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Diarios Vampiricos 1

perla9422 de Agosto de 2012

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L.. J.. SMITH

SERIE DIARIOS VAMPÍRICOS,, Nº 01

DESPERTAR

A mi querida amiga y hermana Judy.

Con un agradecimiento especial a Anne Smith, Peggy

Bokulic, Anne Marie Smith y Laura Penny por la

información sobre Virginia, y a Jack y Sue Check por toda

su sabiduría popular.

Uno

“4 de septtiiembre

Queriido diiariio:

Algo horrible va a suceder hoy.

No sé por qué escribí eso. Es de locos. No hay ningún

motivo para que me sienta inquieta y todos para que sea feliz,

pero...

Pero aquí estoy a las 5.30 de la mañana, despierta y

asustada. No hago más que decirme que simplemente sucede

que estoy hecha un lío debido a la diferencia horaria entre

Francia y aquí. Pero eso no explica por qué me siento tan

asustada. Tan perdida.

Anteayer, mientras tía Judith, Margaret y yo volvíamos del

aeropuerto en coche, tuve una sensación muy extraña.

Cuando giramos en nuestra calle, pensé de repente: «Mamá y

papá nos están esperando en casa. Apuesto a que estarán en

el porche delantero o en la sala de estar mirando por la

ventana. Deben de haberme echado mucho de menos».

Lo sé. Es de locos.

Pero incluso cuando vi la casa y el porche delantero vacío

seguí sintiendo lo mismo. Subí corriendo los escalones y

llamé con la aldaba. Y cuando tía Judith abrió con la llave me

precipité adentro y simplemente me quedé en el vestíbulo

escuchando, esperado oír a mamá bajar por la escalera o a

papá llamando desde el estudio.

Justo entonces, tía Judith soltó ruidosamente una maleta

en el suelo detrás de mí, lanzó un enorme suspiro y dijo:

«Estamos en casa». Margaret rió. Y me invadió la sensación

más horrible que he tenido jamás. Nunca me he sentido tan

total y completamente perdida.

Casa. Estoy en casa. ¿Por qué suena eso como una mentira?

Nací aquí, en Fell's Church. Siempre he vivido en esta casa,

siempre. Esta es mi misma vieja habitación, con la leve marca

de quemadura en las tablas del suelo donde Caroline y yo

intentamos esconder cigarrillos en quinto grado y estuvimos a

punto de asfixiarnos. Puedo mirar por la ventana y ver el

enorme membrillo al que Matt y los chicos treparon para

colarse en la fiesta de pijamas de mi cumpleaños hace dos

años. Ésta es mi cama, mi silla, mi tocador.

Pero en estos momentos todo me parece extraño, como si

yo no perteneciera aquí. Soy yo la que está fuera de lugar. Y lo

peor es que siento que hay algún lugar al que pertenezco, sólo

que no logro encontrarlo.

Ayer estaba demasiado cansada para ir a Orientación.

Meredith recogió mi programa por mí, pero yo no tuve ganas

de hablar con ella por teléfono. Tía Judith dijo a todos los que

llamaban que tenía jet lag y dormía, pero me observó durante

la cena con una curiosa expresión en el rostro.

Tengo que ver a la pandilla hoy, no obstante. Se supone que

debemos encontrarnos en el aparcamiento antes del instituto.

¿Estoy asustada por eso? ¿Les tengo miedo?”

*

Elena Gilbert dejó de escribir. Contempló fijamente la

última línea que había escrito y luego meneó la cabeza, con la

pluma cerniéndose sobre el pequeño libro con tapa de

terciopelo azul. Luego, con un gesto repentino, alzó la cabeza,

y arrojó pluma y libro a la gran ventana mirador, donde

rebotaron inofensivamente y aterrizaron sobre el tapizado

asiento interior que había al pie de la ventana.

Todo era tan totalmente ridículo...

¿Desde cuándo ella, Elena Gilbert, había tenido miedo de

reunirse con gente? ¿Desde cuándo la había asustado nada?

Se puso en pie y, llena de enfado, introdujo los brazos en un

quimono de seda roja. Ni siquiera echó una ojeada al

trabajado espejo Victoriano sobre el tocador de madera de

cerezo; sabía lo que vería. Elena Gilbert, rubia, esbelta y

fantástica, la que marcaba tendencias, la alumna de último

curso de secundaría, la chica que todos los chicos deseaban y

que todas las chicas querían ser. La chica que justo en

aquellos momentos mostraba una cara de pocos amigos y

tenía los labios apretados.

