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La Doctrina Del Shock Resumen Cap 1,2,3

dianapirajan2 de Abril de 2013

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Capítulo 1

EL LABORATORIO DE LA TORTURA

Ewen Cameron, la CIA y la maníaca obsesión por erradicar y recrear la mente humana Sus mentes son como tablas rasas sobre las que nosotros podemos escribir.

DOCTOR CYRIL J. C. KENNEDY y DOCTOR DAVID

ANCHEL

sobre los beneficios de la terapia de electroshocks, 19481 Fui al matadero para observar lo que llamaban «matanza eléctrica» y vi que fijaban grandes tenazas metálicas en las sienes de los cerdos, cuyos extremos estaban conectados a una corriente eléctrica de 125 voltios. En cuanto los cerdos tocaban las tenazas, caían inconscientes, se ponían rígidos y al cabo de unos segundos empezaban a convulsionarse como hacían nuestros perros cobayas. Durante este período de inconsciencia (coma epiléptico) el carnicero mataba y sangraba a los animales sin dificultad alguna.

UGO CERLETTI, psiquiatra, acerca de su «invención» de la terapia de electroshock, en 19542 «Ya no hablo con periodistas», dijo la voz tensa que se oía

al otro lado del hilo telefónico. Y luego una diminuta ventana de esperanza: «¿Qué quiere?». Me doy cuenta de que tengo unos veinte segundos para convencerla, y no será fácil. ¿Cómo puedo explicarle a Gail Kastner lo que quiero de ella, el viaje que me ha llevado a llamar a su puerta? La verdad suena tan extraña: «Estoy escribiendo un libro sobre el shock. Y sobre los países que sufren shocks: guerras, atentados terroristas, golpes de Estado y desastres naturales. Luego, de cómo vuelven a ser víctimas del shock a manos de las empresas y los políticos que explotan el miedo y la desorientación frutos del primer shock para implantar una terapia de shock económica. Después, cuando la gente se atreve a resistirse a estas medidas políticas se les aplica un tercer shock si es necesario, mediante acciones policiales, intervenciones militares e interrogatorios en prisión. Quiero hablar con usted porque creo que es una de las personas que ha sobrevivido al mayor número de shocks. Usted fue víctima de los experimentos clandestinos de la CIA con electroshocks y otras “técnicas especiales de interrogatorio”. Y por cierto, creo que los frutos de las investigaciones para las cuales usted fue una cobaya humana se están utilizando con los prisioneros de Guantánamo y Abu Ghraib».

No, desde luego que no puedo decirle eso. Así que me limito a contestar: «Hace poco estuve en Irak, y trato de entender el papel que juega allí la tortura. Nos dicen que se trata de obtener información, pero creo que es más que eso. Estoy convencida de que están intentando construir un Estado modélico, borrando las mentes y los cuerpos de las personas y volviéndolos a crear desde cero». Hay una larga pausa, y luego el tono de voz de la respuesta es distinto. Tenso aún, pero ¿ligeramente aliviado? «Lo que acaba de decir es exactamente lo mismo que la CIA y Ewen Cameron me hicieron a mí. Trataron de borrarme y volver a crearme. Pero no funcionó».

En menos de veinticuatro horas, estoy frente a la puerta del apartamento de Gail Kastner, en un edificio gris y antiguo en Montreal. «Está abierto», dice con una voz apenas audible. Gail me había advertido que quitaría el cerrojo de la puerta porque le cuesta levantarse. Son las pequeñas fracturas de su espina dorsal, que se vuelven más dolorosas a medida que la artritis se extiende por su cuerpo. El dolor de espalda es sólo uno de los recuerdos de las sesenta y tres veces que descargaron entre 150 y 200 voltios de electricidad en los lóbulos frontales de su cerebro, mientras su cuerpo se convulsionaba violentamente encima de la camilla, causándole diminutas fracturas, roturas de ligamentos, mordeduras en los labios y dientes rotos.

Gail me saluda desde un sillón acolchado de color azul. Tiene más de veinte posiciones, me dice más tarde, y las ajusta continuamente, como un fotógrafo que trata de enfocar la imagen. Pasa los días echada en ese sillón reclinable, buscando la imposible comodidad, esforzándose por no dormirse y caer en lo que ella llama «sus sueños eléctricos». Entonces es cuando vuelve a verle: «él», doctor Ewen Cameron, el psiquiatra fallecido ya que le administraba las descargas, así como otras torturas, hace tantos años. «El Monstruo Eminente me visitó dos veces la noche pasada», anuncia en cuanto entro en el salón. «No quiero que se sienta mal, pero es a causa de su repentina llamada, de sopetón, y todas esas preguntas.»

