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La chica del tren


Enviado por   •  10 de Septiembre de 2021  •  Reseñas  •  101.781 Palabras (408 Páginas)  •  187 Visitas

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¿Estabas en el tren de las 8.04? ¿Viste algo sospechoso? Rachel, sí. Rachel toma siempre el tren de las 8.04 h. Cada mañana lo mismo: el mismo paisaje, las mismas casas… y la misma parada en la señal roja. Son sólo unos segundos, pero le permiten observar a una pareja desayunando tranquilamente en su terraza.

Siente que los conoce y se inventa unos nombres para ellos: Jess y Jason. Su vida es perfecta, no como la suya. Pero un día ve algo. Sucede muy deprisa, pero es suficiente. ¿Y si Jess y Jason no son tan felices como ella cree? ¿Y si nada es lo que parece? Tú no la conoces. Ella a ti, sí.


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Paula Hawkins La chica del tren


Para Kate


Está enterrada debajo de un abedul, cerca de las viejas vías del tren. Un mojón —en realidad, poco más que una pila de piedras— señala su tumba. No quería que su lugar de descanso llamara la atención, pero tampoco podía dejarla sin ningún recordatorio. Ahí dormirá en paz, sin que nadie la moleste, sin ruidos salvo el canto de los pájaros y el rumor de los trenes.


Una por la pena, dos por la alegría, tres por una chica. Tres por una chica. Me he quedado atascada en el tres, soy incapaz de seguir.[1] Tengo la cabeza llena de ruidos y la boca llena de sangre. Tres por una chica. Oigo las urracas, están riéndose, burlándose de mí. Oigo su estridente carcajada. Una noticia. Malas noticias. Ahora puedo verlas, sus siluetas negras se recortan contra el sol. Los pájaros no, otra cosa. Alguien viene. Alguien me está hablando. « Mira. Mira lo que me has hecho hacer» .


RACHEL

Viernes, 5 de julio de 2013 Mañana

Hay una pila de ropa a un lado de las vías del tren. Una prenda de color azul cielo —una camisa, quizá—, mezclada con otra de color blanco sucio. Seguramente no es más que basura que alguien ha tirado a los arbustos que bordean las vías. Puede que la hayan dejado los ingenieros que trabajan en esta parte del trayecto, suelen venir por aquí. O quizá es otra cosa. Mi madre solía decirme que tenía una imaginación hiperactiva; Tom también me lo decía. No puedo evitarlo, veo estos restos de ropa, una camiseta sucia o un zapato solitario, y sólo puedo pensar en el otro zapato, y en los pies que los llevaban.

El tren se vuelve a poner en marcha con una estridente sacudida, la pequeña pila de ropa desaparece de mi vista y seguimos el trayecto en dirección a Londres con el enérgico paso de un corredor. Alguien en el asiento de atrás exhala un suspiro de impotente irritación; el lento tren de las 8.04 que va de Ashbury a Euston puede poner a prueba la paciencia del viajero más experimentado. El viaje debería durar cincuenta y cuatro minutos, pero rara vez lo hace: esta sección de las vías es antigua y decrépita, y está asediada por problemas de señalización e interminables trabajos de ingeniería.

El tren sigue avanzando poco a poco y pasa por delante de almacenes, torres de agua, puentes y cobertizos. También de modestas casas victorianas con la espalda vuelta a las vías.

Con la cabeza apoyada en la ventanilla del vagón, veo pasar estas casas como si se tratara del travelling de una película. Nadie más las ve así; seguramente, ni siquiera sus propietarios las ven desde esta perspectiva. Dos veces al día, sólo por un momento, tengo la posibilidad de echar un vistazo a otras vidas. Hay algo reconfortante en el hecho de ver a personas desconocidas en la seguridad de sus casas.

Suena el móvil de alguien; una melodía incongruentemente alegre y animada. Tardan en contestar y sigue sonando durante un rato. También puedo oír cómo los demás viajeros cambian de posición en sus asientos, pasan las páginas de sus periódicos o teclean en su ordenador. El tren da unas sacudidas y se bambolea al tomar la curva, y luego ralentiza la marcha al acercarse a un semáforo en rojo. Intento no levantar la mirada y leer el periódico gratuito que me dieron al entrar en la estación, pero las palabras no son más que un borrón, nada retiene mi interés. En mi cabeza, sigo viendo esa pequeña pila de ropa tirada a un lado de las vías, abandonada.

Tarde

El gin-tonic premezclado burbujea en el borde de la lata y yo me la llevo a los labios y le doy un sorbo. Agrio y frío. Es el sabor de mis primeras vacaciones con Tom. En 2005 fuimos a un pueblo de pescadores en la costa del País Vasco. Por las mañanas, nadábamos ochocientos metros hasta la pequeña isla de la bahía y hacíamos el amor en ocultas playas secretas. Por las tardes, nos sentábamos en un bar y bebíamos cargados y amargos gin-tonics mientras observábamos los partidos de fútbol de veinticinco personas por equipo que la gente jugaba aprovechando la marea baja.

Doy otro sorbo al gin-tonic, y luego otro: ya casi me he terminado la lata, pero no pasa nada, llevo tres más en la bolsa de plástico que descansa a mis pies. Es viernes, así que no tengo por qué sentirme culpable por beber en el tren. Por fin es viernes. La diversión comienza aquí.

Este fin de semana va a hacer un tiempo maravilloso. Eso es lo que han dicho. Sol radiante, cielos despejados. En los viejos tiempos, quizá habríamos ido a Corly Wood con comida y periódicos y nos habríamos pasado toda la tarde tumbados en una manta, bebiendo vino bajo la moteada luz del sol. O habríamos hecho una barbacoa con amigos. O tal vez habríamos ido al The Rose, nos habríamos sentado en la terraza y habríamos dejado pasar la tarde con los rostros encendidos a causa del sol y del alcohol. Luego habríamos regresado paseando a casa cogidos del brazo y nos habríamos quedado dormidos en el sofá.

Sol radiante, cielos despejados, nadie con quien jugar, nada que hacer. Vivir tal y como lo hago hoy día resulta más duro en verano, cuando hay tantas horas de sol y tan escaso es el refugio de la oscuridad; cuando todo el mundo está en la calle, mostrándose flagrante y agresivamente feliz. Resulta agotador y una se siente mal por no unirse a los demás.

El fin de semana se extiende ante mí, cuarenta y ocho horas vacías para ocupar. Me vuelvo a llevar la lata a los labios, pero ya no queda una sola gota.

Lunes, 8 de julio de 2013 Mañana

Es un alivio estar de vuelta en el tren de las 8.04. No es que me muera de ganas de llegar a Londres para comenzar la semana. De hecho, no tengo ningún interés en particular por estar en Londres. Sólo quiero reclinarme en el suave y mullido asiento de velvetón y sentir la calidez de la luz del sol que entra por la ventanilla, el constante balanceo del vagón y el reconfortante ritmo de las ruedas en los raíles. Prefiero estar aquí, mirando las casas que hay junto a las vías, que en casi ningún otro lugar.

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