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Enviado por   •  17 de Diciembre de 2013  •  10.251 Palabras (42 Páginas)  •  260 Visitas

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El indigenismo como espejo de la nación

Comentario a “Los dilemas del pluralismo brasilero”

Myriam Jimeno Profesora del Departamento de Antropología Investigadora Centro de Estudios Sociales CES Universidad Nacional de Colombia mjimenos@unal.edu.co

Álcida Ramos nos propone en su texto el indigenismo como concepto que ayuda a dar cuenta de la relación entre las sociedades indígenas y las sociedades nacionales latinoamericanas. Vale la pena detenerse en este concepto pues entre nosotros el indigenismo es un término con una connotación mucho más es- trecha. Para Alcida Ramos el indigenismo es aquel conjunto múltiple de ideas y prácticas concernientes a la incorporación de los indios al Estado nacional (ver también Indigenism. Ethnic Politics in Brazil, 1998). Por lo tanto, el indigenismo no sólo incluye la acción propiamente estatal, sino también la prolífica creación de imágenes y prácticas de la población nacional hacia los indios. Es decir, desde las representaciones románticas sobre el indio prísti- no y aniñado, hasta las del salvaje amenazante con las prácticas correspondientes.

En Colombia, el término indigenismo hace referencia a la po- lítica institucional hacia las sociedades indígenas, mientras Alcida dirige su mirada hacia una relación compleja y plagada de con- tradicciones. En esta perspectiva, el indigenismo es un resultado, un constructo ideológico del cual participan los indios y los miem- bros no indios de la sociedad nacional, los agentes institucionales tanto como las gentes del común. Lo que para ella caracteriza ese constructo es que en él intervienen factores múltiples y contra- puestos en torno al lugar social de la interetnicidad. Es decir, es un campo de luchas políticas étnicas del cual participa la nación entera.

Pero no todos participan de la misma manera. Ramos en su trabajo nos dice que los agentes de la conformación nacional brasi- leña afirmaron como premisas de la nacionalidad la unidad territo- rial y lingüística, y destaca una tercera premisa, la supuesta igual- dad resultante de la combinación de tres “razas”, la blanca, la india y la negra. Así, un primer producto del indigenismo del Estado republicano brasileño es la “ficción”, así la llama Ramos, de una feliz resultante de la fusión de las tres razas. Como toda ficción que aspira a perdurar, ésta ha sufrido un proceso de renovación y debe alimentarse de manera continua. Pero también ha sido confronta- da, desafiada, y resignificada, pues no actúa sobre un vacío social, sino entre agentes sociales con visiones e intereses contradicto- rios. Y en esa lucha incesante muchas veces queda en evidencia el terreno resbaladizo sobre el cual pretende fundarse.

Alcida nos da ejemplos de la acción institucional y de la de otros nacionales para alimentar la ficción de la homogeneidad ra- cial y de las muchas contradicciones en que se incurre; por ejem- plo, el Estado brasileño formuló políticas y propuso imágenes integracionistas a lo largo siglo veinte, las cuales dejaban translucir que la imagen deseable era la fusión social en el “blanqueamiento”. Es decir, la disolución de la etnicidad en una categoría nacional homogénea. Como si pudiera decirse, una plurietniciad sin etnias.

Pero, de manera simultánea, el mismo Estado desarrolló fuertes medidas y acciones segregacionistas, por ejemplo, sobre el territo- rio indio. Esto se plasmó en una prolongada política de tutelaje o protección del indio por el Estado, donde el indio fue colocado como un débil social que requiere de la protección estatal. Así, mientras una fuerza tiende a la asimilación en nombre de la “emancipación” liberal, la otra apunta al confinamiento, a la vigilancia y al control ejercido por misioneros y otros agentes sociales. También entre las gentes de común se asoma la contradicción, pues mientras se usa la expresión “mi abuela fue cogida a lazo”, siempre se la mantiene a prudente distancia temporal.

Para hacer aún más contradictorio el destino de la plurietnicidad, en los años ochenta pasados se fortaleció el desafío de los propios movimientos indios y de sectores tales como algunos intelectuales. Los movimientos indios en el Brasil, y creo que esto es extensivo a la mayoría de los países latinoamericanos, aprove- charon coyunturas políticas nuevas en las cuales sus reclamos podían ventilarse en escenarios locales e internacionales con un cierto eco. En un artículo de hace algunos años (Jimeno, 1996) propuse que en el caso de Colombia, el movimiento indígena logró hacer de sus reclamos por territorio, no sólo el eje de una nueva identidad étnica, sino también el puente entre lo local y lo global. La idea del territorio permitió que las necesidades prácticas de sub- sistencia de grupos particulares se convirtieran en recursos sim- bólicos para comunicarse de manera bastante efectiva entre las organizaciones indias y con el escenario mundial.

Ramos nos muestra que los movimientos indios del Brasil ape- laron con éxito a la preocupación gubernamental -en buena parte en época de la dictadura militar- con respecto a su buena imagen y a la sensibilidad internacional sobre las garantías estatales a los derechos humanos. Allí, como en Colombia, las organizacio- nes no gubernamentales sirvieron como “switches políticos” entre demandas locales y escenarios globales, combinando factores lo- cales con coyunturas internacionales. Durante las décadas pasa- das, en uno y otro país, los movimientos indios obtuvieron reco- nocimientos constitucionales que son apenas una parte de una relocalización política y simbólica más amplia de las sociedades indias dentro de cada Estado nacional. Sobre estos logros los mo- vimientos indios han continuado el arduo trabajo de afirmación político cultural. Pero, cabe la pregunta, ¿si esto es así, por qué el pluralismo continúa sostenido sobre un terreno resbaladizo, pla- gado de ambigüedades y contradicciones? ¿Es la estructura de interetnicidad descrita por Ramos específicamente brasileña, pro- ducto particular de los vínculos entre conquistadores portugue- ses y los forjadores de la nueva nación brasileña (Ramos en este volumen pp. 19-20)?¿O, además de sus innegables peculiarida- des históricas luso brasileñas, los dilemas del pluralismo son di- lemas que se hacen presentes en la estructura misma de los mo- dernos Estados nacionales?

Zygmund Bauman en su libro La cultura como praxis (2002) sostiene que se “puede hablar de la incurable condición paradójica de la idea de cultura” (pp. 23) y propone que la ambivalencia nu- clear del concepto de ‘cultura’ refleja la ambivalencia de la exis- tencia moderna. Específicamente, dice, la idea de cultura fue una invención histórica impulsada por la necesidad de asimilar una experiencia histórica particular, pese a ello, la cultura se propone como una “propiedad universal de todas las formas de vida hu- mana” (Ibíd). Se supone que la cultura es una condición univer- sal y de todos los tiempos, pero que singulariza a un grupo y lo distingue de otros. Para Bauman en esta concepción acuñada en Europa moderna se instala un doble rasero. Por un lado se apun- ta a la libertad del hombre como creador del mundo, y por el otro, a las restricciones “necesarias”, a los límites y las constricciones que provienen de pertenecer a una cultura y de las mismas rela- ciones sociales.

Esta ambigüedad se extiende hasta los límites de la aceptación de la libertad de otros para ser lo que son. Bauman cita a H. G. Wells quien al comienzo del siglo veinte afirmaba que “los enjam- bres de gentes negras, morenas, mestizas y amarillas” que no cum- plen con los elevados criterios para la reafirmación humana “tie- nen que desaparecer” (2002, pp.19). Pocos, dice Bauman, se atrevieron a ir tan lejos como Nietzche al revelar el doble rasero cuando afirmó que “la gran mayoría de los hombres no tiene dere- cho a la existencia y son, por el contrario, una desgracia para los hombre superiores” (cit. en Bauman, pp.19).

