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ENSAYO DEL ARTICULO 32 DECRETO REGLAMENTARIO 2649 DEL 29 DICIEMBRE 1993.

kendybedon7 de Abril de 2012

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ETICA ANIMAL E IDEA DE PERSONA

Carlos BEORLEGUI

1. Aumento de la sensibilidad ecológica.

La sensibilidad ecológica parece ser una característica de nuestro tiempo,

sensibilidad que abarca múltiples aspectos, como son la preocupación por los residuos

tóxicos, la polución ambiental, la destrucción de capa de ozono, la disminución de la

reserva de materias primas, y la especial sensibilidad sobre el maltrato animal y la

defensa de los denominados “derechos de los animales”. A más de un lector le parecerá

que se trata de un tema menor, o propio de cierto público snob que se apunta a temas

raros, de moda pasajera, o a causas perdidas. La verdad es que en relación a esta

temática nos encontramos con dos posturas extremas: la de quienes piensan que se trata

de un tema sin importancia, y la de quienes se convierten a él como si fuera una nueva

religión, y a la que llegan a dedicar incluso su vida entera. Vamos a adoptar en estas

líneas una postura intermedia, mostrando su importancia, pero también su relatividad.

Nos hallamos ante un tema de palpitante actualidad y de evidente importancia, que

poco a poco está influyendo, y lo hará de forma cada vez más importante, en una

redefinición de nuestra forma de vernos como seres humanos y como habitantes del

planeta (nuestra casa) en el que vivimos. Para los especialistas en ética ecológica, se

trata de “uno de los sectores más dinámicos de la reflexión práctica” (GÓMEZ-HERAS,

2000, XI). Por eso mismo, puede entenderse de múltiples modos, desde un punto de

vista crítico y distante del antropocentrismo tradicional, pero también desde un

planteamiento concordante y complementario al mismo. De todos modos, no es mi

intención estudiar y referirme al conjunto de la denominado ética ecológica, sino

referirnos exclusivamente al problema de los denominados derechos de los animales o

ética animal, y sus directas repercusiones sobre la redefinición de lo humano,

consecuente con el nuevo estatus concedido al resto de los animales, según defiende

este planteamiento ético.

2. La relación hombre-animal.

El ser humano se ha visto desde antiguo, a la hora de definirse a sí mismo y aun

antes de la aparición del paradigma evolutivo, como un animal, aunque racional,

poseedor de racionalidad consciente. Así lo definían los griegos, diferenciando entre el

género próximo (animal) y la diferencia específica (racional). Es, pues, el animal que

sabe del mundo y de su propia realidad de un modo reflejo. Ahora bien, sólo desde las

tesis de Darwin sobre selección natural como clave de la evolución hemos sido

conscientes de nuestra pertenencia al mundo de la biosfera, superándose de este modo

una visión estática del origen y de la correlación de la especies, según el planteamiento

del naturalista Linneo, así como una interpretación literal del Génesis, según la cual el

ser humano habría sido creado directamente por las manos del Creador y dotado de un

soplo de vida espiritual (alma). Somos, pues, una especie animal más, aunque animales

muy especiales.

La cuestión polémica ha consistido siempre en saber si nuestra diferencia con el

resto de los animales era sólo cuantitativa, o más bien cualitativa. Desde planteamientos

religiosos y humanistas se ha acentuado la diferencia, la especificidad de lo humano

frente al resto de los integrantes de la biosfera. En cambio, la tendencia de amplios 2

sectores de las ciencias naturales y humanas se ha orientado más bien a un rebajamiento

de lo humano en aras a su acercamiento a la realidad animal. Cuando surgen las

primeras investigaciones etológicas, en las primeras décadas del s. XX, de la mano de

W. Köhler, K. Lorenz, Tinbergen, Eibl-Eibesfeldt, Thorpe, K. von Frisch y otros, la

motivación de fondo de estas investigaciones se centraba en intentar aprender de los

animales en nuestras pautas de conducta, porque “si no todo el hombre está en el

animal, sí todo el animal está en el hombre” (Lorenz). De ahí que se tienda a considerar

que el mundo de lo biológico es un ámbito perfecto, configurado por un conjunto de

leyes perfectas y probadas por la historia evolutiva, mientras que la cultura humana, en

la medida en que se halla apoyada en la libertad y en el aprendizaje permanente, está en

permanente inestabilidad, poniendo en peligro de desaparición a toda la especie. No en

vano somos un “animal deficiente” (Gehlen), una “enfermedad de la naturaleza”

(Nietzsche), por lo que tenemos que aprender con mucho esfuerzo a sobrevivir y a salir

adelante en esta dura lucha por la vida.

