ClubEnsayos.com - Ensayos de Calidad, Tareas y Monografias
Buscar

REESCRITURA DE TEXTOS NARRATIVOS DEL SIGLO XX.


Enviado por   •  29 de Abril de 2018  •  Tareas  •  2.112 Palabras (9 Páginas)  •  1.121 Visitas

Página 1 de 9

ACTIVIDAD 5. REESCRITURA DE TEXTOS NARRATIVOS DEL SIGLO XX.

Personajes nuevos: Crías del coyote.

Texto Literario: “Coyote 13”

Tipo de narrador (cambiado): Narrador protagonista.

Mundo ficticio (cambiado): En una gran pradera.

*Las letras en negrita, son el sector de la intervención de nuevos personajes.

COYOTE 13

Rodaba el sol detrás del horizonte, dejando una línea de fuego violeta en los confines de la pradera: remolinos de viento chocaban con el verde pasto, con corrientes de aire que perduran: nacía Venus cintilante en una esquina sombría del cielo. Me encaminaba, al paso cansino de mi caballo exhausto, venía tocando un ritmo melancólico en las cuerdas tensas de mi guitarra.  Me encontraba, con el cuerpo doblado hacia el arzón, con el sombrero en la nuca, con la vista baja sobre el cuello sudoroso de la bestia, cantaba una canción triste de los llanos. Aquí y allá, engarzando en cualquier punto de la melodía, brotaba el monólogo de mi tan solitario cuerpo humano. Trece horas de caballo, a la zaga del ganado fantasma; trece horas de jinetear la pradera, guiándome por el sol; trece horas de cuero, de polvo y de sudor. Mi estado anímico, errabundo,  en las inmensas soledades, perdía el sentido de la vida: se me secaba el alma como una avellana; se me mineralizaba la piel, y después el corazón.

Hasta donde alcanzara el poder de los ojos, veía cielo y tierra, fundidos en el horizonte, en la línea sangrienta del crepúsculo. A esa hora, los herbazales tupidos de la pradera devolvían al espacio las recreaciones magníficas: se alargaban hasta el infinito las sombras de estos. Y yo, vaquero dominante de ese espacio, me adentraba lentamente en aquellas superficies reverberantes, me aferraba a mi canción como a una novia. Silbaban ya los vientos, la trompetería de noche y muerte; y el temor a lo desconocido entraba insidioso me atravesaban las entrañas. Pero tenía la mente ocupada. Sin prisa, avanzaba hacia un lugar bien sabido. Orientado por la brisa, olfateaba el aire, rastreando un olor espeso de carne muerta.

Se oscurecía el cielo; brotaba lejano y tembloroso el zodíaco, como rocío del espacio. Poco después, avisté una alambrada de límites invisibles; una frontera de acero empolvado en el desierto. Avancé hasta ella y me detuvo a pocos metros. Corté en seco la canción que entonaba y permanecí inmóvil contemplando el alambre de púas. Libre de las riendas, mi caballo empezó a escarbar estúpidamente la tierra dura. Y yo, envuelto en una atmósfera viscosa de putrefacción, sonreí al contar los coyotes. Había doce. Doce coyotes colgados de la cerca. Con las patas en cruz, tiesa la cola, inclinadas las cabezas contra el pecho, pudríanse las bestias en el sol del desierto. Pequeños, de piel rojiza, rezumantes los hocicos de sangre seca y carbonienta, parecían espantapájaros o banderitas al viento. Barriendo la pradera,  de pronto me encontraba jugando con los pelillos oxidados de los coyotes; tremolaban, se movían como si estuvieran vivos.

Pero tenía manos grandes, callosas, de uña sucia y dedo corto. Mis manos eran las que apretaban la soga áspera, el cuero y el tanino; mis manos eran las que imprimían el sello de fuego en la piel suave de los ternerillos, y olían después al humo blanco de la carne quemada; mis manos, duras y agrietadas, eran las mismas que martirizaban, año con año, innumerables bestias. De ahí que yo adquiriese esa violencia ciega, esa testarudez silenciosa, esa intensidad atávica de los animales de rebaño. Y yo, vaquero, señero y vagando en las inmensidades del llano, tenía un mundo tan chico que me cabría en el sombrero. Lo demás, el cielo, la llanura, la soledad, no era más que una interrogante angustiosa y amenazadora.