Una versión menos cruda pero no menos reveladora de la condición paradójica del concepto de cultura, nos es familiar a los antropólogos con el largo y renovado debate sobre el relativismo cultural. ¿Hasta dónde relativizar las prácticas culturales de los grupos humanos y cuáles son sus límites? Me parece que Norbert Elias nos permite avanzar un poco más en este orden de ideas.

En un texto llamado “Una disgresión sobre el nacionalismo. Historia de la cultura e historia política” (En Os Alemaes, 1997 [1961-62], traducción mía de la versión en portugués) Elias mostró que la pretensión humanista y universalista de la noción de cultura correspondía a la autoimagen y a los ideales de las elites de la clase media alemana en el siglo dieciocho. Correspondía a la manera como ellos se concebían a sí mismos dentro del desarrollo de la humanidad. Los intelectuales de las clases medias francesas o bri- tánicas no compartieron el mismo concepto de cultura, pero sí la misma confianza en el futuro. Estos eran sectores sociales en as- censo en Europa, en vías de consolidación bajo una nueva forma política, los Estados nacionales. La “cultura” representaba la esfe- ra de su libertad y de su orgullo, y se oponía a la política de la autocracia. Elias dice que cuando Schiller, quien fue uno de los grandes propagadores del concepto de cultura, presentó un dis- curso en una universidad alemana en 1789, señaló con plena con- fianza que la “cultura” había avanzado. Para resaltar el avance cul- tural lo hizo por comparación con la rudeza y crueldad de la vida en muchas sociedades primitivas y mirando al conjunto de la his- toria humana. Con el tiempo, y en la misma medida de la consoli- dación política de las nuevas clases, los intelectuales le retiraron al concepto de cultura sus connotaciones políticas y acentuaron la cultura como aquello que particulariza las naciones. Con ello acen- tuaron la ambivalencia del concepto.

Elias contrapone al discurso de Schiller otro realizado en Jena, en 1884, por Dietrich Shäffer donde éste dice que ahora “la nacio- nalidad tomó el lugar de la humanidad” y que “al esfuerzo por rea- lizar una cultura humana de carácter universal siguió la consoli- dación de una cultura nacional” (citado en pp. 127, traducción mía de la versión en portugués). Las implicaciones de esa “nacionaliza- ción de la cultura” fueron múltiples. Por ejemplo, un cambio de orientación intelectual, pues antes era hacia el futuro promisorio, ahora lo era hacia el pasado heroico, hacia el origen. La cultura se hizo así coextensiva con los límites del Estado nacional y como él, con pretensiones de permanecer en el tiempo. La cultura dejó de referirse, como lo hacía Schiller, a un proceso, para referirse a los “atributos inmutables y eternos de una nación” (Elias, cit. pp. 130), se redujo a la “cultura nacional” y se la concibió como una entidad homogénea.

Encuentro en ese trazado histórico que nos ofrece Elias una clave para entender las dificultades de la multiculturalidad en los modernos Estados nacionales latinoamericanos. Me interesa des- tacar que esta reorientación del concepto de cultura se produce de la mano del fortalecimiento de los intereses de los Estados nacio- nales para quienes las ideologías nacionalistas son básicas. Para el nacionalismo existe una dificultad intrínseca en la asimilación de la pluralidad cultural. Existe una dificultad para manejar la multietnicidad, puesto que las connotaciones universalistas o relativistas deben subordinarse a los intereses nacionalistas, de manera que la diversidad cultural puede ser vista por el Estado, en cualquier momento, como un peligro para la unidad nacional. Bas- ta con dar una ojeada a las resistencias que ha despertado cada reconocimiento de la pluralidad étnica en Colombia, sea el de las sociedades indígenas o negras.

Algunos autores (Colom, 2002) han destacado que el valor del reconocimiento de la diversidad cultural o del multiculturalismo es el valor de rechazar la dominación de una cultura sobre otras. Pero una vez afirmada esa idea, surgen las dudas respecto de qué se está hablando: ¿De pluralismo lingüístico? ¿De las reivindicacio- nes de género?¿De igualdad política étnica, de pluralismo jurídico? Colom afirma que el término de multiculturalismo ha perdido su capacidad para designar un corpus analítico o ideológico concreto pese a que alude al pluralismo cultural. Tal vez, como lo propone Bauman, el multiculturalismo es un hijo tan ambigüo y paradójico como su padre, el término cultura.

Así, las luchas por el reconocimiento de la diversidad étnica y cultural parecen ser necesariamente luchas permanentes, de largo aliento, como permanente es la ambigüedad de los Estados nacio- nales frente al diversidad cultural y étnica. Este razonamiento su- giere también que los dilemas del pluralismo brasileño son los dile- mas de los estados nacionales, con todo y la coloración de cada sociedad. Conceptos como el indigenismo nos ayudan a compren- der estos dilemas que no son meros juegos entre abstractos sino luchas muy concretas de grupos humanos.

Maguaré 18: 33-58 (2004)

La vocación crítica de la antropología latinoamericana

Myriam Jimeno Departamento de Antropología Centro de Estudios Sociales CES Universidad Nacional de Colombia mjimenos@unal.edu.co

Resumen

Este artículo argumenta que la condición histórica de co-ciudadanía entre el antropólogo y sus sujetos de estudio en países como los latinoamericanos impulsa la creación de enfoques cuya peculiaridad es un abordaje crítico de la producción de conocimiento antropológico. Ello es así porque la construcción de conocimiento antropológico se realiza en condiciones donde el Otro es parte constitutiva y pro- blemática del sí mismo y ello implica un esfuerzo peculiar de conceptualización. Cada generación de antropólogos latinoamericanos -ejemplificados en este caso por antropólogos mexicanos y brasileños- problematiza a su manera la relación entre los antropólogos y el Otro y se preocupa por las consecuencias sociales de los estudios realizados. Los conceptos producidos para dar cuenta de la relación entre las sociedades indígenas y los estados nacionales sirven para mostrar esa vena crítica que hoy se renueva con nuevos temas y nuevos sujetos de estudio. Así, se trata de enfocar la estrecha relación existente en Latinoamérica entre la produc- ción teórica y el compromiso con las sociedades estudiadas en la cual las socieda- des estudiadas no son entendidas como mundos exóticos, aislados, lejanos o fríos, sino copartícipes en la construcción de nación y democracia en estos países.

Palabras clave: Historia de la antropología, antropología latinoamericana, relación sujeto-objeto en antropología

CRITICAL VOCATION OF LATIN AMERICAN ANTHROPOLOGY

Abstract

This article argues that Latin American historical co-citizenship bringing anthropologists and subjects of study together stimulates critical approaches in the production of anthropological knowledge. In this process of anthropological production “the other” is both, a constitutive and dialectic part of “oneself”. Each generation of anthropologists –examples borrowed from Mexican and Brazilian anthropologists- problematizes in their own way their relationship with “the other” as well as the social consequences of their research. Theoretical discussions concerning the relationship between indigenous societies and national states, for instance, are useful to show this critical vocation refreshed today with new topics and new subjects of study. This closed relationship between theoretical production and commitment results from the fact that people studied have never been viewed as exotic, isolated, distant or cold but co-participants in the processes of nation building and democracy.

