeño género humano aparte". Él se daba cuenta de la originalidad de nuestra situación, de que no éramos unos europeos como los europeos y que tampoco éramos unos indígenas americanos, como los indígenas americanos verdaderos. De modo que ya desde el comienzo había ese hecho nuevo que no sabíamos muy claramente en qué consistía.
La primera cosa que habría que ver en esta revista de hechos obvios, y les pido perdón a ustedes porque voy a insistir en hechos obvios porque creo que son los importantes, es que el mundo americano, particularmente lo que llamamos la América Latina, fue el escenario de un inmenso encuentro de culturas, como se ha dado en la Historia Universal desde la creación de Occidente. Ése es
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