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El Pintor De Batallas

geraldine.rivera9 de Septiembre de 2012

2.852 Palabras (12 Páginas)620 Visitas

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En una tricentenaria torre vigía en medio de un bosque y en lo alto de un acantilado de la

costa mediterránea, un ex fotógrafo de guerra está pintando un gran mural sin otro

destinatario que él mismo. Instalado en una apacible rutina diaria, apartado del pueblo

costero, la localidad (ficticia) de Puerto Umbría, y su final de temporada turística, Andrés

Faulques se dedica exclusivamente a pintar el panorama circular de un “paisaje

descomunal e inquietante, sin título, sin época” (Pérez-Reverte, Pintor 11; todas las

referencias a números de páginas remiten a esta obra, salvo donde se indique otro texto y

autor). Este mural de batalla, que abarca toda la pared de la planta baja de la torre

(veinticinco metros de circunferencia y tres de altura) es una síntesis vagamente cubista de

los horrores humanos que Faulques ha contemplado en su deambular por varios escenarios

de guerra ––Chipre, Vietnam, el Líbano, Camboya, Eritrea, El Salvador, Nicaragua, Angola,

Mozambique, los Balcanes, Irak, entre otros––, “guerras que se confundían con otras

guerras”, una “extensa geografía del desastre” (27); la representación pictórica es el

producto de recuerdos, situaciones y el resultado final del tránsito, “con la mirada singular

que tres décadas capturando imágenes de guerra le dejaron impresa, por veintiséis siglos de

iconografía bélica” (16). Es como si la trayectoria profesional de Faulques no constituyera

nada más que un ejercicio preparatorio para la ejecución de ese gran mural; como le dice su

interlocutor en un momento dado, “usted decidió que lo mejor para viajar a un cuadro de

guerra era quedarse mucho tiempo dentro de la guerra” (71). La pintura supone un

esfuerzo por parte de Faulques por entender “el código del trazado, la clave del

criptograma, para que el dolor y todos los dolores fuesen soportables” (21); es un intento por

desplegar esas “reglas del juego implacables que sostienen la guerra ––el caos aparente––

como espejo de la vida” (18). La pintura de Faulques es la fotografía que él sabe que no se

puede sacar, porque, si bien,

como sostenían los teóricos del arte, la fotografía le recordaba a la pintura lo que esta ya nunca debía

hacer, Faulques tenía la certeza de que su trabajo en la torre le recordaba a la fotografía lo que esta

era capaz de sugerir, pero no de lograr: la vasta visión circular, continua, del caótico ajedrez, regla

implacable que gobernaba el azar perverso ––la ambigüedad de qué gobernaba a qué no era en

absoluto casual–– del mundo y la vida. (47)

El pintor es consciente de que la imagen fotográfica moderna resulta insuficiente, por las

siguientes razones: su perfección técnica y sus excesivas objetividad y exactitud a menudo la

convierten en falsa (73); el mundo está saturado hoy día de fotos ––entre otras cosas porque

“nuestra época prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la

realidad, la apariencia al ser” (185; en esas dualidades se perciben ecos del siglo de oro)––; y

todas las fotos mienten (19), ya que son “la imagen aséptica e inocente, o de esa ficción

universalmente aceptada”, productos de la ficción interesada construida por la hegemonía

del sistema de “las armas de comunicación” (76) [2]. En El pintor de batallas se aboga

por tanto por que la pintura, desplazada durante un centenar de años como máximo

vehículo para la representación de la realidad, vuelva a ocupar un primer plano necesario

para un entendimiento cabal de la vida y del animal depredador que es el hombre (como

veremos a continuación).

Pero a Faulques, como también a Arturo Pérez-Reverte, la ética y la estética en el arte le

traen sin cuidado; el arte es para él una “fórmula fría”, “una impasible herramienta para

contemplar la vida”; “dónde otros veían lucha, dolor, belleza o armonía, Faulques sólo

contemplaba enigmas combinatorios”; la pintura y, por extensión, la novela, se conciben

como un problema técnico (37-38) [3]. Lo que pretende es, pues, descubrir la estructura

subyacente a la guerra y la vida, esa “trama ajedrezada” que había buscado desde el

principio, el “caos y sus formas”, la “paradoja cósmica” latente (22); está al acecho de una

estructura, de un orden oculto, “la red oculta que atrapaba al mundo y sus acontecimientos,

donde nada de cuanto ocurría era inocente y sin consecuencias” (51). Su concepción del

mundo, su Weltanschauung o cosmovisión, si se quiere, es por lo tanto la de un cosmos en

el cual todo, absolutamente todo, está más o menos íntimamente relacionado, conectado,

como en una gran cadena del ser, ya que nada ni nadie es inocente puesto que todo lo que

se da en el mundo tiene efectos, consecuencias, buen ejemplo de lo cual es el “Efecto