Key words: History of Anthropology, Latin American Anthropology, Anthropologist-subject relationship

INTRODUCCIÓN1

El conocimiento antropológico se construye con base en mapas de alteridad informados por teorías del Otro en vez de teorías del sí mismo, nos plantea una de las tendencias más relevantes de la antropología contemporánea (Das 1998). Argumento en este artí- culo que la condición histórica de co-ciudadanía entre el antropólogo y sus sujetos de estudio en países como los latinoamericanos im- pulsa la creación de enfoques cuya peculiaridad es un abordaje crítico de la producción de conocimiento antropológico. Ello es así porque la construcción de conocimiento antropológico se realiza en condiciones donde el Otro es parte constitutiva y problemática del sí mismo. La condición de vecindad sociopolítica entre los sujetos de estudio y los antropólogos se ha traducido en una producción teórica con acentos propios que busca dar cuenta de la presencia perturbadora de Otros.

La antropología latinoamericana es ejemplificada en este caso por las antropologías mexicana y brasileña pues permiten ilustrar bien la argumentación sobre la estrecha relación entre la produc- ción teórica y el compromiso con las sociedades estudiadas. A través de algunos de los conceptos acuñados por varias generaciones de antropólogos es posible observar la puesta en cuestión de la relación entre los antropólogos y los estudiados y el interés por cuestionar las jerarquías sociales en las cuales se inscriben los sujetos de estu- dio. No me detendré en un concepto en particular ni en la historia específica de la antropología en estos países, sino más bien en la constelación de conceptos acuñados tales como los de indigenismo, fricción interétnica o transculturación, pues todos ellos responden a la preocupación por comprender los pueblos estudiados no como mundos exóticos, aislados o lejanos sino como parte del problema de construcción de nación y ciudadanía. Esa búsqueda conceptual de los antropólogos hace parte de un campo intelectual amplio, atra- vesado por polémicas teóricas con implicaciones prácticas, y que incluye a la producción literaria y artística. He escogido el tema de la conceptualización sobre las sociedades indígenas pues por la impor- tancia que tuvo en la consolidación de la disciplina en la región cuenta

1

Agradezco a los colegas colombianos Álvaro Román y Jaime Arocha sus sugerencias

y los materiales que me permitieron retomar el indigenismo de décadas pasadas y el aporte de los estudios de negritudes.

Con un cuerpo apreciable de producción pese a que ya no tiene la centralidad de antaño.

Vivimos un momento en el cual algunas tendencias críticas en Latinoamérica, inspiradas por similares metropolitanas, proponen reconceptualizar categorías básicas de la antropología y pretenden fundar o iniciar el pensamiento crítico contra una pretendida lla- nura de auto complacencias. Subyace allí la idea de que en los países periféricos o no se produce teoría en antropología o esta es una transplante de las tendencias teóricas creadas en los centros metropolitanos. Estas propuestas reproducen una muy tradicional postura frente a la generación de conocimiento en países de la pe- riferia pues ignoran la historia de su producción y a sus propues- tas las considera como irrelevantes. Según este enfoque incluso la crítica nos llega de fuera y no hacemos más que adaptarla o exten- derla. Al tomar de forma acrítica las propuestas críticas desarrolla- das en la antropología metropolitana no sólo las asumen como in- telectualmente superiores ignorando la historia de la producción de conocimiento en Latinoamérica, sino que subvaloran el conoci- miento como producción socialmente insertada.

El pensamiento social latinoamericano a lo largo de su consti- tución ha estado atravesado y ha sido repetidamente sacudido por polémicas intelectuales que son al mismo tiempo formas de enten- der al Estado, la nación y la democracia, y como tales se plasman en instituciones, legislaciones y oportunidades de vida para secto- res de la sociedad. Cada generación de antropólogos latinoameri- canos y cada comunidad nacional ha dado un tinte propio a esa producción, cuyos resultados son teóricos tanto como prácticos. Esta vocación crítica no se restringe a la antropología ni a las cien- cias sociales y en cierta forma puede proponerse que se extiende desde las artes hacia éstas dada una larga vecindad entre las artes y las ciencias sociales en América Latina, como nos lo recuerda Mariza Peirano para Brasil (1990). En la historia de las naciones latinoamericanas las artes, en especial la literatura, han sido fuen- te privilegiada de imágenes nacionales. Esta función constitutiva le dio a la producción literaria un peso social y un compromiso particular con la realidad social. Arturo Arias propone que la lite- ratura latinoamericana ha tenido una misión de denuncia y trans- formación, “una función testimonial de las aspiraciones colectivas” (1994: 760). La antropología latinoamericana ha compartido y en cierta medida ha heredado esa lucha constitutiva y su veta crítica.

En forma similar a lo que ha ocurrido en la literatura latinoameri- cana podemos decir que situarse universalmente pasa en la antro- pología latinoamericana por indagar propuestas discursivas con las cuales dibujar nuestra fisonomía particular.

Para desarrollar la argumentación me sustentaré en la produc- ción brasileña y mexicana, pero podría hacerlo con la peruana, la ecuatoriana o la colombiana. Esta última tiene ya una historia acu- mulada desde sus inicios en 1943; presenta un cuerpo consolida- do de producción cuyos rasgos centrales se articulan alrededor de un fuerte vínculo interactivo entre los estudiosos y la realidad es- tudiada y una plasticidad que la ha llevado a incorporar una plura- lidad de sujetos y metodologías de trabajo. Ha estado temprana- mente involucrada en variados debates con efectos que van desde la modificación constitucional de 1991 hasta las políticas sobre minorías indígenas y negras (Jimeno, 1999: 59). No me detendré ahora en ella pues ya lo he hecho recientemente2.

LA ANTROPOLOGÍA LATINOAMERICANA, ¿INSTRUMENTO DE PENSAMIENTO?

De la vasta literatura contemporánea sobre nuevos enfoques en la antropología he optado por resaltar las propuestas de Veena Das (1998) pues como antropóloga hindú ella las realiza desde un país que no pertenece, por ahora, a los centros metropolitanos y que se reconoce por su creciente influencia intelectual a menudo bajo el rótulo de pensamiento “postcolonial”. Basta mencionar aquí

2

En Jimeno, 1999, se plantea que la antropología colombiana cuenta con alrededor de

dos millares de profesionales, cuyo tono ideológico está dado por su afán de ser útiles y conocer la propia sociedad nacional, con cierto desprecio por el “academicismo” y las “torres de marfil” (Desde el punto de vista de la periferia: desarrollo profesional y con- ciencia social. Anuário Antropológico (97). Rio de Janeiro: Tempo Brasileiro: 59-72). Ver también Jimeno, Myriam. 2000. “La emergencia del investigador ciudadano: estilos de antropología y crisis de modelos en la antropología colombiana”. En Jairo Tocancipá (ed.) La formación del Estado nación y las disciplinas sociales en Colombia. Popayán: Ta- ller Editorial Universidad del Cauca: 157-190; 2000. “La antropología en Colombia”. En Lourdes Arizpe y Carlos Serrano (comp.) Balance de la Antropología en América Latina y el Caribe. México: Instituto de Investigaciones Antropológicas UNAM: 381-3994; 1984. “Consolidación del Estado y antropología en Colombia”. En Jaime Arocha y Nina de Friedemann (org.) Un siglo de investigación social. Bogotá: Etnos: 200-230.

la influencia de otra hindú, Gayatri Spivak3, quien en forma simi- lar al palestino Edward Said, ha trascendido su propio terreno de la crítica literaria para influir en la antropología mundial desde la perspectiva denominada estudios subalternos.

