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ÑA ICREIBLE Y TISTE HISTORIA DE LA CANDIDA ERENDIRA Y SU ABUELA DESALMADA

DIANA53226 de Septiembre de 2013

15.913 Palabras (64 Páginas)328 Visitas

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La increíble y triste historia

de la cándida Eréndira y su

abuela desalmada

Gabriel García Márquez

Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia.

La enorme mansión de argamasa lunar, extraviada en la soledad del desierto, se

estremeció hasta los estribos con la primera embestida. Pero Eréndira y la

abuela estaban hechas a los riesgos de aquella naturaleza desatinada, y apenas

si notaron el calibre del viento en el baño adornado de pavorreales repetidos y

mosaicos pueriles de termas romanas.

La abuela, desnuda y grande, parecía una hermosa ballena blanca en la alberca

de mármol. La nieta había cumplido apenas los catorce años, y era lánguida y

de huesos tiernos, y demasiado mansa para su edad. Con una parsimonia que

tenía algo de rigor sagrado le hacía abluciones a la abuela con un agua en la

que había hervido plantas depurativas y hojas de buen olor, y éstas se

quedaban pegadas en las espaldas suculentas, en los cabellos metálicos y

sueltos, en el hombro potente tatuado sin piedad con un escarnio de marineros.

– Anoche soñé que estaba esperando una carta –dijo la abuela.

Eréndira, que nunca hablaba si no era por motivos ineludibles, preguntó:

– ¿Qué día era en el sueño?

– Jueves.

– Entonces era una carta con malas noticias –dijo Eréndira– pero no llegará

nunca.

Cuando acabó de bañarla, llevó a la abuela a su dormitorio. Era tan gorda que

sólo podía caminar apoyada en el hombro de la nieta, o con un báculo que

parecía de obispo, pero aún en sus diligencias más difíciles se notaba el dominio

de una grandeza anticuada. En la alcoba compuesta con un criterio excesivo y

un poco demente, como toda la casa, Eréndira necesitó dos horas más para

arreglar a la abuela. Le desenredó el cabello hebra por hebra, se lo perfumó y se lo peinó, le puso un vestido de flores ecuatoriales, le empolvó la cara con harina

de talco, le pintó los labios con carmín, las mejillas con colorete, los párpados

con almizcle y las uñas con esmalte de nácar, y cuando la tuvo emperifollado

como una muñeca más grande que el tamaño humano la llevó a un jardín

artificial de flores sofocantes como las del vestido, la sentó en una poltrona que

tenía el fundamento y la alcurnia de un trono, y la dejó escuchando los discos

fugaces del gramófono de bocina.

Mientras la abuela navegaba por las ciénagas del pasado, Eréndira se ocupó de

barrer la casa, que era oscura y abigarrada, con muebles frenéticos y estatuas

de césares inventados, y arañas de lágrimas y ángeles de alabastro, y un piano

con barniz de oro, y numerosos relojes de formas y medidas imprevisibles. Tenía

en el patio una cisterna para almacenar durante muchos años el agua llevada a

lomo de indio desde manantiales remotos, y en una argolla de la cisterna había

un avestruz raquítico, el único animal de plumas que pudo sobrevivir al tormento

de aquel clima malvado. Estaba lejos de todo, en el alma del desierto, junto a

una ranchería de calles miserables y ardientes, donde los chivos se suicidaban

de desolación cuando soplaba el viento de la desgracia.

Aquel refugio incomprensible había sido construido por el marido de la abuela,

un contrabandista legendario que se llamaba Amadís, con quien ella tuvo un hijo

que también se llamaba Amadís, y que fue el padre de Eréndira. Nadie conoció

los orígenes ni los motivos de esa familia. La versión más conocida en lengua de

indios era que Amadís, el padre, había rescatado a su hermosa mujer de un

prostíbulo de las Antillas, donde mató a un hombre a cuchilladas, y la traspuso

para siempre en la impunidad del desierto. Cuando los Amadises murieron, el

uno de fiebres melancólicas, y el otro acribillado en un pleito de rivales, la mujer

enterró los cadáveres en el patio, despachó a las catorce sirvientas descalzas, y

siguió apacentando sus sueños de grandeza en la penumbra de la casa furtiva,

gracias al sacrificio de la nieta bastarda que había criado desde el nacimiento.

