La Zona Muerta
Versense20 de Junio de 2013
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NOTA DEL AUTOR
Esta es una obra de ficción. Todos los protagonistas son imaginarios. Puesto
que la novela tiene como telón de fondo la historia de la última década, es
posible que el lector reconozca a determinados personajes de la vida real que
desempeñaron sus papeles en los años setenta. Espero que ninguno de estos
personajes aparezca desfigurado. En New Hampshire no existe un tercer distrito
electoral y en Maine no existe ninguna ciudad que se llame Castle Rock. La
lección de lectura de Chuck Chatsworth ha sido extraída de Fire Brain, de Max
Brand, cuya primera edición norteamericana fue publicada por Dodd, Mead and
Company, Inc. Prólogo
1.
Cuando terminó sus estudios universitarios, John Smith había olvidado por
completo la fea caída que había sufrido en el hielo en aquel día de enero de
1953. En verdad, le habría resultado difícil recordarlo cuando terminó la escuela
primaria. Y su madre y su padre nunca se enteraron de que se había producido.
Estaban patinando en un tramo despejado del estanque Runaround, en
Durham. Los niños mayores jugaban al hockey con viejos palos remendados y
utilizaban como metas un par de cestos de patatas. Los críos más pequeños se
entretenían como han venido haciéndolo desde tiempos inmemoriales,
arqueando cómicamente los tobillos hacia dentro y hacia afuera, resollando en la
atmósfera helada a ocho grados bajo cero. En un ángulo del tramo despejado,
dos neumáticos ardían despidiendo abundante hollín, y unos pocos padres
permanecían sentados en las inmediaciones vigilando a sus chicos. La época de
los quitanieves todavía estaba lejos, y la diversión invernal aún consistía en.
ejercitar el cuerpo y no un motor de gasolina.
Johnny había bajado de su casa, situada un poco más allá del límite de
Pownal, con los patines colgados al hombro. A sus siete años era un patinador
bastante diestro. Todavía no estaba en condiciones de participar en los partidos
de hockey de los niños mayores, pero podía describir círculos alrededor de la
mayoría de los otros críos de su edad, que hacían girar constantemente los
brazos para conservar el equilibrio o caían despatarrados sobre sus
asentaderas.
En ese momento patinaba lentamente por el perímetro exterior del tramo
despejado, lamentando no poder deslizarse hacia atrás como Timmy Benedix,
mientras escuchaba cómo el hielo retumbaba y crujía misteriosamente más
adelante bajo la capa de nieve, y mientras escuchaba también los gritos de los
jugadores de hockey, el traqueteo de un camión cargado de madera que
cruzaba el puente rumbo a U. S. Gypsum en Lisbon Falls, el murmullo de la conversación de los adultos. Se sentía muy feliz de estar vivo en ese frío y
hermoso día de invierno. No tenía ningún problema, nada lo inquietaba, no
deseaba nada... excepto poder patinar hacia atrás como Timmy Benedix. Pasó
patinando junto al fuego y vio que dos o tres de los adultos hacían circular una
botella de licor.
–¡Dame un trago! –le gritó a Chuck Spier, que estaba abrigado con una
gruesa camisa de leñador y unos pantalones de franela verde para la nieve.
Chuck le sonrió.
–Lárgate de aquí, mocoso. Oigo que tu madre te está llamando.
Johnny Smith, el crío de seis años, también sonrió y se alejó patinando. Y vio
que Timmy Benedix en persona se acercaba cuesta abajo, seguido por su
padre, por el lado de la pista que correspondía a la carretera.
–¡Timmy! –exclamó–. ¡Mira esto!.
Se volvió y empezó a patinar desmañadamente hacia atrás. Sin darse cuenta
de ello, se estaba introduciendo en la pista de hockey.
–¡Eh, renacuajo! –gritó alguien–. ¡Quítate de en medio!.
Johnny no lo oyó. ¡Lo estaba logrando! ¡Patinaba hacia atrás! Había
encontrado el ritmo... repentinamente. Consistía en una especie de balanceo de
las piernas...
Bajó la vista, fascinado, para observar lo que hacían sus piernas.
El disco de hockey de los niños mayores, viejo y maltrecho y lleno de
muescas en los bordes, pasó zumbando junto a él, sin dejarse ver. Uno de los
jugadores, que no era un gran patinador, lo estaba siguiendo con una arremetida
ciega, frontal.
Chuck Spier previó lo que iba a ocurrir. Se puso en pie y vociferó:
–¡Johnny! ¡Cuidado!
John levantó la cabeza ...y a continuación el mal patinador lo embistió a toda
velocidad, con sus ochenta kilos.
Johnny salió despedido, con los brazos estirados. Una fracción de segundo
después su cabeza golpeó contra el hielo y se sumergió en una bruma negra.