Ese día había venido de muy lejos para contar a esos coyotes míos. Preparadores del ganado menor, que acechaban con sus ojitos de fósforo: fantasmas del sueño, que mecían con su ulular selénico, los coyotes eran mis enemigos naturales. Y yo, vaquero, cazándolos con trampa y rifle, los sacrificaba para ejemplo de los demás. Por eso colgaba los coyotes, prendidos en las púas relucientes del acero; su sangre formaba carámbanos negros en los alambres; y sus sombras, alargadas por la luz violácea de Véspero, dibujaban estrías mortales en el desierto. Pero yo suelo hablar conmigo mismo, me sonreía y amenazaba, y maldecía a mí mismo, hubiera querido tener trece coyotes en aquel alambre. El más grande, el más viejo, el Coyote 13, se me escapaba siempre, taimado, receloso, retador. Noche a noche, oculto en algún yerbazal reseco, en alguna hondonada salina, en cualquier punto de aquella coordenada mineral, le aullaba a la luna. Y yo, vaquero, temblando de frío bajo las mantas, fijaba la vista en las estrellas, lo escuchaba; y parecía que distinguir algo, encorvado el espinazo, tensa la cola, puntiagudo el hocico; parecía ver trotar proféticamente por la llanura, fosfórico y salvaje; y después, meses después, cuando tuviera que rendir cuentas al dueño, al petrolero de San Antonio, le diría que un coyote viejo se había llevado más de una cabeza.

Le pedí a Dios o al diablo yo vaquero que me diera al Coyote 13, y metiendo la última bala en la cámara de mi rifle, empecé a alejarme de aquel signo maloliente. Atrás, tremolando al viento, quedaban los coyotes: sus contornos pelirrojos traslucían las luces últimas del ocaso. Pero su imagen, clavada en mi memoria, persistía indeleble como recuerdo de solitario. Imaginaba al Coyote 13 en cruz, sangrante, humillada la cabeza, vencido. Esa idea me gustaba y llenaba mi pensamiento, borrando dolores, cansancio, soledad. Mi aspecto, envejecido prematuramente por el sol, tenía la piel cuadriculada por infinitas arrugas. Cuadrado el rostro, de expresión brutal, con labios tenues y agrietados, permanente en ellos la colilla amarillenta, tenía mucho de bestia y de anacoreta. La barba rubia y las cejas casi albinas me nacían entre las arrugas como espinas de luz. Y los ojos diminutos, contraída la pupila por años de blancura solar, eran agridulces, inocentes y, al tiempo duros y secos, porque en ellos sólo se reflejaba la magnífica pradera, la superficie de inmensas soledades, geométrica y abstracta.

Esas llanuras perdieron al fin su brillo; y la noche, límpida, cubrió la tierra. Desmontándome, en mi debido lugar, me coloqué detrás de una nopalera y esperé. Para no encender fuego, empecé a mascar tabaco. Acariciaba el gatillo y esperaba, rumiando un gusto anticipado. En poco tiempo, cuando la luna subiera a su órbita exacta, el Coyote 13 se sentaría y alzaría su cuello de peludo collar para cantar su canción nocturna. Y una bala, veloz y acelerada, vendría a cortar su aullido en la yugular o en la cabeza. Yo, vaquero, así lo pensaba; y sonreía dentro de la manta, cohibido por el acecho y el silencio. Y subió la luna, pero no hubo señal del Coyote 13. Se oía el viento: la vibración de las estrellas; la respiración profunda del caballo; y nada más. El Coyote 13 no venía. Y repentinamente, sentí muy frío el metal de mi rifle. Me pareció muy raro  que no hubiese llegado ya. ¡Cuán vacío, muerto, estéril, me parecía la pradera! Los herbazales y el hombre, el espacio y el hombre. Se me durmió una pierna y dejé que las hormiguitas de la sangre quieta se me apelmazaran.

...

Descargar como (para miembros actualizados)  txt (12.6 Kb)   pdf (83.2 Kb)   docx (16.4 Kb)  
Leer 8 páginas más »
Disponible sólo en Clubensayos.com