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Resum Libro "De Carta En Carta" - Ana Maria Machado

aneira61 de Junio de 2015

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Libro de Carta en Carta

(Ana María Machado)

José es el abuelo de Pepe. Ninguno de los dos sabe leer ni escribir. Aunque es pequeño, Pepe ya debería haber aprendido a hacerlo; pero es que normalmente no va a la escuela, prefiere quedarse en casa ayudando a su abuelo. Un día se enfadan, dejan de hablarse y deciden contarse por carta lo enojados que están. ¿Quién les escribirá esas cartas?

“Erase una vez un niño pequeño que vivía en una ciudad pequeña. Me parece que no fue hace mucho tiempo. Ni muy lejos de aquí Y que el niño, en realidad, no era tan pequeño. Pero aún no sabía leer ni escribir; como le pasaba a mucha gente en aquella ciudad, incluso a personas mucho mayores que él. La ciudad era antigua y se encontraba a la orilla del mar. Tenía calles estrechas, bonitas iglesias y plazuelas. Guardaba recuerdos de otros tiempos más ricos. Conservaba unas murallas que ya no servían para nada, pero que antiguamente se habían usado para defender la ciudad del ataque de los piratas. Tenía casas de dos pisos, con jardines en patios interiores, y terrazas con macetas llenas de flores. Y en algunos lugares, aquellas terrazas del segundo piso eran grandes y estaban sobre unos arcos que se apoyaban en las aceras, formando pórticos alrededor de las plazas y paseos. Una de esas plazas era la plaza de los Escribidores. Allí, debajo de las arcadas, se podían ver los bancos donde trabajaban unos hombres que se dedicaban a escribir todas las cosas importantes que las personas de aquella ciudad necesitaban escribir y no sabían: cartas, mensajes, documentos. Algunos de aquellos escribidores apoyaban la máquina de escribir encima de mesas pequeñas, escritorios o incluso cajones. Otros, que estaban empezando en la profesión, escribían a mano y cobraban más barato.

Pero todos pasaban el día allí, sentados alrededor de la plaza, conversando y esperando encargos. Esta es la historia de dos clientes de los escribidores. Un niño llamado Pepe y su abuelo José. Pepe y José vivían en la misma casa, con el resto de la familia: cuatro niños más y los padres del niño. La madre, Teresa, era hija del abuelo José. Todos los días, muy temprano, el padre y la madre salían a trabajar. Los hermanos mayores iban a la escuela y Pepe se quedaba con el abuelo. Ya tenía edad para ir al colegio, pero no quería. Prefería quedarse jugando, además decía que tenía que hacer compañía al abuelo, y los padres acababan por dejarlo. El señor José había sido un excelente jardinero. Ahora estaba cansado, aunque todavía hacía pequeños trabajos en las casas de la vecindad. Muchas veces José se llevaba a su nieto con él, como ayudante. Los dos se llevaban muy bien, aunque reñían bastante. Eran muy parecidos, tercos y provocadores. Discutían por cualquier cosa: —Escarda ese jardín. Con mimo, ¿eh...? No dejes ni una mala hierba... —Ay abuelo, no me apetece. Por qué no hacemos esto, verás, tú quitas las malas hierbas y yo riego. —Nada de eso. Lo vas a encharcar todo. Tú siempre echas demasiada agua, ahogas las plantas...

—Y tú siempre llevas la regadera medio vacía, porque no puedes cargar con el peso. Las plantas se van a acabar muriendo de sed, ¿no lo ves? Deja que yo lo haga. — ¿Me estás diciendo que no tengo fuerzas? ¿Qué estoy viejo y ya no sirvo para nada? —Es que no tienes fuerzas... Sólo estoy diciendo la verdad... No te vayas a enfadar ahora por una tontería. —Eres un malcriado, eso es lo que pasa. Se lo voy a contar a tu padre. Para que te castigue, vas a ver. Como no te disculpes, cuando llegue, ja, ja, le voy a contar todo lo que haces durante el día. El niño no quería que lo castigaran. Pero no iba a disculparse. Se quedó callado, conteniendo la rabia. El abuelo seguía rezongando: —Todos los días lo mismo. No tienes ningún respeto. Nunca he visto que un niño de tu edad diga esas cosas a un viejo. En mis tiempos esto no pasaba... Eres un maleducado. Como me vuelvas a decir algo así, vas a ver… Furioso, Pepe salió de casa. Dio un portazo, pero no se sintió mejor Si no quería que lo castigaran, no podía contestar al abuelo, aunque ganas no le faltaban. Si supiera... le diría cuatro cosas, pero sin hablar Le escribiría al viejo una carta bien descarada. Pero no sabía escribir Y tampoco tenía ganas de ir a la escuela para aprender Comenzó a andar por la calle, insultó por lo bajo, dio una patada a una lata vacía que estaba en el suelo, pero la rabia no se le pasó. Siguió caminando, hasta que llegó a la plaza de los Escribidores. Y tuvo una idea. Se acercó a uno de los hombres que esperaba clientes delante de su mesa y le preguntó:

—Buenos días, señor Miguel. ¿Cuánto cuesta escribir una carta? —Bueno, depende del tamaño... —respondió el hombre—. ¿Pero para quién es? —Para mí mismo. Bueno..., es para mandársela a alguien, pero quiero escribirla yo. — ¿Y por qué no lo haces? —Todavía no he aprendido. El señor Miguel se quedó mirando a Pepe. Pensó que era muy triste que un niño de su edad no supiera escribir. Los mayores ya no podían aprenden a sus años era muy difícil para ellos, y cuando habían sido niños no todo el mundo en la ciudad podía ir a la escuela. Pero ahora sí era posible. El señor Miguel sabía que así iba a perder los clientes, pero le parecía bueno que los chavales estudiaran. Y le parecía mal que un padre y una madre dejaran faltar a clase a su hijo. Entonces se le ocurrió ponerle una condición y respondió: —A los niños de tu edad no les cobro nada. Pero tienes que hacer una cosa: debes ir a la escuela un día y venir a contarme cómo es, porque tengo muchas ganas de saberlo... Ese será el precio. A Pepe esa condición no le gustó mucho. Pero sólo tenía unas pocas monedas en una caja que había dejado en casa, y no quería gastárselas con el escribidor. Además, quería la carta ya. Así que propuso: —Es una carta muy cortita. ¿Me la escribe ahora y yo se la pago mañana? —Claro... —Entonces escriba esto: «eres un pesado». El señor Miguel escribió. Y preguntó: — ¿Nada más? —No, tengo más. Ahora escriba: « ¡vete al infierno!».

El escribió. El niño extendió la mano. —Ya está, me la puede dar. Voy a entregarla ahora mismo. — ¿No la vas a firmar? ¿Y no la metes en un sobre? —Ah, eh, me olvidaba... Entonces firme ahí: «Pepe», y métala en un sobre para José. El hombre hizo lo que el niño le mandaba y le entregó el mensaje, pensando que era para algún amigo. Después se despidieron: —No olvides tu promesa. Mañana después de la escuela te pasas por aquí, ¿eh? Tienes que contarme cómo te ha ido. —Sí, me pasaré. No se preocupe. Al día siguiente, muy temprano, cuando la familia iba a desayunar; apareció Pepe vestido con el uniforme y anunció que se iba a la escuela con sus hermanos. Justo antes de salir; entregó un sobre al abuelo. —Toma. Es una carta para ti. El señor José la metió en el bolsillo sin leer y se fue al jardín a trabajar Después de almorzar; se tomó un descanso, fue caminando hasta la plaza y le entregó el sobre al señor Miguel: —Por favor, he recibido esta carta, pero no sé leer Me gustaría que me la leyera y que luego me ayudase a responder. El señor Miguel reconoció al instante lo que había escrito. Abrió el sobre y leyó en voz baja: Eres un pesado... ¡Vete al infierno! Pepe. Miró la cara cansada del viejo y decidió que no le iba a decir aquello. En vez de eso, fingió estar leyendo algo parecido. Así, si Pepe por casualidad reclamaba después, él podría decir que se había confundido. Y leyó: Estás muy cansado… ¡Vete al invierno! Pepe. El viejo suspiró y dijo: —Por favor, espere un poco. Voy a pensar la respuesta. Se sentó en un banco de la plaza. Al poco rato, volvió y preguntó: — ¿Puedo pagar con flores? No tengo dinero, pero mi jardín está precioso. Usted escribe, yo le traigo unas flores en un jarro con agua, las pone ahí al lado y las va vendiendo... Ganará más dinero de lo que yo pudiera pagarle. El señor Miguel aceptó. Entonces el viejo, que ya había recibido algunas cartas a lo largo de su vida y sabía más o menos cómo solían ser le dictó un mensaje: Estimado nieto: Espero que al recibo de la presente te encuentres bien de salud. Por aquí, todos bien, a Dios gracias. Teresa se quemó con una cazuela la semana pasada y Tónico se tropezó con una piedra, pero no fue nada grave. Después se rascó la cabeza, pensó un poco, decidió que ya había dado noticias de la salud de la familia y que no necesitaba decir mucho más, porque Pepe vivía en casa y ya sabía todo eso. Suspiró y continuó: El que anda muy cansado soy yo, como ya te has dado cuenta, y yo que pensaba que ni te lijabas en mí... Hay veces que me entran ganas de parar, tumbarme y no levantarme nunca más. 0, por lo menos, echarme una siestecita en una hamaca después de comer. Pero con este calor eso no me iba a sentar bien tampoco. Si pudiese seguir tu consejo e irme al invierno me iba a venir estupendamente. Pero me parece que todos los inviernos están muy lejos y el viaje cuesta muy caro. De cualquier modo, agradezco que te acuerdes.

Cuando llegó a ese punto, el abuelo dejó de dictar y comentó: —Me parece que ahora va una de esas cosas que se ponen al final de las cartas y yo no sé, ese asunto de «sírvase aceptar» no sé qué y el «reconocimiento de mi estima y consideración».

Una vez recibí una carta del Gobierno y ponía eso. Me la termina usted. —No, no hace falta —dijo el señor Miguel—. Basta con que diga «un abrazo de tu abuelo»... Al señor José no le convenció: —No, no, de eso nada. Quiero hacer las cosas como es debido. El niño tiene que aprender y educarse, ¿sabe? Se lo pensó mejor. Recordó algunas cosas y prosiguió: —Ponga

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