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El Anillo De La Felicidad De Cara Colter

Francis2111 de Diciembre de 2013

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El anillo de la felicidad

Cara Colter

El anillo de la felicidad (24.04.07)

Título Original: Truly Daddy (1999)

Editorial: Harlequín Ibérica

Sello / Colección: Julia Nº 264

Género: Contemporáneo

Protagonistas: Garret Boyd y Toni Carlton

Argumento:

¿Por qué el rudo montañés Garret Boyd le resultaba tan irresistible a Toni Carlton? ¿Sería por la ternura que veía en sus ojos azules cada vez que levantaba en brazos a su sobrina huérfana? ¿O sería el fuego que Toni vio oculto en sus ojos desde el momento en que entró a su acogedora casa?

Ella no tardó mucho en poner una sonrisa en el corazón de Garret, y Un deseo ardiente en su alma dolida. Y él enseguida comprendió que la única manera de darle una familia a la pequeña Angie era creer que un papá silencioso y fuerte y una vivaz niñera podían estar predestinados a ser el uno para el otro…

Capítulo 1

—Este es mi mayor éxito profesional —dijo Toni Carlton en voz alta, a pesar de que caminaba por una concurrida acera. Tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a girar como una peonza. —Señorita, me encantaría canturrearle al oído. Ella se echó la melena pelirroja y rizada por encima del hombro y sus ojos verdes miraron con enojo al extraño, un hombre bien trajeado. Alto, moreno e imbécil. ¿No se suponía que los tipos raros se vestían con guerreras de camuflaje y grotescos gorros morados?

Él debió captar el mensaje, porque agachó la cabeza, se colocó el maletín de piel bajo el brazo y echó a andar presuroso. Toni decidió que, aun así, adoraba Vancouver. Adoraba Chinatown. Y, sobre todo, adoraba a Martin Ying, que había accedido a diseñar una colección exclusiva para Madame Yeltsy, la cadena de boutiques para la que era compradora. Aunque ese era su primer viaje en solitario, Madame Yeltsy contaba con que obtuviera resultados excepcionales, no le bastaba con cualquier cosa.

Toni se volvió lentamente hacia un escaparate que había visto con el rabillo del ojo. Una humilde tienda exhibía una exótica colección de piezas de jade, tan originales que se quedó sin respiración. ¡Serían el complemento ideal para la colección Ying! Abrió la puerta de golpe y entró. Tras el mostrador había un diminuto hombre asiático algo mayor que ella, quizá cerca de la treintena. Estaba tan absorto en lo que observaba bajo su lupa de joyero, que al principio ni la vio.

—Cerrado —dijo, levantando los ojos con sorpresa e intentando ocultar la pieza—. Olvidé el cartel. Cerrado. Fuera. Fuera. Dadas las expectativas de Madame Yeltsy, Toni no podía permitirse el lujo de dejarse intimidar. Además, medía un metro setenta y ocho descalza y, si quería, podía anonadar a un hombre con un simple parpadeo de sus pestañas espesas y rizadas. Cerrado o no cerrado, quería esas joyas, en especial la pieza que él trataba de ocultar. Se acercó a él, tomó su mano con firmeza y la volvió a poner sobre el mostrador.

—Cerrado —insistió él débilmente, pero sonrió cuando sus ojos oscuros se encontraron con el verde intenso de los de ella. El anillo que sostenía cayó sobre el mostrador y ella lo recogió rápidamente. Se dio cuenta de que él temblaba; estaba acostumbrada a llamar la atención de los hombres, pero nunca antes había conseguido que uno se echara á temblar. —Es precioso —susurró, mirando el anillo. Recreaba un dragón exquisitamente trabajado en plata y jade, e iba a juego con el collar que había en el escaparate. Aunque buscara cien años, no encontraría nada que complementara tan bien la colección de Ying.

—El anillo significa buena suerte, mucha felicidad —apuntó el hombre, con cierta tristeza. Miró el dedo anular de ella, sin alianza—. Marido. Bebés. Madame Yeltsy no aprobaba a las mujeres que consideraban esas cosas una prioridad en su vida. —Oh, vaya —exclamó Toni, con un tono que habría hecho que su jefa se enorgulleciera de ella—. ¿Lo ha diseñado usted? Lo quiero. Quiero más como ése. Quiero… —No, no —gimió él—. No está en venta.

Ella miró al reacio vendedor. Tenía la frente perlada de gotas de sudor y parecía a punto de desmayarse. Nunca antes había provocado una reacción así. Se dio cuenta de que miraba hacia la ventana, inquieto; Toni volvió la cabeza y echó una ojeada. La calle estaba muy concurrida pero, de repente, sus ojos percibieron inmovilidad en medio del ajetreo; había tres hombres parados al otro lado de la calle, mirando la tienda. ¿Llamaban la atención porque eran grandes y de raza blanca en medio de un mar de gente pequeña y oriental? ¿O acaso se debía a que tenían un cierto aire amenazador?

