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Primer Capítulo El Juego Del Ángel


Enviado por   •  21 de Noviembre de 2013  •  2.287 Palabras (10 Páginas)  •  314 Visitas

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Un escritor nunca olvida la primera vez que acepta

unas monedas o un elogio a cambio de una

historia. Nunca olvida la primera vez que siente

el dulce veneno de la vanidad en la sangre y cree que, si

consigue que nadie descubra su falta de talento, el sueño

de la literatura será capaz de poner techo sobre su cabeza,

un plato caliente al final del día y lo que más anhela:

su nombre impreso en un miserable pedazo de papel

que seguramente vivirá más que él. Un escritor está condenado

a recordar ese momento, porque para entonces

ya está perdido y su alma tiene precio.

Mi primera vez llegó un lejano día de diciembre de

1917. Tenía por entonces diecisiete años y trabajaba en

La Voz de la Industria, un periódico venido a menos que

languidecía en un cavernoso edificio que antaño había

albergado una fábrica de ácido sulfúrico y cuyos muros

aún rezumaban aquel vapor corrosivo que carcomía el

mobiliario, la ropa, el ánimo y hasta la suela de los zapatos.

La sede del diario se alzaba tras el bosque de ángeles

y cruces del cementerio del Pueblo Nuevo, y de lejos su

silueta se confundía con la de los panteones recortados

sobre un horizonte apuñalado por centenares de chime-

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neas y fábricas que tejían un perpetuo crepúsculo de escarlata

y negro sobre Barcelona.

La noche en que iba a cambiar el rumbo de mi vida,

el subdirector del periódico, don Basilio Moragas, tuvo a

bien convocarme poco antes del cierre en el oscuro cubículo

enclavado al fondo de la redacción que hacía las

veces de despacho y de fumadero de habanos. Don Basilio

era un hombre de aspecto feroz y bigotes frondosos

que no se andaba con ñoñerías y suscribía la teoría de

que un uso liberal de adverbios y la adjetivación excesiva

eran cosa de pervertidos y gentes con deficiencias vitamínicas.

Si descubría a un redactor proclive a la prosa florida

lo enviaba tres semanas a componer esquelas funerarias.

Si, tras la purga, el individuo reincidía, don Basilio

lo apuntaba a la sección de labores del hogar a perpetuidad.

Todos le teníamos pavor, y él lo sabía.

—Don Basilio, ¿me ha hecho usted llamar? —ofrecí

tímidamente.

El subdirector me miró de reojo. Me adentré en el

despacho que olía a sudor y a tabaco, por este orden.

Don Basilio ignoró mi presencia y siguió repasando uno

de los artículos que tenía sobre el escritorio, lápiz rojo en

mano. Durante un par de minutos, el subdirector ametralló

a correcciones, cuando no amputaciones, el texto,

mascullando exabruptos como si yo no estuviese allí. Sin

saber qué hacer, advertí que había una silla apostada contra

la pared e hice ademán de tomar asiento.

—¿Quién le ha dicho que se siente? —murmuró don

Basilio sin levantar la vista del texto.

Me incorporé a toda prisa y contuve la respiración. El

subdirector suspiró, dejó caer su lápiz rojo y se reclinó en su

butaca para examinarme como si fuese un trasto inservible.

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—Me han dicho que usted escribe, Martín.

Tragué saliva, y cuando abrí la boca emergió un ridículo

hilo de voz.

—Un poco, bueno, no sé, quiero decir que, bueno, sí,

escribo…

—Confío en que lo haga mejor de lo que habla. ¿Y

qué escribe usted?, si no es mucho preguntar.

—Historias policíacas. Me refiero a…

—Ya pillo la idea.

La mirada que me dedicó don Basilio fue impagable.

Si le hubiese dicho que me dedicaba a hacer figurillas de

pesebre con estiércol fresco le hubiera arrancado el triple

de entusiasmo. Suspiró de nuevo y se encogió de

hombros.

—Vidal dice que no es usted del todo malo. Que destaca.

Claro que, con la competencia que hay por estos lares,

tampoco hace falta correr mucho. Pero si Vidal lo dice.

Pedro Vidal era la pluma estrella en La Voz de la Industria.

Escribía una columna semanal de sucesos que constituía

la única pieza que merecía leerse en todo el periódico,

y era el autor de una docena de novelas de intriga

sobre gánsters del Raval en contubernio de alcoba con damas

de la alta sociedad que habían alcanzado una modesta

popularidad. Enfundado

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