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Libro Cumandá

Jessi1985Trabajo31 de Julio de 2021

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JUAN LEÓN MERA  

CUMANDÁ  

2003 - Reservados todos los derechos  Permitido el uso sin fines comerciales

JUAN LEÓN MERA  

CUMANDÁ  

Excmo. señor director de la Real Academia Española  

 Señor:  

 No sé a qué debo la gran honra de haber sido nombrado miembro correspondiente de esa  ilustre y sabia Corporación, pues confieso (y no se crea que lo hago por buscar aplauso a la  sombra de fingida modestia) que mis imperfectos trabajos literarios jamás me han  envanecido hasta el punto de presumir que soy merecedor de un diploma académico. Todos  ellos, hijos de natural inclinación que recibí con la vida y fomenté con estudios enteramente  privados, son buenos, a lo sumo, para probar que nunca debe menospreciarse ni desecharse  un don de la naturaleza, mas no para servir de fundamento a un título que sólo han  merecido justamente beneméritos literatos.  

 Sin embargo, sorprendido por el nombramiento a que me refiero, no tuve valor para  rechazarlo, y a los propósitos, harto graves para mí, de empeñar todas mis fuerzas en las  tareas que me imponía el inesperado cargo, añadí el de presentar a esa Real Corporación  alguna obra que, siendo independiente de las académicas, pudiese patentizar de una manera  especial mi viva y eterna gratitud para con ella.  

 ¿Qué hacer para cumplir este voto? Tras no corto meditar y dar vueltas en torno de unos  cuantos asuntos, vine a fijarme en una leyenda, años ha trazada en mi mente. Creí hallar en  ella algo nuevo, poético e interesante; refresqué la memoria de los cuadros encantadores de  las vírgenes selvas del oriente de esta República; reuní las reminiscencias de las costumbres  

de las tribus salvajes que por ellas vagan; acudí a las tradiciones de los tiempos en que estas  tierras eran de España y escribí CUMANDÁ; nombre de una heroína de aquellas desiertas  regiones, muchas veces repetido por un ilustrado viajero inglés, amigo mío, cuando me  refería una tierna anécdota, de la cual fue, en parte, ocular testigo, y cuyos incidentes entran  en la urdimbre del presente relato.  

 Bien sé que insignes escritores, como Chateaubriand y Cooper, han desenvuelto las  escenas de sus novelas entre salvajes hordas y a la sombra de las selvas de América, que  han pintado con inimitable pincel; mas, con todo, juzgo que hay bastante diferencia entre  las regiones del Norte bañadas por el Mississipí y las del sur, que se enorgullecen con sus  Amazonas, así como entre las costumbres de los indios que respectivamente en ellas moran.  La obra de quien escriba acerca de los jívaros tiene, pues, que ser diferente de la escrita en  la cabaña de los nátchez, y por más que no alcance un alto grado de perfección, será grata al

entendimiento del lector inclinado a lo nuevo y desconocido. Razón hay para llamar  vírgenes a nuestras regiones orientales: ni la industria y la ciencia han estudiado todavía su  naturaleza, ni la poesía la ha cantado, ni la filosofía ha hecho la disección de la vida y  costumbres de los jívaros, záparos y otras familias indígenas y bárbaras que vegetan en  aquellos desiertos, divorciadas de la sociedad civilizada.  

 CUMANDÁ es un corto ensayo de lo que pudieran trazar péñolas más competentes que  la mía, y, con todo, la obrita va a manos de V. E., y espero que, por tan respetable órgano,  sea presentada a la Real Academia. Ojalá merezca su simpatía y benevolencia y la mire  siquiera como una florecilla extraña, hallada en el seno de ignotas selvas; y que, a fuer de  extraña, tenga cabida en el inapreciable ramillete de las flores literarias de la madre patria.  

 Soy de V. E. muy atento y seguro servidor, q. s. m. b.,  

Ambato, a 10 de marzo de 1877  

JUAN LEÓN MERA  

 

 

 

- I -  

Las selvas del oriente  

 El monte Tungurahua, de hermosa figura cónica y de cumbre siempre blanca, parece  haber sido arrojado por la mano de Dios sobre la cadena oriental de los Andes, la cual,  hendida al terrible golpe, le ha dado ancho asiento en el fondo de sus entrañas. En estas  profundidades y a los pies del coloso, que, no obstante su situación, mide 5.087 metros de  altura sobre el mar se forma el río Pastaza de la unión del Patate, que riega el este de la  provincia que lleva el nombre de aquella gran montaña, y del Chambo que, después de  recorrer gran parte de la provincia del Chimborazo, se precipita furioso y atronador por su  cauce de lava y micaesquista.  

