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La Heredera y el Jeque. Sophie Weston

ninfadoraResumen11 de Marzo de 2012

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La Heredera y el Jeque

Sophie Weston

La Heredera y el Jeque (2000)

Título Original: The Sheikh’s Bride (2000)

Editorial: Harlequín Ibérica

Sello / Colección: Los Jeques II

Género: Contemporáneo

Protagonistas: Amer el-Barbary y Leonora “Leo” Groom

Argumento:

Leonora Groom deseaba ser amada por sí misma y no por el dinero de su padre. Sin embargo, cuando Amer al-Barbary la conquistó bajo el aterciopelado cielo del Nilo, su distante actitud con los hombres cambió radicalmente.

Aburrido de las mujeres superficiales, Amer consideraba a Leonora como una tentadora bocanada de aire fresco. Sin embargo, él también tenía un secreto. ¿Cómo reaccionaría Leonora cuando le revelara que era un jeque, un príncipe del desierto, y que quería hacerla su esposa?

.

Prólogo

¿A qué estarnos esperando? —preguntó el copiloto.

El piloto contempló el asfalto mientras un par de hombres con trajes oscuros estaban haciendo una cuidadosa inspección de la pista en la que habían aterrizado.

—A Seguridad.

—¿Y son siempre tan puntillosos? —preguntó el copiloto. Era la primera vez que él volaba en el reactor privado del jeque de Dalmun.

—Es un hombre muy influyente.

—¿Está en el punto de mira de alguien?

—Es un hombre inmensamente rico y es el heredero de Dalmun. Claro que está en el punto de mira —replicó el piloto, cínicamente.

Su compañero sonrió, recordando las revistas del corazón que su novia solía llevar a casa.

Entonces, los de seguridad acabaron con la inspección. Uno de ellos levantó una mano para que una enorme limusina blanca se acercara a la nave.

Mientras tanto, el piloto, con su gorra bajo el brazo, se acercó a darle la mano al pasajero.

Cuando el jeque bajó de la nave para dirigirse a su limusina, la suave brisa de la mañana se le enredó entre su blanca túnica. A pesar de toda la pompa que le rodeaba, el jeque parecía una persona muy solitaria.

El piloto volvió a la cabina y esperó a que vinieran otros coches para acompañarles al lugar en el que se iba a dejar definitivamente el avión. Mientras tanto, la limusina se alejó de la pista, flanqueada por su escolta.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó el copiloto—. ¿Ha venido en viaje de negocios o de placer?

—Me imagino que ambos. No ha salido de Dalmun durante meses.

—¿Por qué? —preguntó el copiloto. El piloto no respondió—. Oí que hubo una pequeña polémica. ¿Quería su padre que se volviera a casar?

—Tal vez.

—Entonces, ¿crees que le han dejado salir del palacio para que encuentre novia?

— ¿Amer al-Barbary? ¿Una novia? Eso será cuando se hiele el infierno.

Capítulo Uno

Leonora se pasó una mano por el pelo y respiró profundamente. El vestíbulo del Hilton del Nilo estaba a rebosar. Había perdido a tres de los componentes del grupo que tenía que llevar al museo y ni siquiera había tenido tiempo de estar con su madre, que estaba furiosa con ella.

—¿Cómo dice? —preguntó Leonora distraídamente, cuando la mujer que se había convertido en su pesadilla del grupo de aquella semana le hizo otra de sus innumerables preguntas.

—Está entrando ahora —añadió la señora Silverstein, señalando las puertas giratorias—. ¿Quién es?

Leonora notó la limusina, con las ventanas ahumadas, flanqueada por dos Mercedes oscuros. Entonces salieron unos hombres con gafas oscuras, mirando estratégicamente por todas partes. Mientras tanto, las puertas de la limusina seguían cerradas.

—Probablemente es un miembro de alguna familia real —respondió Leo, no muy interesada—. Gracias a Dios, no tiene nada que ver conmigo. ¿Ha visto a la familia Harris?

—De una familia real —repitió la señora Silverstein sin hacerle caso—. Un señor del desierto...

—Posiblemente.

Leo no quiso estropear las evocaciones románticas de la anciana diciéndole que probablemente aquel hombre se habría educado en Harvard e iría a través del desierto en un cuatro por cuatro con aire acondicionado en vez de camello.

—Me pregunto quién será.

—No tengo ni la más mínima idea —respondió Leo, sabiendo lo que estaba buscando la señora Silverstein.

—Tal vez podrías preguntar...

—Escuche —replicó Leo, tras soltar una carcajada—. Yo sólo soy su guía y haré todas las preguntas necesarias, culturalmente hablando, para que usted disfrute de su visita. Lo que no pienso hacer es preguntarles a unos gorilas armados a quién están protegiendo. Probablemente me arrestarían.

—¡Qué gallina! —exclamó la mujer, riendo también.

—Además, tengo que encontrar a la familia Harris.

