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No hay nada más difícil en el mundo que cambiar cuando todavía se es exitoso..


Enviado por   •  14 de Julio de 2016  •  Trabajos  •  1.858 Palabras (8 Páginas)  •  263 Visitas

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ReinventARTE

Los peligros de tu propio éxito

No hay nada más difícil en el mundo que cambiar cuando todavía se es exitoso.

La filosofía oriental es rica en metáforas y muy profunda en pensamiento. Quienes la practican son capaces de despegar el alma del cuerpo, dejándolo en la tierra por un momento, para volar libres hacia otras dimensiones. Son capaces de ver el detalle del pequeño árbol, sin dejar de ubicarlo en el bosque como su contexto superior.

Lhasa es una pequeña ciudad; quizá la más remota y aislada del mundo. Se encuentra dentro de la meseta tibetana, custodiada y protegida por una fría, escarpada y majestuosa muralla natural de más de 4,000 metros de altura, como es la cordillera del Himalaya. Sus inviernos, con temperaturas inferiores a los -20 grados centígrados, crean una dura barrera climática contra los visitantes del exterior. Ese recóndito lugar fue nuestro siguiente destino.

Mi padre, señalando al norte y luego al sur, terminó de ubicarme:

—Hacia allá se encuentra China, y del otro lado la India. Estamos cerca del llamado “techo del mundo”. El Everest, la montaña más alta del planeta Tierra.

Esta ciudad de 300,000 habitantes y 3,600 metros de altura sobre el nivel del mar, está situada a la orilla del rio Kyichu, un afluente del Yarlung Tsangpo. Su nombre significa “Tierra de los Espíritus” y es una de las legendarias ciudades religiosas del mundo, a la altura de Jerusalén, la Meca o Roma. Durante siglos se desarrolló muy poco, por haber sido casi impenetrable al mundo exterior, con el que mantuvo muy escaso contacto. Esto la hace todavía más enigmática.

Con estos antecedentes caminamos por la ciudad. Olores agresivos, calles muy anchas, impersonales, provincianas, flanqueadas por edificios fríos, sin gracia. Piedra, mucha piedra. Las personas que la habitan también son muy peculiares. Monjes cubiertos con grandes faldones amarillos y naranja; otros con hábitos en color vino, le dan un colorido sui géneris a esta ciudad de leyenda.

—Lhasa esconde muchas historias —continuó relatando mi padre—. El verdadero reto es aprender a descubrir estas ciudades: cómo hacer para que esta aparente quietud se convierta es una activa enseñanza; cómo arrancarles un poco de su sabiduría antes de volver a casa; cómo hacer que esas milenarias piedras nos cuenten algún secreto.

En ese tenor, caminamos en silencio hasta llegar a uno de los templos más sagrados de la ciudad, el Jokhang, ubicado en el centro del barrio antiguo de la ciudad. Un gran Buda, con más de 1,300 años de antigüedad, nos dio una majestuosa bienvenida. Entre los grandes tesoros que resguarda el templo se encuentra una biblioteca con los primeros manuscritos budistas redactados en sánscrito.

Nos quitamos los zapatos antes de entrar y caminamos en silencio. Llegamos a la mitad de un gran salón. Nunca había visto a mi padre con tanta concentración. Me pidió que me sentara sobre mis propias piernas, con los pies en la parte posterior para hacer de ellos una silla naturas. La espalda derecha, las manos abajo del ombligo, la palma izquierda sobre la derecha, con los pulgares unidos a la mitad y la mirada diagonal hacia el suelo.

—Cierra los ojos y trata de imitar mi respiración. Siente cómo tu cuerpo se armoniza con el universo. No pienses en nada; sólo trata de sentir.

Seguí paso a paso sus instrucciones. No sé cuántos minutos pasaron, pero mi cuerpo empezó a relajarse. Era como si no lo reconociera. Poco a poco sentí un alivio poco común en mi interior.

— ¿Estás listo para recibir la lección? —me preguntó en voz baja.

—Listo

—En este mismo lugar sucedió una historia que te quiero contar, para extraer de ella una profunda enseñanza:

Cierto día, uno de los guardianes de este templo amaneció muerto.

Los guardianes hacen respetar el buen andar de los monjes en la filosofía Budista y son los encargados de velar por los ritos, tradicionales y costumbres del templo. Además del Gran maestro, los guardianes son las personas más avanzadas en el camino de la iluminación. Ser un Guardián es un honor y un privilegio reservado para muy pocos monjes budistas.

Los tibetanos consideran que, cuando una persona muere, el cuerpo y el alma no se marchan juntos; por lo que el Guardián recibió el sepelio de acuerdo al Funeral Celeste. A un cúmulo de ramas de pino y de ciprés se les regó incienso de cebada, para separar el cuerpo que se queda en el mundo terrenal y liberar su alma para que llegue a otro mundo más etéreo.

Se guardó el luto correspondiente y un tiempo prudente de silencio en honor al Guardián. Después de ello, el Gran Maestro reunió a todos los monjes del monasterio para informarles que debía elegir al sucesor, quien tendría el honor de trabajar directamente a su lado. La persona indicada debería ser la más visionaria y tener una gran compresión de los significados del Zen.

La elección recaería en aquel monje que pudiera resolver un problema, que fue planteado por el Gran Maestro, colocando un banquillo en el centro de la sala. Encima del banquillo, posaba un hermoso y bello florero de la más fina porcelana, pintado a la perfección y con una maravillosa y elegante flor amarilla saliendo de su interior.

—Este es el problema —advirtió el Gran Maestro.

Sin decir palabra alguna, ni dar más explicaciones, dio la vuelta y se fue a otro salón, a rezar en soledad.

Todos quedaron asombrados mirando aquella escena. Un jarrón de admirable belleza. ¿Qué representaría? ¿Por qué el Gran Maestro lo señaló como un problema? ¿Cuál es el enigma que lleva escondido? ¿Qué deberían hacer para que uno de ellos fuese considerado como Guardián del Templo?

Pasaron los días, que se convirtieron en semanas. Después de un tiempo prudencial, el Gran Maestro los volvió a citar en el mismo salón.

— ¿Alguien tiene una solución para el problema? —preguntó

Con excepción de uno de ellos, los monjes contemplaron derrotados el hermoso jarrón. Algunos bajaron la cabeza de señal de impotencia. El silencio inundó el lugar.

De pronto, uno de los discípulos, que había mantenido la cabeza en alto, sacó una enorme espada, caminó hacia el centro del Salón y de un solo golpe destruyó la hermosa pieza de arte.

Los demás monjes quedaron paralizados ante tal osadía y miraron al Gran Maestro para observar su reacción.

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