Veena Das resalta que el conocimiento antropológico se ha producido por experiencia e intimidad con un objeto intelectual único: el Otro exótico, que es un opuesto al propio uno mismo. De allí ella deduce el señalamiento crítico hacia la antropología que recorta espacios de significación y los conceptualiza como totali- dades. Ese holismo inflexible, como lo llama, es superado en la actualidad por la experimentación en representaciones etnográficas que pasan por una re-conceptualización de categorías usuales en la antropología. Se detiene ella en las de “tradición”, “comuni- dad”, “luchas culturales” y “sectarismo religioso”. Resalta la con- frontación entre prácticas individuales y leyes, racionalidad del Estado y racionalidad de la familia, y subraya cómo ciertos “even- tos críticos» (el rapto femenino entre hindúes y musulmanes de Pakistán e India en 1949, por ejemplo) redefinen las categorías de lo que es comportamiento ‘tradicional’ en la familia. Muestra tam- bién de qué manera la emergencia de nuevas comunidades en calidad de comunidades políticas lleva a la confrontación entre los sectores diversificados que componen esa abstracción llama- da comunidad. Esas confrontaciones tienen todo que ver con la naturaleza de la democracia política en la India. La lucha de los sikhs por la memoria colectiva y por la constitución de una me- moria militante en torno al martirio, la vida heroica y al empleo de la violencia, no son mero “sectarismo religioso”. En breve, para Das la antropología realizada en países como la India, al intentar comprender nuevos actores sociales que entran en juego en los mismos escenarios sociales del antropólogo, al recuperar sus na- rrativas peculiares, replantea los discursos totalizadores, rehace categorías de análisis, recupera las variaciones de género, clase, historia, lugar, y no se contenta con ser objeto de pensamiento sino que se reclama como instrumento de pensamiento (1998:

30-34, traducción y destacado míos). Quiero detenerme a explo- rar las sugerencias de Das. Primero, la de que el conocimiento antropológico se construye con base en mapas de la alteridad informados por teorías del Otro en vez de teorías del sí mismo (Das,

1998). La segunda, que el discurso antropológico se replantea con los escenarios sociales en que tiene lugar el diálogo con Otros y ello implica un esfuerzo de reconceptualización.

Los dos puntos anteriores hacen de utilidad la noción de naciocentrismo de los conceptos sociales, que propuso Norbert Elias (1989), pues justamente la condición de conformación nacional de los Estados latinoamericanos impregna el surgimiento y el desa- rrollo de las antropologías latinoamericanas y en sentido amplio es el gran telón de fondo frente al cual dialogan en la región los antropólogos y los Otros. Pero quisiera extender este concepto para destacar la polivalencia de sentidos e intereses que se ponen en juego cuando los antropólogos se preguntan qué relación tienen sus trabajos con la formulación sobre qué nación, qué estado, quié- nes, cómo y en qué condiciones participan. En América Latina las respuestas a estos interrogantes no son capítulo cerrado sino que atraviesan la producción teórica y el conjunto del quehacer de sus intelectuales hasta el presente.

Detengámonos brevemente en la noción de naciocentrismo de los conceptos con la cual Norbert Elias desea subrayar la relación entre los conceptos y las condiciones sociales en que se forjan y ejercen (Elias, 1989 y ver Neiburg 1999 en Waizbort (org), 1999). Con el naciocentrismo Elias hace referencia a la orientación inte- lectual que está centrada en la nación. Demuestra cómo este naciocentrismo se encuentra presente en buena parte de la pro- ducción de las ciencias sociales y lo ejemplifica con los conceptos de civilización y cultura a los que el naciocentrismo origina y trans- forma a medida en que se transforman las sociedades y las capas sociales nacionales en las cuales surgieron. El concepto de cultu- ra, pese a que nació en Alemania de las capas medias que opo- nían “cultura” a los títulos de nobleza y a las pretensiones universalistas y de culto a la razón del concepto francés de “civi- lización”, se convirtió un siglo después, de la mano de la consoli- dación de los estados nacionales en Europa4, en el sinónimo de carácter nacional (Elias, 1989). Los dos conceptos, cultura y civi- lización, pasaron de ser formas de autopercepción de capas en

4

Se encuentra una discusión sobre el uso del concepto en Sahlins, M., 1997, O

‘Pessimismo Sentimental’ e a Experiência Etnográfica: por que a cultura nao é un “objeto” em via de extincao. Mana. Estudos de Antropologia Social 3 (1 y 2), Avril e Outubro: 41-149.

ascenso en el siglo XVIII, a ser ideales de escala mayor, a estatizarse. El término civilización entró a designar la distinción entre el mundo occidental y las naciones con otras formas de or- ganización sociopolítica. Dejó de referirse al destino de la burgue- sía francesa para representar la conciencia de la superioridad del Estado-nación como un todo unificado. Se dio así un proceso de “nacionalización” y al mismo tiempo de “estatización” de los con- ceptos con implicaciones sobre su significado. Otros conceptos que sugieren unidades sociales tales como el de sociedad, adqui- rieron también ese contenido estatizante pues describen ideas de equilibrio, unidad, homogeneidad y se refieren a un mundo divi- dido en unidades bien delimitadas y pacificado (Elias op.cit y ver Neiburg op.cit; Fletcher, 1997)5.

Las anotaciones de Elias, como ya lo han resaltado numerosos autores (Fletcher, 1997) son fundamentalmente críticas sobre el naciocentrismo como corriente intelectual ligada al ascenso del estado nacional europeo. Su propuesta puede explorarse para las condiciones históricas latinoamericanas subrayando que en estas sociedades nacionales -como en las europeas- no se da una homo- geneidad conceptual sobre la constitución de la nación, la nacio- nalidad y los estados nacionales. Por el contrario, en su nombre se disputan distintos sectores sociales y distintas aproximaciones in- telectuales. En la constitución de los estados nacionales latinoa- mericanos esa polivalencia de propuestas está presente desde la ruptura colonial en el siglo XIX y atraviesa la historia del pensa- miento antropológico plasmada en conceptualizaciones contrapues- tas. Los intelectuales latinoamericanos, los antropólogos entre ellos, han participado activamente en la creación de categorías y enfo- ques generales con los cuales comprender la presencia y la acción social de una variedad de actores sociales, indígenas, campesinos, comunidades negras, mujeres, pobres, dentro de los estados na- cionales. Los actores sociales emergentes no se restringen a recla- mar existencia política sino que al hacerlo buscan modificar las leyes nacionales, el contenido de la propia memoria histórica na- cional y hacen necesario replantear conceptos como los de comu- nidad, etnia o identidad, como lo subrayó Das (1998). También empujan a redefinir y ampliar el contenido de la democracia y de la diversidad cultural en el Estado nacional. Por ello la presencia o la irrupción como sujetos políticos de Otros dentro del mismo espacio social del investigador colorea la práctica teórica y la práctica so- cial del investigador. Propuse denominar a este investigador como el investigador ciudadano (Jimeno, 2000) para subrayar la estre- cha relación que se establece en los países latinoamericanos entre el ejercicio del investigador y el ejercicio de la ciudadanía. Krotz lo ha subrayado para lo que él denomina ‘antropologías del sur’: el Otro, los Otros, son al tiempo que conciudadanos, sujetos de cono- cimiento (1997). La co-ciudadanía impregna la práctica de la an- tropología latinoamericana y la aproxima con la práctica política en una forma de sociocentrismo. Sus huellas son visibles tanto en ciertas figuras destacadas de la antropología latinoamericana como en el estilo cognitivo mismo, pese a las inflexiones y cambios generacionales (Ver Jimeno, 1999 y 2000).

