La chica del tren
Alexandra MattosReseña10 de Septiembre de 2021
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¿Estabas en el tren de las 8.04? ¿Viste algo sospechoso? Rachel, sí. Rachel toma siempre el tren de las 8.04 h. Cada mañana lo mismo: el mismo paisaje, las mismas casas… y la misma parada en la señal roja. Son sólo unos segundos, pero le permiten observar a una pareja desayunando tranquilamente en su terraza.
Siente que los conoce y se inventa unos nombres para ellos: Jess y Jason. Su vida es perfecta, no como la suya. Pero un día ve algo. Sucede muy deprisa, pero es suficiente. ¿Y si Jess y Jason no son tan felices como ella cree? ¿Y si nada es lo que parece? Tú no la conoces. Ella a ti, sí.
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Paula Hawkins La chica del tren
Para Kate
Está enterrada debajo de un abedul, cerca de las viejas vías del tren. Un mojón —en realidad, poco más que una pila de piedras— señala su tumba. No quería que su lugar de descanso llamara la atención, pero tampoco podía dejarla sin ningún recordatorio. Ahí dormirá en paz, sin que nadie la moleste, sin ruidos salvo el canto de los pájaros y el rumor de los trenes.
Una por la pena, dos por la alegría, tres por una chica. Tres por una chica. Me he quedado atascada en el tres, soy incapaz de seguir.[1] Tengo la cabeza llena de ruidos y la boca llena de sangre. Tres por una chica. Oigo las urracas, están riéndose, burlándose de mí. Oigo su estridente carcajada. Una noticia. Malas noticias. Ahora puedo verlas, sus siluetas negras se recortan contra el sol. Los pájaros no, otra cosa. Alguien viene. Alguien me está hablando. « Mira. Mira lo que me has hecho hacer» .
RACHEL
Viernes, 5 de julio de 2013 Mañana
Hay una pila de ropa a un lado de las vías del tren. Una prenda de color azul cielo —una camisa, quizá—, mezclada con otra de color blanco sucio. Seguramente no es más que basura que alguien ha tirado a los arbustos que bordean las vías. Puede que la hayan dejado los ingenieros que trabajan en esta parte del trayecto, suelen venir por aquí. O quizá es otra cosa. Mi madre solía decirme que tenía una imaginación hiperactiva; Tom también me lo decía. No puedo evitarlo, veo estos restos de ropa, una camiseta sucia o un zapato solitario, y sólo puedo pensar en el otro zapato, y en los pies que los llevaban.
El tren se vuelve a poner en marcha con una estridente sacudida, la pequeña pila de ropa desaparece de mi vista y seguimos el trayecto en dirección a Londres con el enérgico paso de un corredor. Alguien en el asiento de atrás exhala un suspiro de impotente irritación; el lento tren de las 8.04 que va de Ashbury a Euston puede poner a prueba la paciencia del viajero más experimentado. El viaje debería durar cincuenta y cuatro minutos, pero rara vez lo hace: esta sección de las vías es antigua y decrépita, y está asediada por problemas de señalización e interminables trabajos de ingeniería.
El tren sigue avanzando poco a poco y pasa por delante de almacenes, torres de agua, puentes y cobertizos. También de modestas casas victorianas con la espalda vuelta a las vías.
Con la cabeza apoyada en la ventanilla del vagón, veo pasar estas casas como si se tratara del travelling de una película. Nadie más las ve así; seguramente, ni siquiera sus propietarios las ven desde esta perspectiva. Dos veces al día, sólo por un momento, tengo la posibilidad de echar un vistazo a otras vidas. Hay algo reconfortante en el hecho de ver a personas desconocidas en la seguridad de sus casas.
Suena el móvil de alguien; una melodía incongruentemente alegre y animada. Tardan en contestar y sigue sonando durante un rato. También puedo oír cómo los demás viajeros cambian de posición en sus asientos, pasan las páginas de sus periódicos o teclean en su ordenador. El tren da unas sacudidas y se bambolea al tomar la curva, y luego ralentiza la marcha al acercarse a un semáforo en rojo. Intento no levantar la mirada y leer el periódico gratuito que me dieron al entrar en la estación, pero las palabras no son más que un borrón, nada retiene mi interés. En mi cabeza, sigo viendo esa pequeña pila de ropa tirada a un lado de las vías, abandonada.
Tarde
El gin-tonic premezclado burbujea en el borde de la lata y yo me la llevo a los labios y le doy un sorbo. Agrio y frío. Es el sabor de mis primeras vacaciones con Tom. En 2005 fuimos a un pueblo de pescadores en la costa del País Vasco. Por las mañanas, nadábamos ochocientos metros hasta la pequeña isla de la bahía y hacíamos el amor en ocultas playas secretas. Por las tardes, nos sentábamos en un bar y bebíamos cargados y amargos gin-tonics mientras observábamos los partidos de fútbol de veinticinco personas por equipo que la gente jugaba aprovechando la marea baja.