 El Chambo causa vértigo a quienes por primera vez lo contemplan: se golpea contra los  peñascos, salta convertido en espuma, se hunde en sombríos vórtices, vuelve a surgir a  borbotones, se retuerce como un condenado, brama como cien toros heridos, truena como la  tempestad, y mezclado luego con el otro río continúa con mayor ímpetu cavando abismos y  estremeciendo la tierra, hasta que da el famoso salto de Agoyán, cuyo estruendo se oye a  considerable distancia. Desde este punto, a una hora de camino del agreste y bello  pueblecito de Baños, toma el nombre de Pastaza, y su carrera, aunque majestuosa, es  todavía precipitada hasta muchas leguas abajo. Desde aquí también comienza a recibir  mayor número de tributarios, siendo los más notables, antes del cerro Abitahua, el Río verde, de aguas cristalinas y puras, y el Topo, cuyos orígenes se hallan en las serranías de

Llanganate, en otro tiempo objeto de codiciosas miras, porque se creía que encerraba  riquísimas minas de oro.  

 El Pastaza, uno de los reyes del sistema fluvial de los desiertos orientales, que se  confunden y mueren en el seno del monarca de los ríos del mundo, tiene las orillas más  groseramente bellas que se puede imaginar, a lo menos desde las inmediaciones del  mentado pueblecito hasta largo espacio adelante de la confluencia del Topo. El cuadro, o  más propiamente la sucesión de cuadros que ellas presentan, cambian de aspecto, en  especial pasado el Abitahua hasta el gran Amazonas. En la parte en que nos ocupamos,  agria y salvaje por extremo, parece que los Andes, en violenta lucha con las ondas, se han  rendido sólo a más no poder y las han dejado abrirse paso por sus más recónditos senos. A  derecha e izquierda la secular vegetación ha llegado a cubrir los estrechos planos, las  caprichosas gradas, los bordes de los barrancos, las laderas y hasta las paredes casi  perpendiculares de esa estupenda rotura de la cadena andina; y por entre columnatas de  cedros y palmeras, y arcadas de lianas, y bóvedas de esmeralda y oro bajan, siempre a  saltos y tumbos, y siempre bulliciosos, los infinitos arroyos que engruesan, amén de los ríos  secundarios, el venaje del río principal. Podría decirse que todos ellos buscan con  desesperación el término de su carrera seducidos y alucinados por las voces de su soberano  que escucharon allá entre las breñas de la montaña.  

 El viajero no acostumbrado a penetrar por esas selvas, a saltar esos arroyos, esguazar  esos ríos, bajar y subir por las pendientes de esos abismos, anda de sorpresa en sorpresa, y  juzga los peligros que va arrastrando mayores de lo que son en verdad. Pero estos mismos  peligros y sorpresas, entre las cuales hay no pocas agradables, contribuyen a hacerle sentir  menos el cansancio y la fatiga, no obstante que, ora salva de un vuelo un trecho  desmesurado, ora da pasitos de a sesma; ya va de puntillas, ya de talón, ya con el pie  torcido; y se inclina, se arrastra, se endereza, se balancea, cargando todo el cuerpo en el  largo bastón de caña brava se resbala por el descortezado tronco de un árbol caído, se  hunde en el cieno, se suspende y columpia de un bejuco, mirando a sus pies por entre las  roturas del follaje las agitadas aguas del Pastaza, a más de doscientos metros de  profundidad, o bien oyendo solamente su bramido en un abismo que parece sin fondo... En  tales caminos, si caminos pueden llamarse, todo el mundo tiene que ser acróbata por fuerza.  