Mariza Peirano (1991) destacó como rasgo de la antropología brasileña su volcamiento hacia el proyecto de construcción de nación que se puede observar en la producción de las distintas generaciones de antropólogos entre 1930 y 1980. A través del examen de la obra de Florestan Fernandes, Darcy Ribeiro y Anto- nio Cândido, entre las primeras generaciones, y Roberto DaMatta y Otávio Velho, en las recientes, Peirano sigue las discusiones que construyeron el campo intelectual de la antropología brasile- ña. Éste se institucionalizó “en un intento por servir de impulso a la nacionalidad” y se debate, como las otras ciencias sociales, con la integración territorial y con la de los distintos estratos de la población dentro del proceso de construcción nacional. De ma- nera explícita o implícita, la nación fue la unidad central de aná- lisis para la mayoría de los autores considerados (Peirano, 1991: 226-227). Peirano no desarrolla las implicaciones polémicas de los dis- tintos proyectos de nación e integración nacional a los cuales los antropólogos y otros científicos apuntan y la diferencial concep- tualización que implican. Un solo ejemplo: en el campo privilegia- do del pensamiento sobre las sociedades indígenas dentro del con- junto nacional, es diferente denominarlas “regiones de refugio” tal como lo propuso Aguirre Beltrán, que como “etnias” a la ma- nera de Guillermo Bonfil Batalla, para tomar a dos mexicanos. Así, la cercana presencia del Otro modela la práctica antropológica latinoamericana y la convierte, desde el inicio de su ejercicio, no en un campo pacificado donde se intercambian notas académicas en congresos y otros eventos académicos, sino en un campo de debates meta-académicos, pues cada caracterización tiene implicaciones sobre la vida social de las personas y sobre el signi- ficado práctico del ejercicio de ciudadanía. Arturo Escobar, Evelina Dagnino y Sonia Alvarez (1998) resaltaron recientemente el im- pacto de los movimientos sociales latinoamericanos sobre cam- bios culturales y de política cultural. Esto les permite afirmar que al luchar por sus derechos a la diferencia en una variedad de esferas de la sociedad y al emplear el discurso de identidad, politizan la cultura e infunden a la política de democracia preocu- paciones culturales (Escobar et al 19986). Este fenómeno, empe- ro, lejos de ser novedad, es la constante en la ciencias sociales latinoamericanas. De ahí la afirmación de Alcida Ramos de que “en el Brasil, como en otros países de América Latina, hacer an- tropología es un acto político” (Ramos, 1999-2000: 172). Miremos las implicaciones de esta afirmación.

PENSANDO LA ANTROPOLOGÍA

Alcida Ramos realizó el artículo “Ethnology Brazilian Style” (1990a) con la preocupación de la inserción política de la antro- pología y su impacto en la construcción conceptual en la antropo- logía brasileña. Roberto Cardoso de Oliveira también la tiene pre- sente cuando propone la noción de estilo para caracterizar la antropología latinoamericana (Cardoso de Oliveira, 1995 y 1998 y para una discusión ver Jimeno, 1999 y 2000; Krotz,1996). Por su parte Esteban Krotz (1997) critica el modelo difusionista de la antropología que se sustenta en imágenes de ‘extensión’ o ‘adap- tación’ en el cual las antropologías del sur son permanentes apren- dices de los ‘verdaderos’ dueños de la antropología. Krotz recalca que para la versión difusionista la producción de conocimiento científico no sería un proceso de creación cultural similar a otros procesos de creación cultural los cuales no pueden ser analiza- dos como meros sistemas simbólicos separados de otros aspectos de una realidad social más incluyente. La experiencia y ruptura coloniales compartidas por los latinoamericanos no tendrían, en esa perspectiva, influencia en la producción intelectual como si la producción de conocimiento fuera un proceso sin sujeto y sin refe- rencia a quienes lo generan y lo difunden (Krotz, 1997: 243). De cierta forma la postura difusionista se perpetúa en la actualidad cuando se ignoran las propuestas críticas precedentes que han he- cho parte de la construcción de conocimiento en America Latina y que han implicado aportes a la ampliación de la democracia política culturalmente informada.

Una selección pequeña de la antropología latinoamericana per- mite detenerse en el vínculo entre la responsabilidad social del antropólogo y la producción de conocimiento, permanentemente unidas en la antropología latinoamericana (Ramos, 1990a). Pese a que los distintos antropólogos le dan un contenido variado a esa responsabilidad social todos ellos hacen evidente, como lo propone Bourdieu, que el intelectual no puede ser pensado sin la categoría de poder (Bourdieu, 1967). Si bien el antropólogo latinoamericano realiza su conocimiento a partir de una relación de exterioridad con otras culturas y lo hace a partir de su propia cultura científica, de origen principalmente metropolitano, inevitablemente mantiene una relación de intimidad con ese “Otro”. El que ese Otro no sea transoceánico, plantea Roberto Cardoso de Oliveira, conduce a la creación de un nuevo sujeto epistemológico que puede considerar- se una característica peculiar de la antropología latinoamericana (1998). Lo peculiar de ese sujeto cognoscitivo es que no es un ex- tranjero miembro de una sociedad colonizada el que se constituye como sujeto de conocimiento; por el contrario, el Otro forma parte de la nación en formación del propio antropólogo (Cardoso de Oliveira, 1998). Es por ello que la política está embutida en la re- flexión de los antropólogos, pese a que no la realicen ni la expresen como práctica política. La realización de la profesión es al mismo tiempo la realización de la ciudadanía del investigador y de su com- promiso, explícito o no, con la construcción de nación (1998).

La encarnación privilegiada de ese ‘Otro’ fueron hasta hace poco tiempo las sociedades indígenas; los indios, dice Alcida Ra- mos, fueron en el Brasil “nuestros Otros (...) ingrediente impor- tante de nuestra proceso de construcción nacional; representan uno de nuestros espejos ideológicos reflejando nuestras frustra- ciones, vanidades, ambiciones y fantasías de poder. Nosotros no los miramos como completamente exóticos, remotos o arcaicos como para hacerlos ‘objetos’ literalmente” (1990a: 457, mi ver- sión en español).

De manera simultánea con la conformación de la disciplina en los distintos países latinoamericanos cobró fuerza el interés por las sociedades indígenas y sólo en las décadas pasadas se amplió este interés hacia otros sectores de la población. El énfasis de la antro- pología regional hacia las sociedades indígenas desbordó su inspi- ración inicial de interés por la diferencia o por sociedades converti- das en objetos exóticos. Es posible seguir en cada país, de México hasta el sur, las peculiaridades nacionales de ese entretejido entre producción antropológica e indigenismo y entre estos y los debates nacionales sobre el lugar del indio -y el campesino- en las distintas sociedades nacionales. Es claro que estos debates implicaban la comprensión global sobre la diversidad cultural dentro de la cues- tión nacional. Muchos recogieron posturas radicales de las prime- ras décadas del siglo XX tales como la de José Carlos Mariátegui. El problema del indio, el problema agrario y el nacional fueron para Mariátegui, como para otros pensadores latinoamericanos, uno solo. Esto es palpable en los debates abiertos por Mariátegui entre 1927 y 1928, ligados, entre otros, a su propósito de fundar el partido socialista en Perú (Mariátegui, J. C. y Luis Alberto Sánchez, [1927 y 1928] 1987. La Polémica del indigenismo).

