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Roberto Por El Buen Camino Parte 1

Kuroyukihime1422 de Julio de 2013

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-- Quieto man, ¡si respiras, te mueres!

Luis Carlos sintió un objeto metálico en su espalda. Paralizado por la impresión, vio cómo otro de los malhechores se colocaba detrás de Susana y la halaba por los cabellos, apuntándole con una pistola a la cabeza. En un intento por controlar la situación, preguntó a los delincuentes por sus intenciones. El que parecía ser el jefe le contestó que si quería salir vivo debía retirar todo el efectivo que tenía en su cuenta y entregárselo.

Tratando de ocultar el temblor en sus manos, extrajo la tarjeta de su cartera y se la extendió al tipo, quien se echó a reír burlonamente.

—Este rabiblanquito enamorado cree que uno es bruto. ¿Quieres ver mañana mi cara en todos los periódicos? ¡Anda tú mismo, saca el dinero y tráeme el comprobante de saldo, quiero verlo en cero! Y cuidadito con lo que haces, pues aquí tenemos a tu pastelito esperándote.

Estas últimas palabras las dijo mientras pasaba el cañón de su pistola muy cerca del mentón de Susana. Estaba consciente de afrontar una situación seria, por eso se apresuró a caminar hasta el cajero y de allí extrajo el efectivo disponible: cuatrocientos dólares. Cuando se lo entregó al que daba las órdenes, éste miró hacia las sombras, de donde enseguida salió un sujeto de aspecto repulsivo, quien pidió el dinero y lo contó.

¡Rabiblancos del carajo! ¡Son unos limpios! ¿Crees que tanta alharaca se compensa con cuatrocientos dólares? Vamos a tener que llevarnos tu carro y tu novia. Tal vez te los devuelva más tarde, o lo que quede de ellos, porque esa película que habías comenzado voy a terminarla yo —y se echó a reír grotescamente.

—¡Ella no va para ningún lado! Pueden llevarse el carro, pero ella se queda conmigo.

Luis Carlos sujetó a Susana por un brazo, en un intento por quitársela al delincuente, pero de inmediato sintió las manos de los otros tipos que lo sacudían con violencia.

¡Qué novio más valiente tienes, muchachita! Pues veamos si es de verdad. ¡Súbanlo al carro para que también participe en la fiesta! A lo mejor le gusta…—y siguió riéndose mientras abría la puerta del auto que ya consideraban como suyo. El que sujetaba a Susana, tal vez el más joven entre ellos, se adelantó, con el arma apuntando hacia Luis Carlos.

Jefe, ¿para qué vamos a llevar bultos? No quiere que lo enfríe aquí mismo?

Su acompañante le contuvo el brazo, mirándole a la cara con fiereza:

Oye, Tuti, mantente fresco. Recuerda que vine con ustedes a robar, no a matar a nadie.

El que daba las órdenes ya había echado a andar el auto, y por sobre el ruido del motor les recomendó con dureza:

—Si quieren quedarse a conversar, es su problema. Si no, suban la carga y vámonos.

Susana, paralizada por el terror, no podía articular palabras. Temblaba de pies a cabeza cuando los delincuentes la obligaron a entrar al vehículo, junto con Luis Carlos. En medio de la angustia, pudo hacer un espacio para culparse de lo que estaba sucediendo. Si no hubiera insistido en retirar dinero, ahora estarían a salvo en sus casas. Lo más seguro era que esos tipos iban a abusar de ella y luego a matarla junto a su novio. Si iba a hacer algo, tenía que ser en ese momento, cuando el auto estaba en la ciudad. Miró al que les apuntaba con la pistola, el tal Tuti; estaba segura de que era menor de edad.

¿Te llamas Tuti, verdad? Eres casi un niño… ¿por qué hablas de matar?

¡Cállate estúpida! Por esa misma razón soy el encargado de estos trabajitos.

Luis Carlos comprendió el grado de peligrosidad del muchacho, por lo poco que arriesgaba en la operación. Cursaba el último año de la carrera de leyes y el profesor de Criminología les había explicado claramente el perfil de los menores infractores. La ley dejaba abierta una ventana para que, hasta cierta edad, sus delitos fueran considerados poco más que como faltas administrativas, garantizándoles cortas condenas que casi nunca cumplían; por eso eran los matones preferidos entre las pandillas que abundaban en la ciudad. Una vez más intentó convencer al conductor de que, con el dinero en su poder, ya ellos no les resultaban útiles, y le pidió que les permitieran irse, con la seguridad de que no harían denuncias

Los únicos que no hacen denuncias son los muertos, ¿eh, Tuti?— Y volvió a reírse, a la vez que compartían un coro de carcajadas y una botella de licor que se pasaban de mano en mano entre alusiones obscenas.

Susana notó que el auto se había parado en un semáforo, y que el conductor estaba distraído ajustándole el volumen a la radio, ya de por sí estridente. Creyó que esa era la oportunidad propicia para intentar algo, antes de que los maleantes se internaran en los barrios más alejados.