Bruma negra... hielo negro... bruma negra... hielo negro... negro. Negro. Le dijeron que se había desvanecido. De lo único que estaba realmente
seguro era de que se le había ocurrido esa extraña idea reiterativa y de que
súbitamente había visto un círculo de caras inclinadas sobre él... jugadores de
hockey asustados, adultos preocupados, críos curiosos. Timmy Benedix sonreía
con una mueca burlona.
Chuck Spier lo estaba sosteniendo.
–Hielo negro. Negro.
–¿Qué dices? –preguntó Chuck–. Johnny... ¿te encuentras bien? Te diste un
porrazo tremendo.
–Negro –respondió Johnny con voz gutural–. Hielo negro. No volveré a
saltarlo, Chuck.
Chuck miró en torno, un poco asustado, y después nuevamente en dirección
a Johnny. Palpó el bulto que se estaba formando sobre la frente del niño.
–Lo siento –dijo el jugador torpe–. Ni siquiera lo vi, Los críos tienen prohibida
la entrada en la pista. Así lo estipulan las reglas–.Paseó su mirada insegura
sobre quienes lo rodeaban, buscando apoyo.
–Johnny? –insistió Chuck. No le gustaba la expresión de los ojos de Johnny.
Oscuros y lejanos, distantes y fríos–. ¿Te encuentras bien?
–No volveré a saltarlo –contestó Johnny, sin tener conciencia de lo que decía,
pensando sólo en el hielo... el hielo negro–. La explosión. El ácido.
–¿Crees que debemos llevarlo al médico? –le preguntó Chuck a Bill
Gendron–. No sabe lo que dice.
–Dale un minuto para que se reponga –aconsejó Bill.
Le dieron un minuto, y a Johnny se le despejaron las ideas.
–Estoy bien –murmuró–. Dejen que me levante.
Timmy Benedix seguía ostentando su mueca burlona, el muy maldito. Johnny
resolvió darle una lección. Antes del fin de semana daría vueltas patinando
alrededor de Timmy... hacia atrás y adelante.
–Ven a sentarte un rato junto al fuego –dijo Chuck–. Te diste un porrazo
tremendo.
Johnny se dejó guiar hasta la fogata. El olor del caucho derretido era fuerte y penetrante, y le revolvió un poco el estómago. Le dolía la cabeza. Tanteó con
curiosidad el chichón que tenía sobre el ojo izquierdo. Le pareció que la
protuberancia medía un kilómetro de altura.
–¿Recuerdas quién eres y todo lo demás? –inquirió Bill.
–Sí. Claro que sí. Estoy bien.
–¿Cómo se llaman tu padre y tu madre?
–Herb y Vera. Herb y Vera Smith.
Bill y Chuck intercambiaron una mirada y se encogieron de hombros.
–Creo que se encuentra bien –comentó Chuck, y entonces repitió, por tercera
vez–: Pero recibió un porrazo tremendo, ¿no es cierto? Qué barbaridad.
–Así son los críos manifestó Bill. Miró con ternura a sus mellizas de ocho
años, que patinaban cogidas de la mano, y después otra vez a Johnny–. Si
hubiera sido un adulto, probablemente el golpe le habría matado.
–No si hubiera sido polaco –replicó Chuck, y los dos se ,echaron a reír. La
botella de Bushmill empezó a circular nuevamente.
Diez minutos más tarde Johnny estaba de vuelta en el hielo. El dolor de
cabeza ya había empezado a amainar y el chichón resaltaba sobre su frente
como una extraña marca grabada a fuego. Cuando volvió a su casa para
almorzar, la alegría de haber aprendido a patinar hacia atrás le había hecho
olvidar la caída y el desvanecimiento.
–¡Válgame Dios! ––exclamó Vera Smith cuando le vio,. ¿Cómo te has hecho
eso?
–Me caí –respondió Johnny, y comenzó a sorber su sopa de tomate
Campbell's.
–¿Te sientes bien, John? –preguntó su madre, palpándole delicadamente.
–Por supuesto, mamá.
Y eso era cierto... si se exceptuaban las pesadillas esporádicas que tuvo
durante más o menos un mes; las pesadillas y la propensión a experimentar de
cuando en cuando una fuerte modorra a determinadas horas del día en que
nunca había estado somnoliento antes. Y esto cesó aproximadamente cuando
cesaron las pesadillas. Estaba en perfectas condiciones.
A mediados de febrero, Chuck Spier se levantó una mañana y descubrió que
la batería de su viejo De Soto modelo 48 estaba descargada. Trató de cargarla
con el camión de su granja. Cuando estaba ciñendo la segunda grapa a la
batería del
...