Mariposa” que se menciona (54); así, “causas mínimas, inapreciables a simple vista, daban

paso a espantosos desastres” (202). Por eso, nosotros también “somos producto de las

reglas ocultas que determinan casualidades” (79).

Nada más empezar la novela aparecen en la pintura unas grietas nuevas que preocupan a

Faulques; “demasiadas grietas”, “demasiado pronto” (13). Esas grietas ––cuya evolución

responde también a leyes ocultas, a una dinámica “cuyo desarrollo era imposible prever”

(123)––, como también el punzante dolor que experimenta cada ocho o diez horas,

ensombrecen el presente, componen un inquietante recordatorio del paso inexorable del

tiempo y constituyen, además, el preludio de la insondable oscuridad en la que se adentrará

la narración con la llegada de un forastero. La engañosa quietud de la existencia del pintor

se ve trastocada por una visita inesperada de alguien que surge de las tinieblas del pasado y

por la conversación resultante que dura unos seis días, seis días que cambiarán el rumbo de

obra y vida de Faulques. La novela se inscribe así en la tradición literaria de narraciones que

giran en torno a un diálogo entre dos personas. Ivo Markovic, ex soldado croata y

combatiente en la guerra de Kosovo contra los serbios, viene a ajustar cuentas. Andrés

Faulques le había hecho una foto en la antigua Yugoslavia al cruzarse los pasos del fotógrafo

y los de la derrotada unidad de croatas supervivientes en Vukovar, una foto premiada que se

convirtió en emblemática y que hizo del croata, por un lado, “el símbolo de todos los

soldados de todas las guerras” (31) y, por otro, un blanco sobresaliente para sus enemigos

serbios, con funestas consecuencias para el croata y su familia. El relato de la conversación,

los asuntos que se traen entre manos, su rememoración del pasado y sus destinos cruzados,

entrañan en gran medida un intento de comprender la guerra, las reglas de juego que la

rigen y que hacen de ella la máxima expresión de la vida, la vida llevada a extremos.

La guerra es madre de todas las cosas, como se nos advierte que decían los filósofos griegos

con razón (75). Lo que se pone en evidencia, lo que se argumenta en cierta medida en la

novela y lo que se dice, de hecho, de forma expresa, es que la guerra es la cristalización, la

mejor expresión de la vida, “la vida llevada a extremos dramáticos” (203). La guerra es, se

mantiene en la novela, el estado normal del hombre, su estado natural. Markovic, en un

pasaje revelador de la cuestión, le cuenta al pintor que cuando salió de un hospital de

Zagreb al cual había sido ingresado después de su internamiento en un campo de

prisioneros, se sentó en un café de una plaza de la capital de Croacia desde donde observó a

la gente a su alrededor sin dar crédito a lo que oía:

la conversación, las preocupaciones, las prioridades... Oyéndolos, me preguntaba: ¿Es que no se dan

cuenta? ¿Qué importa el abollado del coche, la carrera en la media, la letra del televisor? . . . Eso me

pasa todavía... ¿A usted no?... Entro en un tren, en un bar, camino por la calle y los veo alrededor.

¿De dónde salen?, me pregunto. ¿Soy yo un extraterrestre? . . . ¿De verdad no se dan cuenta de que el

suyo no es un estado normal? (159)

Faulques responde a esta última pregunta mostrando su acuerdo con el croata: “No. No se

dan cuenta” (159). Y Markovic prosigue: “¿Sabe lo que creo después de mirar sus fotos?...

Que en la guerra, en vez de que la cámara sorprenda a la gente normal haciendo cosas

anormales, lo que hace es lo contrario. ¿No le parece? . . . Fotografiar a gente anormal

haciendo cosas normales” (159). Faulques lo corrige: en la guerra se ve a “gente normal

haciendo cosas normales” (159). De ese modo, la novela le da la vuelta

...

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