Doy otro sorbo al gin-tonic, y luego otro: ya casi me he terminado la lata, pero no pasa nada, llevo tres más en la bolsa de plástico que descansa a mis pies. Es viernes, así que no tengo por qué sentirme culpable por beber en el tren. Por fin es viernes. La diversión comienza aquí.
Este fin de semana va a hacer un tiempo maravilloso. Eso es lo que han dicho. Sol radiante, cielos despejados. En los viejos tiempos, quizá habríamos ido a Corly Wood con comida y periódicos y nos habríamos pasado toda la tarde tumbados en una manta, bebiendo vino bajo la moteada luz del sol. O habríamos hecho una barbacoa con amigos. O tal vez habríamos ido al The Rose, nos habríamos sentado en la terraza y habríamos dejado pasar la tarde con los rostros encendidos a causa del sol y del alcohol. Luego habríamos regresado paseando a casa cogidos del brazo y nos habríamos quedado dormidos en el sofá.
Sol radiante, cielos despejados, nadie con quien jugar, nada que hacer. Vivir tal y como lo hago hoy día resulta más duro en verano, cuando hay tantas horas de sol y tan escaso es el refugio de la oscuridad; cuando todo el mundo está en la calle, mostrándose flagrante y agresivamente feliz. Resulta agotador y una se siente mal por no unirse a los demás.
El fin de semana se extiende ante mí, cuarenta y ocho horas vacías para ocupar. Me vuelvo a llevar la lata a los labios, pero ya no queda una sola gota.
Lunes, 8 de julio de 2013 Mañana
Es un alivio estar de vuelta en el tren de las 8.04. No es que me muera de ganas de llegar a Londres para comenzar la semana. De hecho, no tengo ningún interés en particular por estar en Londres. Sólo quiero reclinarme en el suave y mullido asiento de velvetón y sentir la calidez de la luz del sol que entra por la ventanilla, el constante balanceo del vagón y el reconfortante ritmo de las ruedas en los raíles. Prefiero estar aquí, mirando las casas que hay junto a las vías, que en casi ningún otro lugar.
Aproximadamente a medio camino de mi trayecto, hay un semáforo defectuoso. O, al menos, creo que está defectuoso, pues casi siempre está en rojo. La mayor parte de los días nos detenemos en él, a veces unos pocos segundos, otras durante minutos. Cuando voy en el vagón D —cosa que normalmente hago— y el tren se detiene en este semáforo —cosa que acostumbra hacer—, puedo ver perfectamente mi casa favorita de las que están junto a las vías: la del número 15.
La casa del número 15 es muy parecida a las demás casas que hay en este tramo de las vías: una casa adosada victoriana de dos plantas, con un estrecho y cuidado jardín que se extiende unos seis metros hasta la cerca, más allá de la cual hay unos pocos metros de tierra de nadie antes de llegar a las vías del tren. Conozco esta casa de memoria. Conozco todos sus ladrillos, el color de las cortinas del dormitorio del piso de arriba (beis, con un estampado azul oscuro), los desconchados de la pintura que hay en el marco de la ventanilla del cuarto de baño y las cuatro tejas que faltan en una sección del lado derecho del tejado.
También sé que a veces, en las cálidas tardes de verano, los ocupantes de esta casa, Jason y Jess, salen por la ventana de guillotina para sentarse en la terraza que han improvisado sobre el tejado de la extensión de la cocina. Se trata de una pareja perfecta. Él es moreno y fornido. Parece fuerte, protector y amable. Tiene una gran sonrisa. Ella es una de esas mujeres pequeñas como un pajarillo, muy guapa, de piel pálida y pelo rubio muy corto. La estructura ósea de su rostro le permite llevarlo así: prominentes pómulos salpicados de pecas y marcada mandíbula.
Mientras estamos parados en el semáforo en rojo, echo un vistazo por si los veo. Por las mañanas, Jess suele estar en el jardín tomando café, sobre todo en verano. A veces, cuando la veo ahí, tengo la sensación de que ella también me ve a mí y me entran ganas de saludarla. Soy excesivamente consciente de mí misma. A Jason no lo veo tan a menudo porque suele estar de viaje de trabajo. Pero incluso si no están en casa, suelo pensar en lo que deben de estar haciendo. Esta mañana puede que se hayan tomado el día libre y ella esté tumbada en la cama mientras él prepara el desayuno, o quizá se han ido a correr juntos, porque ése es el tipo de cosas que hacen. (Tom y yo solíamos salir a correr juntos los domingos; yo lo hacía a un ritmo un poco más rápido de lo habitual en mí y él mucho más lento, así podíamos ir los dos juntos). Tal vez Jess está en la habitación de sobra del piso de arriba, pintando, o quizá están duchándose juntos, ella con las manos contra las baldosas y él sujetándola por las caderas.
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