Leo se dirigió a uno de los teléfonos que había en el vestíbulo y marcó el número de la habitación de los Harris, mientras no dejaba de mirar a su alrededor para ver si los veía. Entonces, se dio cuenta de que los guardaespaldas, teléfono móvil en mano, escoltaban a un hombre muy alto, con una blanca túnica que flotaba a su alrededor. Era una visión magnífica.

Entonces, aquel hombre giró la cabeza y la miró. Para su sorpresa, Leo se estremeció.

—¿Hola? —preguntaba Mary Harris al otro lado de la línea telefónica—. ¿Hola?

Leo sabía que nunca había visto a aquel hombre. Sin embargo, su presencia le había dejado una profunda huella, como si él fuera importante para ella. Como si lo conociera.

—¿Hola? ¿Hola? —insistía la señora Harris.

Leo no podía dejar de mirar la blanca figura, tocada con el atuendo tradicional árabe. Desde la posición privilegiada que su altura le proporcionaba, el hombre vigilaba cuidadosamente todo su entorno, deslizando su mirada sobre ella y sobre el resto de las personas que llenaban el vestíbulo en aquellos instantes.

—¿Hola? ¿Quién llama?

A pesar de que el desconocido destilaba arrogancia, algo que no gustaba a Leo, ella no podía apartar los ojos de él. Le parecía estar bajo un hechizo. La señora Silverstein se acercó a ella y le quitó el teléfono de las manos. Leo casi no se dio cuenta. Todo lo que podía hacer era mirar a aquel desconocido a pesar de que algo dentro de ella le decía que aquella actitud no era propia de ella...

Un hombre, que Leo reconoció como el director del hotel, escoltaba al grupo. No hacía más que inclinarse ante el guapo desconocido, sin prestar atención a nadie más. Mientras pasaban al lado de Leo, el director casi la pisó, por lo que ella se echó atrás, golpeándose la cadera en la mesa. Leo tuvo que agarrarse a una columna para no perder el equilibrio. El director no se dio ni cuenta de lo que había pasado, a pesar de que era normalmente un hombre muy cortés.

Sin embargo, el misterioso desconocido sí se dio cuenta y se detuvo en seco, dirigiendo su atención a Leo. Aquello era lo que ella había estado esperando, pero no pudo evitar contener el aliento y aferrarse aún más a la columna.

—Dios mío —susurró la señora Silverstein, mientras Leo se aferraba a la piedra como si le fuera en ello la vida.

De repente, él apartó la mirada. Leo se sintió liberada y se llevó una mano temblorosa a la garganta.

—Dios mío —repitió la señora Silverstein, colgando el teléfono mientras miraba a Leo de un modo muy perspicaz.

Entonces, el desconocido hizo un gesto imperioso con la mano a uno de los hombres que lo acompañaba. Luego, el guardaespaldas miró hacia donde se encontraban la señora Silverstein y Leo. Y parecía muy sorprendido.

Leo supo por qué. Ella no era el tipo de mujer que soliera atraer la atención de los hombres en el vestíbulo de un hotel. Era demasiado alta, demasiado pálida, demasiado rígida. Tenía las espesas cejas de su padre, lo que, en ocasiones, le daban un aspecto fiero. Además, en aquellos momentos, tenía el pelo lleno de polvo del desierto y el traje completamente arrugado.

El hombre vestido con la túnica blanca le dijo algo más a su ayudante, lo que hizo que el hombre pareciera totalmente anonadado. Luego asintió y se acercó a ellas.

—Perdone —dijo el hombre—. Su Excelencia quiere saber si está herida.

A Leo le resultaba imposible hablar y lo único que pudo hacer fue sacudir la cabeza. Pero la señora Silverstein estaba hecha de otra pasta.

—¡Qué amable pregunta por parte de Su Excelencia! —exclamó la anciana, sonriendo al mensajero. Luego se volvió a Leo—. Ese hombre no te ha hecho nada, ¿verdad, querida?

—¿Hacerme daño? —preguntó Leo sin poder apartar los ojos del desconocido. Estaba segura de que la estaba mirando a través de las gafas oscuras.

—Cuando ese hombre se chocó contigo —le recordó la señora Silverstein pacientemente.

—¡Ah! Se refiere al señor Ahmed —recordó Leo, tratando de controlarse. Nunca antes nadie había causado aquel efecto en ella y mucho menos un extraño al que no veía los ojos—. No, claro que no. No ha sido nada.

—¿Estás segura? —insistió la señora Silverstein—. Estás muy pálida.

—¿Puedo ofrecerle algún tipo de ayuda, señora? —preguntó el guardaespaldas. Evidentemente el hombre no estaba muy afectado por la situación. Probablemente, aquélla no era la primera vez que llevaba un mensaje de aquellas características. Sin embargo, probablemente en las anteriores ocasiones la destinataria había sido una mujer mucho más sofisticada.

—No, gracias. No ha sido nada —le aseguró Leo, consiguiendo tranquilizarse—. Pero

...

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