Desde mediados de los años sesenta, poco después de despe- gar como disciplina en la mayoría de los países latinoamericanos, ya era un rasgo peculiar del pensamiento antropológico sobre las sociedades indígenas el dejar atrás el interés por realizar monografías de una etnia específica en favor del interés por el en- torno político, la sociedad nacional o la situación colonial. Por ejem- plo, la producción de la etnología brasileña entre los sesenta y has- ta los años ochenta dio énfasis al contacto entre las sociedades indígenas y las no indígenas y a las implicaciones del contacto, como lo reseñó Julio Cezar Melatti. En contraste, los etnólogos ex- tranjeros que trabajaron sobre el Brasil en ese mismo lapso, se concentraron en aspectos de la organización social y la cultura (1982; ver también Cardoso, 1998).

Alcida Ramos (1990a) destaca que en los años sesenta el seña- lamiento de problemas teóricos fue el criterio de escogencia del terreno, bajo la influencia del proyecto conjunto entre David Maybury-Lewis de la Universidad de Harvard y Roberto Cardoso de Oliveira de Rio de Janeiro. El énfasis de varios antropólogos brasi- leños -R. Da Matta, J. C. Melatti, M. Carneiro da Cunha, E. Viveiros de Castro, Abreu Filho- en la corporalidad, la persona y la subs-

tancia, abrió perspectivas sobre la etnología de los indios america- nos que modificaron la visión sobre las estructuras indígenas como

‘fluidas’, propuesta por etnólogos como Kaplan y Riviére. Campos poco explorados como el arte, la persona, los nombres y el caniba- lismo fueron abordados por otros brasileños (L. Vidal, A. Ramos, E. Viveiros de Castro).

Pero uno de los primeros y principales problemas abordado por la etnología brasileña, continúa Ramos, fue la situación de contacto en relaciones interétnicas entre blancos e indios. No flo- recieron en el Brasil las perspectivas de “culturas puras” y más bien la atención etnográfica se dirigió al proceso de violenta des- trucción de las culturas indígenas de la mano del expansionismo blanco, pese a que las teorías y métodos para captar ese proceso variarán con el tiempo y con la formación de cada antropólogo. Entender las estructuras de dominación, los mecanismos de su- pervivencia indígena, las transformaciones de esas sociedades, han sido la preocupación principal de la etnología brasileña7. Por ello nunca prosperó la visión de las sociedades indígenas como unidades cerradas, autosuficientes. El modelo de aculturación, por ejemplo, traído de E. U. al Brasil, por etnógrafos como Char- les Wagley y Eduardo Galvao, fue el recurso teórico sobresaliente de los años cuarenta y cincuenta. Pero en las manos de Galvao y sobre todo de Darcy Ribeiro, se transformó, se politizó. Roberto Cardoso de Oliveira, la otra figura de la antropología brasileña, influyó para hacer de la reflexión sobre relaciones interétnicas un campo de trabajo de varias generaciones de antropólogos (Ramos,

1990a). La diferencia cultural, dice Cardoso, fue así recolocada

(Cardoso, 1998).

Darcy Ribeiro, nos dice A. Ramos, desarrolló una serie de ensa- yos sobre la naturaleza destructiva y opresiva del contacto con las sociedades indígenas en Brasil los cuales tuvieron gran impacto en

7

Esta anotación es igualmente cierta para la antropología colombiana especialmente

desde la mitad de los años sesenta. Incluso este énfasis distanció a las primeras generaciones de antropólogos pues mientras algunos pretendían el ideal de estudios monográficos de grupos indígenas, otros abogaron por estudiar y confrontar las polí- ticas estatales asimilacionistas (ver Jimeno, Myriam y Adolfo Triana, 1985). Fueron de especial impacto las propuestas del historiador autodidacta Juan Friede plasma- das en sus libros El Indio en Lucha por la Tierra,1973, [1944] y La explotación indíge- na en Colombia, 1973; también Siervos de Dios, amos de Indios, 1968, de Víctor Da- niel Bonilla.

toda la antropología latinoamericana, especialmente entre los años setenta y ochenta8. Su exilio político durante la dictadura militar en Brasil contribuyó a diseminarlos por el continente. Marxismo y neo evolucionismo se combinaron en sus propuestas sobre etnocidio de las poblaciones indígenas brasileñas cuya magnitud de devastación lo llevó a una visión de la pronta destrucción completa de las socie- dades indígenas. En efecto, en los años cincuenta se llegó al punto demográfico más bajo del siglo para la población indígena de aquel país, cien mil habitantes, pero en la actualidad han alcanzado entre

200 y 300 mil personas (Ramos, 1990a y 1998). El concepto que Darcy Ribeiro propuso para entender el proceso, fue el de transfigu- ración étnica y pese a las críticas que se le puedan formular al con- cepto, no cabe duda de su capacidad para poner en evidencia el drama humano y social del llamado “contacto”.

Roberto Cardoso de Oliveira, por su parte, cambió el énfasis en la aculturación por el de las relaciones sociales. Para Ramos, la influencia principal fue la de Georges Balandier con sus trabajos sobre situación colonial en África9 y con sus postulados sobre ‘to- talidad sincrética’. Cardoso tomó como su objeto de investigación la ‘situación interétnica’ en la cual indios y blancos conviven en interacciones asimétricas e interdependientes, específicas al con- texto del contacto10 (Ramos, 1990a). La fricción interétnica, concep- to que proponía, ha sido tema de estudio de discípulos como Roque Laraia, Roberto DaMatta y Julio Cesar Melatti, entre muchos otros. Entre las nuevas generaciones, Joao Pacheco de Oliveira emplea el concepto de situación colonial para explorar la presencia colonial entre los indígenas que instaura una nueva relación de la sociedad con el territorio (1998 y 1999). El enfoque de Cardoso llevó también a un énfasis en estudios sobre poblaciones regionales en contacto Balandier fue uno de los gestores de la ruptura de la etnología francesa con el modelo

de M. Griaule, tanto por tomar en cuenta la situación histórica de los pueblos estudia- dos, como por romper con la monografía de un pueblo para pasar a los grupos nacio- nales. Presentó el concepto de ‘situación colonial’ en varios textos entre 1950 y 1955. En especial, ver “La situation colonial: approche théorique”. En Cahiers internationaux de sociologie XII 1952 con grupos indígenas: como ejemplo, los estudios de Lygia Sigaud y Otávio Velho en los años setenta sobre el nordeste rural y la Amazonía, respectivamente. Luego su interés se desplazó hacia iden- tidad y etnicidad (Identidade, Etnia e Estrutura Social, 197611 ) inspi- rado en una variedad de autores desde Lévi-Strauss hasta Poulantzas. En resumen, el contacto interétnico, dice Ramos, se convirtió en un sello distintivo de la etnología brasileña.