¡Auxilio, socorro! ¡Nos van a matar!— gritó, y con la ventaja que le daba el momentáneo desconcierto de los malhechores, intentó salir del auto, pero un golpe seco en la cabeza le quitó las fuerzas; aún así hizo nuevos esfuerzos por zafarse, logrando abrir la puerta, pero en ese momento Tuti le disparó dos veces en el estómago. Luis Carlos se tiró sobre él, con rabia, pero el joven delincuente acertó un último disparo sobre su tórax. La fuerza del empellón, unida al aceleramiento del auto que trataba de escapar del lugar, hizo que los tres cayeran al pavimento en una especie de abrazo confuso.

Entre los bocinazos de los autos que esperaban para avanzar, un grupo de personas los fue rodeando, sin comprender qué estaba ocurriendo. Tuti, aturdido por el golpe, intentó incorporarse y huir de allí, aún con la pistola en la mano, pero alguien se encargó de tirarlo al suelo y desarmarlo. Pocos minutos después se congregaban varios radiopatrullas de la Policía bajo el semáforo, con un despliegue de luces multicolores y órdenes dadas a gritos, entre ellos y hacia los curiosos aglomerados a ambos lados de la calle.

Uno de los agentes se inclinó sobre el cuerpo de Susana y le examinó el pulso. Cuando comprobó que la muchacha estaba muerta, sólo atinó a mover la cabeza de un lado a otro; de inmediato se dirigió hacia Luis Carlos, y ya casi iba a realizar el mismo gesto cuando notó que éste contraía el rostro en un gesto de dolor.

¡El muchacho está vivo! ¡Pidan una ambulancia!

****

El ulular de la sirena va extrayendo imágenes de un lugar muy recóndito en la mente de Luis Carlos, a una velocidad tan vertiginosa como la del vehículo en que lo conducen.

Una hora antes, él manejaba muy despacio por la Avenida Balboa, contemplando el reflejo de los edificios en la oscura bahía. A su lado iba Susana, su novia desde hacía dos años. Ella era su primer amor, un asunto de primer flechazo, pues lo deslumbraba desde la mañana en que la vio subiendo las escaleras de la Facultad de Derecho. Él mismo se preguntaba qué era lo que más le agradaba de aquella linda chiquilla: tal vez sus grandes ojos color canela; los reflejos caoba de su pelo lacio, que bailaba con el menor soplo de la brisa; su porte de reina; la manera tan enérgica de pedir las cosas; su estatura, que superaba la suya por un centímetro; o tal vez la sonrisa que rondaba en sus labios siempre que le decía “te quiero”.

En realidad, la amaba por cada una de esas cosas y por todas juntas, y ella sabía muy bien que él comía en su mano. Por eso, cuando le dijo que se fueran de la discoteca porque se le había terminado el efectivo, ella, para comprobar una vez más que tal dominio no era producto de su imaginación, le pidió que fueran al cajero a retirar más dinero para seguir divirtiéndose, y —al escuchar su negativa, aduciendo que era mejor regresar a casa pues ya era muy tarde— sacó a relucir todas sus armas, diciéndole que seguramente estaba aburrido de ella y que por esa razón ya no le importaba complacerla. Ante un nuevo asomo de duda, Susana le dijo que tomaría un taxi para no tener que aburrirlo más.

Luis Carlos, vencido ante esas razones de su novia, pronto se encontraba manejando hacia el cajero del Banco Internacional, en la Calle 50.

Cuando se detuvo en los estacionamientos del banco, le advirtió a su novia que asegurara las puertas mientras él regresaba; ella, en cambio, lo siguió de cerca, y cuando él se volvió para reclamarle por esa acción, la muchacha lo hizo callar con uno de sus besos más apasionados, del que los sacó la agria voz del asaltante aparecido de la nada.

Esas escenas se borraron de su mente y sintió como si cayera a un abismo, en el que vislumbraba un lejano destello hacia el que quería avanzar, pero le faltaban las fuerzas; después se sumió en la más completa oscuridad.

*****

Cuando los paramédicos lo bajaban de la ambulancia, Luis Carlos estaba inconsciente. Sin pérdida de tiempo lo ingresaron al cuarto de urgencias de la Clínica San Jorge, y entregaron los números de teléfono que encontraron en su cartera, rescatada por los policías de las manos de Tuti cuando lo apresaron.

En la cartera estaba su carné de afiliado a la Clínica San Jorge, con un mensaje impreso: “En caso de urgencia, llamar a mi madre, María Cristina Cortés” y luego tres teléfonos con la aclaración: casa, oficina, celular.

—Los muchachos de hoy viven de tal manera que parecen adivinar que en cualquier momento van a pasar estas cosas —dijo la enfermera, no sin un dejo de tristeza, mientras marcaba el primer

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