—Llévese el anillo —dijo él con suavidad—. Ahora salga de aquí. —No puedo llevarme el anillo. Quiero comprar varios. Y ese collar… —Márchese ya —dijo, su voz era un susurro—. Márchese. —No lo entiende. Necesito… —Deje su tarjeta —espetó él con firmeza, casi con ferocidad—-. Vuelva más tarde. El hombre parecía a punto de explotar, así que ella sacó una tarjeta del bolsillo, garabateó el nombre del hotel y el número de habitación y la dejó sobre el mostrador. —Márchese —dijo él, tras asentir con la cabeza. Ella soltó el anillo—. Lléveselo —ordenó.

Lo miró y casi pudo percibir el olor de su miedo. Allí pasaba algo malo, lo bastante malo para nublar su alegría por lo de Ying. —¿Puedo ayudarlo? —preguntó en voz baja—. ¿Qué ocurre? —fuera lo que fuera, estaba claro que su persistencia no hacía más que empeorar la situación, así que, con desasosiego, le dio las gracias, giró bruscamente y salió. Se incorporó a la muchedumbre y caminó varios metros. La concurrida calle emanaba una increíble vitalidad, y lamentó no llevar consigo su cámara fotográfica. Quizás le daría tiempo de ir a por ella al hotel y volver antes de que oscureciera.

Aunque Madame Yeltsy desaprobaba los hobbies y los consideraba una frivolidad, Toni era consciente de que su tendencia artística, su sentido estético y su habilidad para elegir composiciones agradables habían sido muy útiles para conseguir ese puesto de trabajo. Oyó un ruido y volvió la cabeza. Los tres hombres que había visto antes cruzaron la calle y entraron rápidamente en la tienda. Un momento después oyó gritos. Uno de los hombres salió y se puso a escudriñar la calle.

Su intuición le dijo, sin lugar a dudas, que la buscaba a ella. La expresión dura y fría de su rostro hizo que la invadiera la aprensión. El dueño de la tienda salió a la calle, sujeto firmemente por uno de los gorilas. Sollozando, recorrió a la multitud con la mirada, ¡y la señaló a ella con un dedo! En la acera, los tres hombres la miraron fijamente, con ojos amenazadores. Él que sujetaba al dueño de la tienda volvió dentro, y los otros dos comenzaron a hacerse paso entre la gente, para llegar hasta ella.

Sintió pánico al comprender que se había convertido en la presa. ¿En qué lío se había metido y cómo iba a salir de él? Era imposible escaparse corriendo; ¡llevaba seis centímetros de tacón y una falda de tubo muy estrecha! Tenía que utilizar la cabeza, y eso era su especialidad. Primero, se agachó. No tenía ningún sentido quedarse de pie cuando medía quince centímetros más que todo el resto de la gente. Se esforzó en pensar, sólo contaba con unos segundos.

Estaba junto a un coche. Se irguió levemente y miró por la ventana. Había una silla para niño en la parte de atrás, y un osito de peluche tirado en el asiento. Sin pensarlo, probó la puerta; estaba abierta. Entró, arrastrándose por el suelo, y se lamentó un instante por los desperfectos que sufriría su falda gris, recién estrenada. Cerró la puerta con suavidad. En el suelo había una preciosa manta acolchada y, rápidamente, se tapó con ella.

Les oyó acercarse, hablando entre ellos. —Estaba aquí hace un segundo. ¡Maldita sea! —Bueno, la tía es una auténtica amazona, así que no será difícil encontrarla. ¡Amazona! En otras circunstancias, habría disfrutado obligando al tipo a retractarse.

Le pareció que se habían parado al lado del coche. Con el pulso acelerado, levantó una esquina de la manta y echó una ojeada; casi se le paró el corazón. En la acera, a centímetros de la ventanilla, había un hombre que más bien parecía un gigante. Pero no se le ocurrió mirar dentro del coche. Con una mueca de enfado, siguió su camino, y ella suspiró aliviada. Decidió esperar cinco minutos y asegurarse de que lo hacía mirando su reloj de pulsera: esos cinco minutos se le iban a hacer eternos. Después se sentaría con cuidado, miraría a su alrededor y, si no había moros en la costa, volvería al hotel y llamaría a la policía. ¿Y qué iba a decirles?

—Cada cosa a su tiempo —se amonestó. De momento no tenía siquiera acceso a un teléfono. Se tragó un gemido cuando oyó un ruido en la puerta del conductor. ¡La habían encontrado! Escondió la cabeza bajo la manta. Clic. La puerta se abrió. «Sal corriendo. No, espera». Una bolsa cayó en el asiento de atrás, y la siguió una segunda. Los muelles del asiento delantero crujieron con el peso de alguien sentándose. Un aroma delicioso invadió el vehículo: a sol y a loción para después del afeitado. Un olor cien por cien masculino.

¿Qué había hecho? ¿Había salido de Guatemala para meterse en Guatepeor? Podía ser un asesino en serie. Un violador, un… «Cálmate», se ordenó. Era imposible que el destino la pusiera en peligro dos veces el mismo día. Miró el asiento para niño y el osito. El conductor era un papá que volvía a casa con su mujer y su hijo tras un duro día de trabajo. Un asesino en serie

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