No lo mencionó Ramos, pero entre las propuestas de Cardoso y algunos antropólogos latinoamericanos, especialmente mexicanos, se produjo un intenso intercambio entre los años setenta y ochen- ta, acicateado por las condiciones de las dictaduras militares en Brasil y otros países del cono sur. Ese intercambio dio frutos tales como la declaración de Barbados Por la Liberación Indígena. Un grupo de antropólogos reunido en la isla de Barbados produjo en enero de 1971 una declaración candente en su tiempo. La declara- ción fue elaborada por Guillermo Bonfil Batalla (México), Arturo Warman (México), Stefano Varese (Perú), Roberto Cardoso de Oliveira (Brasil), Nelly Arvelo (Venezuela), Víctor Daniel Bonilla (Co- lombia), entre otros. Fue un manifiesto radical de denuncia contra la situación de opresión de las poblaciones indígenas de Latino- américa. De manera rápida, la declaración pasó a inspirar a los propios movimientos indígenas continentales y a grupos de antropólogos e intelectuales que los apoyaban12. Algunos años des- pués, en 1977, la novedad en una segunda reunión en Barbados fue la protagónica presencia de organizaciones indígenas de distin- tos países quienes propusieron analizar tanto las formas de domi- nación de los indígenas como estrategias para enfrentarlas (Bonfil Batalla G. comp. 1981). Entre los colombianos se hicieron notorios los delegados del Consejo Regional Indígena del Cauca CRIC cons- tituido desde 1971 como germen de un vasto movimiento de orga- nización indígena.

Los mexicanos, no sobra tal vez recordarlo, tenían por ese entonces una ya larga historia de debates sobre los indios en la nación mexicana. Desde mediados de los años sesenta el antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán llevaba años incentivando discusiones sobre el indio en la nación mexicana. En 1967 propuso el concepto de regiones de refugio. Este concepto, proponía Aguirre Beltrán, permitía dar cuenta del arrinconamiento de las sociedades indígenas latinoamericanas y su expoliación por blan- cos locales que aprovechaban su poder para explotar la población indígena de varias formas. Lo denominó proceso dominical: “El juego de fuerzas que hace posible la dominación y los mecanis- mos que se ponen en obra para sustentarla, es lo que llamamos proceso dominical” (Aguirre 1967: 1). Aguirre Beltrán creía que la antropología podría servir de herramienta para encontrar un me- jor lugar de las sociedades indias dentro de las naciones latinoa- mericanas. Contra la postura de Aguirre Beltrán se rebelaron en el inicio de los setenta jóvenes antropólogos mexicanos, marxis- tas, en su mayoría. Entre ellos se destacaron Arturo Warman, Guillermo Bonfil Batalla y Ángel Palerm.

Decía Warman en un artículo que tituló Todos santos y todos difuntos (1990 [1970]) que la antropología “no es una criatura arbi- traria de la civilización occidental. Todo lo contrario: es una res- puesta a necesidades concretas y precisas de civilización. El co- nocimiento de otros pueblos nunca ha sido un lujo sino una necesidad“ (1990: 10). Sus “conocimientos primarios [los de la antropología], -sistema, conocimiento objetivo y cultura- no tienen contenido universal aunque así lo pretendan. (...) Son conceptos creados por una cultura y sometidos a los propósitos de ésta” (1990:

10). Dejaba sentado, eso sí, que la relación entre antropología y expansión occidental no implicaba que todo quehacer antropológico “sirva mecánicamente al imperialismo”, sino que toda su actividad se da en un “marco de servicio al que pueda afiliarse o, por el con- trario, combatir” (1990: 11). Los contenidos críticos de esa ‘nueva antropología’ circularon rápidamente por toda América Latina de habla hispana y, por supuesto, en los departamentos de antropo- logía colombianos de las Universidades Nacional, de Antioquia y el Cauca, pese a que su reproducción se hacía en el muy primitivo método de mimeógrafos. No fue entonces para nada accidental que Guillermo Bonfil Batalla fuera el invitado de honor del primer Con- greso de Colombiano de Antropología organizado en 1978 por la Universidad del Cauca.

En el citado texto de Warman -hasta hace poco Secretario de Reforma Agraria de los dos pasados gobiernos del PRI- él decía que la disidencia era un sello constitutivo de la antropología mexicana. Incluso, resaltaba que desde cuando la antropología era realizado por los pioneros como el cura Bartolomé de Las Casas, predicaba el derecho de “los naturales a combatir a sus dominadores” (1990: 12). Warman ironizaba que los rebeldes de entonces se financiaban con el presupuesto de la Corona de España. Warman destacó tres co- rrientes en la constitución del pensamiento antropológico mexicano: la preterista, que apunta al glorioso pasado prehispánico a través de la arqueología; la exotista, que ve en el indio lo único, lo sorprenden- te, lo irrepetible. Finalmente, el indigenismo que se enfoca al indio contemporáneo y que es transformado con la revolución mexicana. Warman resaltó a Manuel Gamio, el primer antropólogo mexicano graduado -en los E.U- quien lanzó los conceptos básicos de influen- cia en la antropología por lo menos hasta los años cincuenta y quien fuera decisivo en la inserción institucional de la antropología en México. “Todos ellos [Gamio y sus discípulos], dice Warman, giraban alrededor de la unidad para la nación. Su propósito era nada menos que forjar una patria unitaria y homogénea. Para ello [Gamio] plan- teó como indispensables la fusión de razas y culturas, la imposición de una sola lengua nacional y el equilibrio económico entre todos los sectores” (1990: 27).

El concepto de integración nacional fue el eje del indigenismo de Gamio que se replicó por toda América Latina impulsado por even- tos como en Congreso de Páztcuaro de 1940. Por ejemplo, en Co- lombia tuvo consecuencias en la formulación de la política hacia las sociedades indígenas a comienzos de los años sesenta (ver Myriam Jimeno & Adolfo Triana, Estado y Minorías Étnicas en Co- lombia, 1985). Aguirre Beltrán siguió básicamente la misma orien- tación de Gamio, tanto como funcionario de distintas entidades de política indigenista, como en sus enfoques de estudio. “Mi enfoque”

-dijo Aguirre en una de sus últimas publicaciones en las cuales realizó un balance del indigenismo mexicano- es “integrativo y aculturativo” (Aguirre Beltrán en INI 1988: 16). Él mismo recono- ció en este enfoque la influencia de Melville Herskovitz, especial- mente sus conceptos de aculturación y sincretismo, pero en cam- bio no aceptó la que le fue asignada de Julian Steward. Su preocupación central fue “afirmar que México es un país en forma- ción que está en vías de integrar en la cultura y en la sociedad nacionales a grupos étnicos13 -indios y ladinos- rezagados en la corriente maestra de la evolución social” (Ibíd: 21; ver también For- mas de Gobierno, 1953). Su desarrollo posterior del concepto de regiones de refugio (Regiones de Refugio, 1967) va a reforzar su rechazo a propuestas como la de Robert Redfield pues él juzga que Redfield y su concepto de comunidad folk14 contempla a las comu- nidades “como entidades aisladas, autónomas, autocontenidas” (Ibíd: 15). Son estas sus palabras, no las de algún texto “crítico” actual. Por la misma razón, Aguirre rechazó también con vehe- mencia lo que él llamó antropología crítica, es decir, aquella pro- puesta por Bonfil y Warman en los años setenta. Acepta que esos nuevos enfoques evidencian una crisis en el indigenismo mexica- no, pero encuentra aislacionistas, “utopías laicas”, las propuestas de Bonfil sobre pluralismo cultural y sobre la realización cultural india sin integración a la sociedad nacional (Ibíd).