 El paso del Topo es de lo más medroso. Casi equidistantes una de otra hay en la mitad  del cauce dos enormes piedras bruñidas por las ondas que se golpean y despedazan contra  ellas; son los machones centrales del puente más extraordinario que se puede forjar con la  imaginación, y que se lo pone, sin embargo, por mano de hombres en los momentos en que  

es preciso trasladarse a las faldas del Abitahua: ese puente es, como si dijésemos, lo ideal  de lo terrible realizado por la audacia de la necesidad. Consiste la peregrina fábrica en tres  guadúas de algunos metros de longitud tendidas de la orilla a la primera piedra, de ésta a la  segunda y de aquí a la orilla opuesta. Sobre los hombros de los prácticos más atrevidos, que  han pasado primero y se han colocado cual estatuas en las piedras y las márgenes,  descansan otras guadúas que sirven de pasamanos a los demás transeúntes. La caña tiembla  y se comba al peso del cuerpo; la espuma rocía los pies; el ruido de las ondas asorda; el  vértigo amenaza, y el corazón más valeroso duplica sus latidos. Al cabo está uno de la  banda de allá del río, y el puente no tarda en desaparecer arrebatado de la corriente.

 Enseguida comienza la ascensión del Abitahua, que es un soberbio altar de gradas de  sombría verdura, levantado donde acaba propiamente la rotura de los Andes que hemos  bosquejado, y empiezan las regiones orientales. En sus crestas más elevadas, esto es, a una  altura de cerca de mil metros, descuellan centenares de palmas que parecen gigantes  extasiados en alguna maravilla que está detrás, y que el caminante no puede descubrir  mientras no pise el remate del último escalón. Y cierto, una vez coronada la cima, se escapa  de lo íntimo del alma un grito de asombro: allí está otro mundo; allí la naturaleza muestra  con ostentación una de sus fases más sublimes: es la inmensidad de un mar de vegetación  prodigiosa bajo la azul inmensidad del cielo. A la izquierda y a lo lejos la cadena de los  Andes semeja una onda de longitud infinita, suspensa un momento por la fuerza de dos  vientos encontrados; al frente y a la derecha no hay más que la vaga e indecisa línea del  horizonte entre los espacios celestes y la superficie de las selvas, en la que se mueve el  espíritu de Dios como antes de los tiempos se movía sobre la superficie de las aguas  Algunas cordilleras de segundo y tercer orden, ramajes de la principal, y casi todas tendidas  del Oeste al Este, no son sino breves eminencias, arrugas insignificantes que apenas  interrumpen el nivel de ese grande Sahara de verdura. En los primeros términos se alcanza  a distinguir millares de puntos de relieve como las motillas de una inconmensurable manta  desdoblada a los pies del espectador: son las palmeras que han levantado las cabezas  buscando las regiones del aire libre, cual si temiesen ahogarse en la espesura. Unos cuantos  hilos de plata en eses prolongadas y desiguales, y, a veces, interrumpidas de trecho en  trecho, brillan allá distantes: son los caudalosos ríos que descendiendo de los Andes se  apresuran a llevar su tributo al Amazonas. Con frecuencia se ve la tempestad como alado y  negro fantasma cerniéndose sobre la cordillera y despidiendo serpientes de fuego que se  cruzan como una red, y cuyo tronido no alcanza a escucharse; otras veces los vientos del  Levante se desencadenan furiosos y agitan las copas de aquellos millones de millones de  árboles, formando interminable serie de olas de verdemar, esmeralda y tornasol, que en su  acompasado y majestuoso movimiento producen una especie de mugidos, para cuya  imitación no se hallan voces en los demás elementos de la naturaleza. Cuando luego  inmoble y silencioso aquel excepcional desierto recibe los rayos del sol naciente, reverbera  con luces apacibles, aunque vivas, a causa del abundante rocío que ha lavado las hojas.  Cuando el astro del día se pone, el reverberar es candente, y hay puntos en que parece  haberse dado a las selvas un baño de cobre derretido, o donde una ilusión óptica muestra  llamas que se extienden trémulas por las masas de follaje sin abrasarlas. Cuando, en fin, se  levanta la espesa niebla y lo envuelve todo en sus rizados pliegues, aquello es un verdadero  caos en que la vista y el pensamiento se confunden, y el alma se siente oprimida por una  tristeza indefinible y poderosa. Ese caos remeda los del pasado y el porvenir, entre los  cuales puesto el hombre brilla un segundo cual leve chispa y desaparece para siempre; y el  conocimiento de su pequeñez, impotencia y miseria es la causa principal del abatimiento  que le sobrecoge a vista de aquella imagen que le hace tangible, por decirlo así, la verdad  de su existencia momentánea y de su triste suerte en el mundo.  

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