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La historia singular de una guitarra acustica


Enviado por   •  12 de Mayo de 2019  •  Resúmenes  •  2.451 Palabras (10 Páginas)  •  142 Visitas

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           LA HISTORIA SINGULAR DE UNA GUITARRA ACUSTICA

El teatro se había llenado en una esperada noche de concierto.

El público rugía en susurros, impaciente de que el telón se levantara para escuchar a la máxima interprete, a la diva en música para guitarra.

Unos minutos después vieron la ascensión del cortinaje.

Subía lentamente, cortando el resuello, dejando ver a los instrumentos sentados en sus banquillos en espera del director.

Por fin entro al escenario, entre nervioso y seguro, luciendo un hermoso smoking negro perfectamente planchado. Subió al podio, saludo con parsimonia al público, agachando la cabeza y giro para ver a los componentes de la Sinfónica Nacional.

Los instrumentos se pusieron de pie y saludaron de la misma forma que él lo había hecho. Revisaron de una sola ojeada sus pentagramas y vieron concentrarse por unos segundos a la batuta. Marcó el tiempo con unos golpecitos y las notas musicales del Concierto de Aranjuez flotaron por la sala llenando de sentimientos sublimes a un público extasiado por la ejecución perfecta del instrumento.

Toda la orquesta miraba de reojo a la guitarra; unos con respeto, otros con un poco de celos.

Ensimismada en su interpretación. Entre nota y nota contenía un suspiro que intentaba liberarse y escapar.  

El público, desarmado, se puso de pie en el más completo silencio, señal de reconocimiento a la genialidad.

El violoncelo, escuchando la ejecución de su amor secreto, casi cae hacia atrás con todo y banquillo.

El arpa suspiró, murmurando en italiano: “bello, molto bello”. Los violines, celosos como amantes en cuarentena de sordera, y uno de ellos hasta se atrevió a susurrar:

—¡Ojalá se le reviente la primera cuerda!

Los timbales repercutieron con múltiples zumbidos de contento; las trompetas soplaron en decibeles casi inaudibles ayudados por sus sordinas para permitir resaltar las notas de su querida amiga, la guitarra acústica.

De pronto, en la cúspide del éxtasis, sin razón aparente, la guitarra dejo de producir sonidos y bajó lentamente al nivel de los demás instrumentos. Furiosa, agarró su capotastro y el estuche color blanco diciendo entre cuerdas:

—Me largo, estoy cansada de esforzarme para llegar a la perfección.

El violoncelo, las trompetas y el arpa abandonaron el escenario detrás de ella.

—No puedes abandonarnos en la noche de gala.

Rechinó el violoncelo.

—No volveré a tocar música clásica de los grandes autores. Quiero, ah…quiero vibrar con mis cuerdas en nuevos ritmos… ¡rock and roll, blues, quizá jazz o bossa-nova! ¡Eso si será vida! —Y puntualizó—. No estaré enclaustrada en un museo.

El arpa, horrorizada, sonando sus cuerdas en un semitono en re menor, dijo:

—Amiga, el solo pensarlo es una blasfemia. No olvides las manos de un genial maestro, ¡único en el mundo!, te construyeron inspirada por el amor a una mujer que murió al dar vida a su hijo, ¿serias capaz de olvidar eso?

—¡Pamplinas, fui hecha para la música! Lo demás es una mentira.

Quiero viajar, ver nuevos horizontes de acordes, sin estrictas disciplinas. Deseo tocar lo que siento, improvisar, sin tener que leer pentagramas viejos.

—¡Oh se ha vuelto loca!

Soplaron las trompetas, logrando armonizar en fa-sostenido notas tan tristes.

El arpa interrumpió tocando Las Cuatro Estaciones, de Vivaldi; el violoncelo sin poderse contener, se unió a la interpretación.

Ella abrió la puerta y salió. Fue rodeada de inmediato por la oscuridad de una noche húmeda. Caminó sin rumbo hasta que ante ella rechino agudamente un taxi y del que bajaron una flauta y un clarinete. Tropezaron en la acera y se fueron a sin cerrar la puerta del vehículo; ella se dirigió al carro, aventó al interior su estuche y se dejó caer en el asiento trasero.

El chofer gruñó, con cierta voz desperdiciada de tenor:

—Espero que no esté celebrando también su día libre con el abuso del vino.

—¡Por supuesto que no! Nunca abuso del jugo de las uvas.

—Ese clarinete me sacó completamente de mis casillas, toco más de seis veces el Bolero, de Maurice Ravel.

—¡Lo entiendo! Los clarinetes pueden ser bastante impertinentes… La causa es obvia: tienen un severo trauma por esa voz tan dulce y aburrida con la que fueron diseñados.

—Tiene algo de razón. Mire, amo la música, ¡pero no quiero escuchar la del señor Ravel en mucho tiempo!

—Por mí no hay inconveniente, prenda el radio y escuchemos algo alegre. La noche está fresca.  

—Pero antes dígame, ¿a dónde quiere ir?

—A lo mejor pudiera aconsejarme. Quiero ir a algún lugar donde toquen alguna especie de rock pesado.

—¡Bromea seguramente usted señorita! ¡Son refugios para instrumentos desahuciados! Sitios muy peligrosos, sobre todo para una pieza tan hermosa como usted. Si quiere la llevo a su casa y no le cobro un centavo. Sálvese de la perdición y la decrepitud, señorita.  

La guitarra, algo asustada, escuchó con obediencia clásica la advertencia del chofer.

—Señor, soy una guitarra decente, no tengo la menor duda.

Para mí es muy importante encontrar lo que estoy buscando.

—Como usted desee, pero ojalá no tenga que arrepentirse el resto de su vida.  

—Gracias, señor, vengo de una de las familias más antiguas de las que se tiene conocimiento. Es mi opción y la de nadie más.

—La llevare al sitio donde los jóvenes van a escuchar —según los he oído decir— las mejores bandas de la ciudad.

Unos minutos después detuvo el auto junto a una multitud de jóvenes e instrumentos melenudos vestidos en las formas más extravagantes que la guitarra había visto en su vida.

—Si se ha arrepentido mi propuesta sigue en pie, la llevo sin cobrarle un centavo.

—Por favor, ¿cuánto le debo?

—Así déjelo, amiga guitarra, no quiero que quede en mi conciencia si llegara a pasarle algo malo.

—Mi decisión está tomada, ¿qué podría detenerme? Pero le doy gracias por su interés para conmigo. Adiós.

Agarró su estuche, y se bajó del coche. Ella apretó con fuerza las agarraderas de su estuche y, tomando aire casi puro, se dirigió a un lugar lleno de luces. Varias veces intentó acercarse, pero entre empujones y gritos desafinados la regresaban al mismo lugar donde había empezado. Estaba a punto de renunciar cuando una voz grave la interpeló:

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