«Un baño caliente y un poco de café y me tranquilizaré»,

pensó. El ritual matutino de darse un baño y vestirse resultó

relajante y se lo tomó con parsimonia, revisando los nuevos

conjuntos traídos de París. Finalmente eligió una

combinación de un top rojo y unos shorts blancos de lino que

le daban un aspecto muy atractivo. «Bastante apetitosa»,

pensó, y el espejo mostró una muchacha con una sonrisa

inescrutable. Sus anteriores temores se habían desvanecido,

olvidados.

—¿Elena? ¿Dónde estás? ¡Llegarás tarde al instituto! —La

voz ascendió débilmente desde abajo.

Elena volvió a pasar el cepillo por su melena sedosa y la

sujetó atrás con una cinta de un rojo intenso. Luego cogió su

mochila y descendió la escalera.

En la cocina, Margaret, de cuatro años, comía cereales

sentada a la mesa, y tía Judith cocinaba algo en los fogones.

Tía Judith era la clase de mujer que siempre parecía

vagamente aturallada; tenía un rostro delgado y afable y un

cabello claro y lacio echado hacia atrás descuidadamente.

Elena le dio un beso en la mejilla.

—¡Buenos días a todo el mundo! Lamento no tener tiempo

para desayunar.

—Pero, Elena, no puedes salir así sin comer. Necesitas tus

proteínas...

—Comeré una rosquilla antes del instituto —respondió ella

con vivacidad.

Depositó un beso en la rubia cabeza de Margaret y dio la

vuelta para marcharse.

—Pero, Elena...

—Y probablemente iré a casa de Bonnie o Meredith después

de clase, de modo que no me esperéis para cenar. ¡Adiós!

—Elena...

Elena estaba ya en la puerta principal. La cerró tras ella,

cortando las distantes protestas de tía Judith, y salió al

porche delantero.

Y se detuvo.

Todas las malas sensaciones de la mañana volvieron a

abalanzarse sobre ella. La ansiedad, el miedo. Y la certeza de

que algo terrible estaba a punto de ocurrir.

La calle Maple estaba desierta. Las altas casas victorianas

parecían extrañas y silenciosas, como si todas estuvieran

vacías por dentro, como las casas de un plató abandonado.

Parecían vacías de gente, pero llenas de extrañas cosas

vigilantes.

Eso era: algo la vigilaba. El cielo sobre su cabeza no era

azul, sino lechoso y opaco, como un cuenco gigante vuelto

boca abajo. El aire era sofocante, y Elena tuvo la seguridad de

que había ojos observándola.

Vio algo oscuro en las ramas del viejo membrillo que había

frente a la casa.

Era un cuervo, tan inmóvil como las hojas teñidas de

amarillo de su alrededor. Y era la cosa que la observaba.

Intentó decirse que era ridículo, pero en cierto modo lo

sabía. Era el cuervo más grande que había visto nunca, gordo

y brillante, con arcos iris centelleando en sus plumas negras.

Podía ver cada detalle con claridad: las ávidas garras oscuras,

el afilado pico, el individual y centelleante ojo negro.

Estaba tan quieto que podría haber sido un modelo en cera

de un ave colocado allí. Pero mientras lo contemplaba

fijamente, Elena se sintió enrojecer poco a poco, el calor

ascendiendo en oleadas por la garganta y las mejillas.

Porque... la miraba a ella. La miraba del modo con que los

chicos la miraban cuando llevaba un bañador o una blusa

muy fina. Como si la desvistiera con los ojos.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, ya había soltado la

mochila y cogido una piedra de la entrada.

—¡Fuera de aquí! —dijo, y oyó la temblorosa cólera de su

propia voz—. ¡Vamos! ¡Vete! —Con la última palabra, arrojó

la piedra.

Hubo una explosión de hojas, pero el cuervo remontó el

vuelo indemne. Las alas eran enormes y hacían tanto ruido

como toda una bandada de cuervos. Elena se acuclilló,

repentinamente presa del pánico, cuando el ave aleteó justo

por encima de su cabeza, alborotando sus cabellos rubios con

el viento producido por las alas.

Pero volvió a alzarse abruptamente y describió un círculo,

una silueta negra recortada en el cielo blanco como el papel.

Luego, con un graznido ronco, giró y se marchó en dirección

al bosque.

Elena se irguió despacio, luego miró en derredor, cohibida.

No podía creer lo que acababa de hacer. Pero ahora que el

pájaro se había ido, el cielo volvía a parecer normal. Un leve

viento agitó las hojas, y Elena aspiró profundamente. Calle

abajo, una puerta se abrió y varios niños salieron en tropel,

riendo.

Elena les sonrió y volvió a tomar aire, sintiendo que una

sensación de alivio la inundaba igual que la luz solar. ¿Cómo

podía haber sido tan estúpida? Era un día hermoso, que

prometía

...

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