El modo como el ser humano ha entendido y vivido su relación con los animales ha

sido muy diverso a lo largo de los siglos, dependiendo de la cosmovisión religiosa de

fondo. Las religiones orientales han tendido a entender al ser humano integrado como

una realidad más dentro de la naturaleza, acorde a una concepción más mística y

divinizadora de la naturaleza. En cambio, la cosmovisión judeocristiana ha insistido

permanentemente en secularizar el mundo y la naturaleza, desmitificándola,

desdivinizándola y convirtiéndola en una creatura de Dios. El relato del Génesis con el

que comienza la Biblia quiere dejar bien claro precisamente que el mundo y todo lo que

contiene es hechura, obra de Dios. Y dentro del mundo, el hombre es la creatura más

valiosa, en la medida en que posee la centralidad ontológica y ética respecto a las demás

realidades del mundo. Todo queda sometido a su cuidado y protección. Desde la nueva

sensibilidad ecológica, se ha querido ver en esta tendencia cosmovisional (GAFO, J.,

1999) el origen y el apoyo teórico de un incorrecto y nefasto antropocentrismo (a

corregir en la actualidad), que habría dado al ser humano carta blanca para des-animar y

des-mitificar a la biosfera y a la ecosfera, reduciéndola a simple material disponible para

la voracidad del economicismo capitalista en el que nos encontramos en la actualidad.

El resultado es evidente: agotamiento de las materias primas, polución ambiental

inaguantable, destrucción del equilibrio ecológico, y riesgo serio de supervivencia de

todo el sistema vivo del planeta Es cierto que el mundo del Génesis se configura sobre

claras bases antropocéntricas, situando al ser humano en el centro de la creación, y al

frente del resto de las especies vivas. Todas ellas pasan delante de Adán que les irá

“poniendo nombre”, con todo lo que de actitud de dominio supone este hecho en la

mentalidad judía. Ahora bien, esta presentación de la realidad del mundo y del ser

humano, que conlleva dos elementos clave: la secularización del mundo y la defensa de

la dignidad humana, puede interpretarse de dos formas muy diferentes. La primera ha

llevado, en su extremosidad, a desmitificar y des-animar al universo, convirtiéndolo en

un mero depósito de materias primas y un arsenal de enriquecimiento económico. Así lo

ha entendido la tendencia extrema del racionalismo ilustrado occidental, que en el

ámbito intelectual ha generado el cientifismo y el positivismo, y en el económico-social,

el capitalismo. Pero puede perfectamente compaginarse la mentalidad judeocristiana

con una sensibilidad ecológica y defensora de los animales, aunque sin caer en una

disolución de lo humano en el continente de la biosfera, ni defender lo que podríamos

denominar un humanismo trans-antropocéntrico (BEORLEGUI, C., 2001).

De todos modos, en el ámbito de la cultura occidental se han dado dos

sensibilidades o paradigmas distintos, el racionalista o antiguo, y el emotivista o

moderno, y estaríamos en el inicio de uno nuevo, síntesis de los dos anteriores 3

(GRACIA, D., 2002). El racionalista sitúa la diferencia entre el hombre y los animales

en la razón, como defiende Aristóteles en la Política. Una consecuencia de ello es la

preterición de los sentimientos, considerándolos como algo negativo y irracional. En

cambio, en el paradigma moderno emotivista, nacido a partir del siglo XVIII, los

sentimientos y las emociones comienzan a cobrar una gran importancia en la vida

humana. Ello va a tener profundas repercusiones tanto en la concepción de la

racionalidad, como también en el ámbito de la ética y, en especial, en el tema que nos

ocupa de la ética animal. En efecto, en un modelo de racionalidad aséptica y pura, como

la griega y la ilustrada, los sentimientos constituyen una realidad espúrea y un estorbo

para la consecución de la verdad, de tal modo que no se admite más razonamiento que

el claro y apodíctico. En cambio, en el paradigma emotivista van adquiriendo también

importancia el razonamiento dialéctico y el retórico, donde los sentimientos y el

empeño por convencer al otro van cobrando una gran importancia. Esto traerá también

una gran importancia para la fundamentación

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