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Relato Lirico


Enviado por   •  8 de Abril de 2013  •  1.978 Palabras (8 Páginas)  •  331 Visitas

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INOCENTE

Coincidió con su estado de ánimo la muerte de la última de las ballenas; quizás por eso, sólo quizás, nadie notó el gris opaco de sus ojos ni la fealdad que obligaba el gesto adusto y triste. La población lloraba tardía el último fracaso de la humanidad, anticipado desde cuatro años atrás cuando la ballena hembra había varado en las costas del sur, y pisaba cabizbaja y ausente las baldosas quebradas de las veredas del centro, mientras Abril, silenciosa y seria, repetía las palabras que suponía habían sido murmuradas para ella: "Eres inocente cuando sueñas".

El mundo se había detenido después de las cuatro palabras y lo que continuó cantando el viejo hombre frente al piano, con una voz ronca que desfiguraba todo fraseo a un murmullo oscuro, se perdió en senderos confusos detrás de una niebla sin tiempo. "Eres inocente cuando sueñas", fue su susurro, "inocente", cuando buscó un rostro a quien dirigir las palabras, sintiéndolas, extremeciéndose, despertando apenas de su íntimo letargo; y a Abril no le parecía inocente que le rostro elegido hubiera sido el suyo.

—Me pisabas papá, caminabas sobre mi cuerpo y yo sentía las suelas de tus botas en mi pecho.

—¿Te hacía doler?

—No, porque yo era una montaña. Era una montaña hermosa con piedras, nieve, y árboles que nacían bajo mi piel. Era una montaña y desde la cima te llamaba a gritos.

—¿Y yo que hacía?

—Vos estabas desesperado. Trepabas corriendo tropezándote con todo y repetías mi nombre sin pausa.

—¿Y después?

—Después escalabas hasta mi cara pero no te dabas cuenta. Yo sabía que a mis espaldas se escondía un precipicio pero no te avisaba. Entonces llegaste corriendo y agitado hasta mis ojos pero no me sabías ver.

—¿No te sabía ver?

—No. Tropezabas de nuevo papá, trastabillabas y caías al vacío soltando un grito horrible. En ese momento me desperté.

Sudaba cuando recordaba el sueño y había sudado entonces, junto a su padre, cuando confesaba lo que la atormentaba, que no era algo nuevo, sino una continua repetición de un mismo sueño con distintos escenarios. Sabía que su padre se obligaba a disimular la mueca de temor y entendía sin palabras que el temblor de la mano que la acariciaba desmentía los consuelos que él utilizaba para calmarla.

Entró al bar y buscó una mesa alejada. La gente observaba extasiada el televisor donde una grúa inmensa movía el cadáver descomunal de la última ballena. Un silencio imposible reinaba en el ambiente sólo quebrado, cada tanto, por algún sollozo y algún comentario tardío y lastimero. Cuando el mozo se acercó, casi sintió pudor del eco que las palabras "un café con leche" producirían.

—Arlt no comprendió nada— dijo súbitamente el cojo acaparando las miradas de los que compartían su mesa —. Él escribió la historia de Rigoleto, el jorobadito, como si fuera ficción, cuando en realidad debe haber escuchado la historia en algún bar. Quizás no la creyó, no sé… pero lo cierto es que Rigoleto existió— sermoneó el cojo sabiéndose dueño de la atención general —. El jorobadito fue mi tío— Fue la sentencia y una estruendosa carcajada ocupó la atención de los que bebían en el bar y en silencio observaban lo que paulatinamente se había ido transformando en un ritual de velorio.

Abril se robó a si misma una sonrisa y luchó por aferrarse a la conversación de la mesa vecina, pero un recuerdo la obligó a desistir. Sintió un escalofrío que se confundió sin prisa con una sensación de plenitud. En aquel sueño ella nadaba, sumergía su cuerpo en el agua y sentía que cada roce del mar era una caricia. Nada había alrededor más que las estelas que sus movimientos provocaban. Luego hundía la cabeza y sus brazos comenzaban a empujarla con suaves impulsos hacia las profundidades. No necesitaba respirar, avanzaba como si bailara sobre el fondo de las transparentes aguas y distraía su mirada en las oscilaciones de las algas, en los efímeros pasos de las estrellas de mar y en las eléctricas reacciones de pequeños peces anaranjados. Mientras tanto, el agua la acariciaba con una ternura que pocas veces logró volver a sentir. Entonces la alertaban los alarmados gritos de su padre y ella lo descubría nadando con torpeza, apresurado. En vano se obstinaba en demostrarle que no había peligro, que no necesitaba respirar. Cuando su padre al fin lograba alcanzarla, con un veloz giro intentó alejarse para invitarlo a un juego; fue en ese instante que le dolieron sus piernas golpeando con algo y sin asombro descubría que una inmensa y fuerte cola de pescado se extendía hasta terminar su cuerpo. Su padre yacía sobre las algas dormido, desmayado. Infructuosamente procuraba alzarlo para elevarlo hasta la superficie pero sus brazos no podían asirlo. Pesaba y resbalaba, se escurría entre sus manos como la misma agua. Entonces despertó.

Llevó la taza de café con leche hasta sus labios y creyó recordar gesto a gesto la transformación del rostro de su padre cuando sentada en la cama y sudando le había relatado el sueño.

—Por mi se pueden ir bien a la mierda— fueron las palabras del cojo mientras avanzaba velozmente entre las mesas con su única pierna y una nueva carcajada colmaba los rincones silenciosos de bar.

—Es todo un personaje este peruano— dijo alguien en la mesa luego de unos segundos.

—No sabía que era peruano— respondió otro.

—Según él, nació en Puno, una ciudad a orillas del lago Titicaca, y vivió en unas islas de caña, que parece ser que flotan a la deriva, hasta que tuvo que huir.

—¿Huir de qué? – Preguntó el mismo que había hablado antes.

—Estafaba a los turistas— respondió el hombre riendo—. Así como lo ves, se las rebuscaba para quitarle plata a los incautos viajeros ofreciéndose para no sé que extrañas diligencias. Según sus propias palabras lo persiguió una turba por las calles de la ciudad que lo obligó a saltar a un bote y largarse por el lago a Bolivia.

—Escatológico— dijo un tercero y las risas volvieron a ocupar la atención del bar.

Abril encendió un cigarrillo. La historia del cojo había logrado distraerla por un momento pero

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