Me doy cuenta de que mi presencia posiblemente es muy injusta para ella. Esa sensación se afianza en mi interior cuando echó un vistazo al apartamento y me doy cuenta de que físicamente apenas hay lugar para mí. Toda superficie disponible está repleta de torres y montones de papeles y libros, todos marcados con pequeños pedacitos de papel amarillentos. Gail me indica el único espacio libre de la habitación, una silla de madera que había pasado por alto, pero se pone un poco nerviosa cuando le pregunto dónde puedo depositar la grabadora, un objeto que sólo ocupa unos centímetros. Ni pensar en la mesita al lado de su sillón: veinte paquetes vacíos de cigarrillos, Matinée Regular, están colocados formando una pirámide perfecta.

(Gail me había advertido por teléfono acerca de su condición de fumadora empedernida: «Lo siento, pero fumo. Y como fatal. Estoy gorda y fumo. Espero que no le importe».) Parece que Gail ha pintado el interior de las cajetillas de negro, pero al acercarme más me doy cuenta de que se trata de una diminuta y apretada letra manuscrita: nombres, números, miles de palabras. Durante el día que pasamos juntas, Gail a menudo se inclina hacia delante para garrapatear algo en un trozo de papel o en un paquete de cigarrillos: «Una nota mental — explica—, o jamás me acordaré». Para ella, los montoncitos de papel y cajetillas son algo más que un sistema poco convencional de archivos. Son toda su memoria. Durante toda su vida adulta, la mente de Gail le ha fallado. Los hechos se evaporan inmediatamente de su cabeza, y los recuerdos, si es que permanecen (muchos no lo hacen), son como instantáneas esparcidas por el suelo. A veces es capaz de recordar un incidente a la perfección —lo llama «fragmento de memoria»— pero cuando le preguntan por una fecha, puede llegar a equivocarse por dos décadas de diferencia. «En 1968», empieza. «No, en 1983.» De modo que hace listas de todo y lo apunta todo. Pruebas de que su vida realmente ha currido. Al principio se disculpa por el desorden. Pero más tarde exclama: «¡El me hizo esto! Este apartamento es parte de su tortura». Durante varios años, a Gail la desconcertaban mucho sus lagunas memorísticas, así como otros detalles. Por ejemplo, no sabía la razón por la cual un pequeño destello eléctrico de la puerta del garaje le provocaba un ataque de pánico incontrolable. O por qué le temblaban las manos cuando enchufaba el secador de pelo. Sobre todo, no entendía por qué recordaba la mayor parte de su vida adulta pero casi nada antes de los veinte años. Cuando se encontraba con gente que decía haberla conocido en su niñez, decía: «Sé quién eres pero no sé de qué te conozco». «Mentía», dice. Gail creía que formaba parte de su cuadro médico: una frágil salud mental. Durante su juventud, había sufrido depresiones y adicción a los medicamentos, y a veces tenía crisis nerviosas tan violentas que terminaba hospitalizada y en coma. Estos episodios la alejaron de su familia, y se quedó sola y desesperada. Terminó rebuscando comida en la basura de las tiendas de alimentación. Había señales de que Gail había sido víctima de algo aún más traumático en el pasado. Antes de que su familia la abandonara, Gail y su hermana gemela solían discutir sobre la época en que Gail había estado gravemente enferma y Zella la había cuidado. «No tienes ni idea de lo que pasé», se quejaba Zella. «Te orinabas encima, en medio del salón, te chupabas el dedo y parloteabas como una cría. ¡Querías el biberón de mi bebé! Eso es lo que tuve que pasar». Gail no sabía qué contestar a las recriminaciones de su gemela.

¿Orinar en el salón? ¿Pedir el biberón de su sobrino? No recordaba ni por asomo haber hecho esas cosas tan extrañas.

Cuando tenía unos cuarenta años, Gail empezó una relación con un hombre llamado Jacob, al que describe como su alma gemela. Jacob era un superviviente del Holocausto, y también le interesaban las cuestiones de memoria y pérdida de identidad. A Jacob, que murió hace más de una década, le preocupaban mucho los años perdidos de Gail. «Tiene que haber una razón», solía decir acerca de los períodos vacíos de su vida. «Tiene que haber una razón.»

En 1992, Gail y Jacob se detuvieron frente a un quiosco que exhibía un titular sensacionalista: «Lavado de cerebro: las víctimas recibirán compensaciones». Kastner empezó a leer el artículo por encima, y varias expresiones le llamaron inmediatamente la atención: «parloteo de bebé», «pérdida de memoria», «incontinencia urinaria». «Vamos a comprar el periódico», dijo Jacob. En un café cercano, la pareja leyó la increíble historia de cómo, en la década de los cincuenta, la CIA había financiado a un médico en Montreal para que realizara extraños experimentos en los pacientes psiquiátricos. Les privaba de sueño y los aislaba durante semanas, y luego les administraba altas dosis de electroshocks, así como cócteles de drogas experimentales como el psicodélico LSD y el alucinógeno PCP (fenciclidina), conocido más comúnmente como polvo de ángel. Los experimentos transportaban a los pacientes a estados preverbales e infantiles, y se habían realizado en el Alian Memorial Institute de la Universidad McGill, bajo la supervisión de su director, el doctor Ewen Cameron. La financiación de

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