Sólo para dar cuerda y concertar a los relojes Eréndira necesitaba seis horas. El

día en que empezó su desgracia no tuvo que hacerlo, pues los relojes tenían cuerda hasta la mañana siguiente, pero en cambio debió bañar y sobrevestir a la

abuela, fregar los pisos, cocinar el almuerzo y bruñir la cristalería. Hacia las

once, cuando le cambió el agua al cubo del avestruz y regó los yerbajos

desérticos de las tumbas contiguas de los Amadises, tuvo que contrariar el

coraje del viento que se había vuelto insoportable, pero no sintió el mal presagio

de que aquél fuera el viento de su desgracia. A las doce estaba puliendo las

últimas copas de champaña, cuando percibió un olor de caldo tierno, y tuvo que

hacer un milagro para llegar corriendo hasta la cocina sin dejar a su paso un

desastre de vidrios de Venecia.

Apenas si alcanzó a quitar la olla que empezaba a derramarse en la hornilla.

Luego puso al fuego un guiso que ya tenía preparado, y aprovechó la ocasión

para sentarse a descansar en un banco de la cocina. Cerró los ojos, los abrió

después con una expresión sin cansancio, y empezó a echar la sopa en la

sopera. Trabajaba dormida.

La abuela se había sentado sola en el extremo de una mesa de banquete con

candelabros de plata y servicios para doce personas. Hizo sonar la campanilla, y

casi al instante acudió Eréndira con la sopera humeante. En el momento en que

le servía la sopa, la abuela advirtió sus modales de sonámbulo, y le pasó la

mano frente a los ojos como limpiando un cristal invisible. La niña no vio la

mano. La abuela la siguió con la mirada, y cuando Eréndira le dio la espalda

para volver a la cocina, le gritó:

– Eréndira.

Despertada de golpe, la niña dejó caer la sopera en la alfombra.

– No es nada, hija –le dijo la abuela con una ternura cierta–. Te volviste a dormir

caminando.

– Es la costumbre del cuerpo –se excusó Eréndira.

Recogió la sopera, todavía aturdida por el sueño, y trató de limpiar la mancha de

la alfombra. – Déjala así –la disuadió la abuela– esta tarde la lavas.

De modo que además de los oficios naturales de la tarde, Eréndira tuvo que

lavar la alfombra del comedor, y aprovechó que estaba en el fregadero para

lavar también la ropa del lunes, mientras el viento daba vueltas alrededor de la

casa buscando un hueco para meterse. Tuvo tanto que hacer, que la noche se le

vino encima sin que se diera cuenta, y cuando repuso la alfombra del comedor

era la hora de acostarse.

La abuela había chapuceado el plano toda la tarde cantando en falsete para sí

misma las canciones de su época, y aún le quedaban en los párpados los

lamparones del almizcle con lágrimas. Pero cuando se tendió en la cama con el

camisón de muselina se había restablecido de la amargura de los buenos

recuerdos.

– Aprovecha mañana para lavar también la alfombra de la sala –le dijo a

Eréndira–, que no ha visto el sol desde los tiempos del ruido.

– Sí, abuela –contestó la niña.

Cogió un abanico de plumas y empezó a abanicar a la matrona implacable que

le recitaba el código del orden nocturno mientras se hundía en el sueño.

– Plancha toda la ropa antes de acostarte para que duermas con la conciencia

tranquila.

– Sí, abuela.

– Revisa bien los roperos, que en las noches de viento tienen más hambre las

polillas.

– Sí, abuela.

– Con el tiempo que te sobre sacas las flores al patio para que respiren.

– Sí, abuela. – Y le pones su alimento al avestruz.

Se había dormido, pero siguió dando órdenes, pues de ella había heredado la

nieta la virtud de continuar viviendo en el sueño. Eréndira salió del cuarto sin

hacer ruido e hizo los últimos oficios de la noche, contestando siempre a los

mandatos de la abuela dormida.

– Le das de beber a las tumbas. –Sí, abuela.

– Antes de acostarte fíjate que todo quede en perfecto orden, pues las cosas

sufren mucho cuando no se les pone a dormir en su Puesto.

– Sí, abuela.

– Y si vienen los Amadises avísales que no entren –dijo la abuela–, que las

gavillas de Porfirio Galán los están esperando para matarlos.

Eréndira no le contestó más, pues sabía que empezaba a extraviarse en el

delirio, pero no se saltó una orden. Cuando acabó de revisar las fallebas de las

ventanas y apagó las últimas luces, cogió un candelabro del comedor y fue

alumbrando el paso hasta su dormitorio, mientras las pausas del viento se

llenaban con la respiración apacible y enorme de la abuela dormida.

Su cuarto era también lujoso, aunque no tanto como el de la abuela, y estaba

atiborrado de las muñecas de trapo y los animales de cuerda de su infancia

reciente. Vencida por los oficios

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