Uno de los rasgos de la práctica antropológica especialmente acentuado en México y en otros países como Colombia y Perú (a diferencia de la brasileña, siempre más enraizada en la vida uni- versitaria) que ejemplifica bien Aguirre es el tránsito de los antropólogos entre proyectos institucionales aplicados, reflexiones académicas y vida universitaria. En aquellos países las relaciones entre antropología aplicada y antropología han sido bien fluidas15, incluso hasta el presente, pese al fortalecimiento de una capa aca- démica dedicada a la investigación básica y distanciada de la an- tropología aplicada. El gozne de este tránsito es que cada postura teórica a favor de la integración o, por el contrario, de la reafirmación étnica, ha tenido implicaciones legales e institucionales. Ha reper- cutido sobre la docencia y sobre la vida misma de las instituciones académicas; no sólo los estudiantes han formado parte activa de las polémicas16, sino que en México en los años de controversias más candentes estas llevaron en más de una ocasión a escindir algunas instituciones y a la creación de otras nuevas como la Es Para el caso colombiano he propuesto que el acento en la aplicación de los estudios

antropológicos como una forma de compromiso con la sociedad y en especial con los sectores más débiles, ha sido a la vez fuente de creatividad metodológica y de apoyo interdisciplinario, como de debilidades en la acumulación y profundización de conoci- mientos (Jimeno M., 1999: 70).

16

A este respecto en Colombia es bien relevante la compilación de Arocha y Friedemann

(1984).

cuela Nacional de Antropología e Historia ENAH y el actual CIESAS (CISINA originalmente).

Guillermo Bonfil Batalla pregonó en su texto “Del Indigenismo de la Revolución a la Antropología Crítica”17 el fin del integracionismo y propuso una nueva búsqueda conceptual y de acción práctica sobre el lugar de los pueblos indios y campesinos en las sociedades nacionales latinoamericanas. En México profundo. La civilización negada18, Bonfil propuso la génesis del problema mexicano en “la instauración de un régimen colonial a partir del siglo XVI”. Ese régi- men instauró “la subordinación de un conjunto de pueblos de cultu- ra mesoamericana bajo el dominio de un grupo invasor”, creando, así, una “situación colonial” (op. cit: 113).

El concepto de situación colonial así como variantes sobre el mismo fue empleado por numerosos autores críticos de las cien- cias sociales latinoamericanas entre los años sesenta y ochenta. Pablo González Casanova, por ejemplo, lo reformuló como colonia- lismo interno. Bonfil admite en México Profundo que en el México prehispánico existieron situaciones de dominación, especialmente la mexica, pero resalta que a diferencia con la dominación moder- na los dominadores compartían una misma cultura con los domi- nados y, por tanto, los efectos del dominio eran de otro orden. Bonfil empleó también el concepto de grupo étnico y subrayó que la perte- nencia a una colectividad no se define por sus “rasgos culturales externos que lo hacen diferente ante los ojos de los extraños” sino por su sentimiento de pertenencia a una “herencia cultural propia que ha sido forjada y transformada históricamente, por generacio- nes sucesivas” (op. cit.: 48).

Por su parte Ángel Palerm, considerado por muchos el padre de esa ruptura crítica en la antropología mexicana, resalta que en México el florecimiento de los estudios de comunidad en los años treinta estuvo ligado a los movimientos campesinos que dieron lu- gar a la Revolución Mexicana, como también que desde entonces

«el problema indígena de México empezó a ser tratado por los antropólogos como parte de la cuestión campesina y no en forma meramente etnográfica” (1980: 171). La crítica a los enfoques sobre los estudios de comunidad, en especial al trabajo de Robert Redfield, trajo como consecuencia que “la comunidad debió ser colocada firmemente en el contexto de la sociedad mayor, y no con- siderada como una entidad aislada. Los procesos históricos tuvie- ron que ser analizados en sus aspectos reales y concretos, y no vistos como relaciones abstractas entre los tipos ideales folk y ur- bano” (op. cit: 173). Desde su perspectiva de marxista abogó deci- didamente entre sus alumnos por “un enfoque histórico”para los estudios campesinos y de comunidad en general (Ibid).

En fin, el joven Warman afirmaba que pese a que la antropología mexicana “se ha desarrollado en el seno de instituciones (...) [y que] los antropólogos más que rebelarse se han incorporado con entu- siasmo al sistema burocrático”, también han ejercido la crítica y al hacerlo han aportado teóricamente (1990: 37). Incluso los antropólogos como funcionarios estatales, los mexicanos, tal como sus similares en otros países latinoamericanos, se vieron forzados por su propio contexto a alejarse del Otro como exótico y lejano. Recientemente González Casanova, todavía activo, en una conferen- cia crítica del pensamiento neoliberal proponía que la formación de conceptos ha logrado una notabilísima eficacia para la gobernabilidad de los pueblos; se construyen realidades con conceptos y los con- ceptos con realidades, dijo. Es por eso que con ellos algunos intelec- tuales pretenden ayudar a alcanzar objetivos de justicia, libertad y democracia (1995: 11). Esos ideales políticos impregnan una larga vertiente crítica en el pensamiento latinoamericano.

Esto se aprecia también en los estudios sobre comunidades negras, en especial los realizados por Fernando Ortiz en Cuba. Su preocupación por entender la dinámica de las poblaciones negras en América lo llevó a discutir con los literatos Alejo Carpentier y Nicolás Guillén sobre la mejor manera de caracterizar la identidad negra y, finalmente, a proponer los conceptos de africanía y transculturación19. Años más tarde André Serbin (1986)20 estudioso de las culturas afrocaribeñas, señaló que los conceptos antropológicos de aculturación y contacto cultural ignoraban las re- laciones de dominación establecidas por los europeos sobre las sociedades nativas y se apoyó en el concepto de colonialismo de Georges Balandier para entenderlas.

No es posible abarcar aquí la gama de propuestas críticas de otros autores como Ricardo Pozas y las más recientes de Rodolfo Stavenhagen y Roger Bartra, todas ellas atravesadas por la influen- cia marxista. Tampoco la variedad de tópicos sobre los que reflexiona hoy la antropología en Latinoamérica, ni la vasta producción con- temporánea de los brasileños o la de peruanos, ecuatorianos o ve- nezolanos. No importa destacar la justeza o no de las apreciaciones de los antropólogos aquí referidos, ni se trata de exaltar las cuali- dades o las debilidades de sus propuestas conceptuales. Importa, sí, resaltar su decidido intento creativo, realizado en polémica con otras tendencias, a veces hegemónicas, tanto de la antropología de sus países como de la que se produce en los países metropolitanos y cuyo impulso creador ha sido la necesidad de dar cuenta de la proximidad del Otro.

Las propuestas de los antropólogos aquí reseñados pueden entenderse como inscritas dentro de un pensamiento social crítico más vasto dentro del cual se mueven corrientes distintas. Una de las más influyentes en la segunda mitad del siglo veinte fueron las teorías de la ‘dependencia’. Su ángulo común fue la crítica a las políticas estadounidenses para los países “subdesarrollados” y las teorías que les habían dado sustento (ver en especial Rist G., 1997; Escobar A., 1999). Estas políticas, como lo disecciona el texto de Gilbert Rist que le sigue las huellas al forjamiento de la idea de desarrollo en occidente hasta su metamorfosis en mito occidental y en políticas de superpotencia para el sistema mundial, tuvieron como punto de inflexión el llamado ‘punto cuatro’. Este fue inclui- do por primera vez por el presidente Harry Truman en un discurso de enero de 1949 en el cual anunciaba el Plan Marshall para la reconstrucción europea (Ibíd). El punto cuatro formuló la amplia- ción de la asistencia técnica estadounidenses, ya dada para Améri- ca Latina, al mundo entero, “para el mejoramiento y crecimiento de las áreas subdesarrolladas” (cit. en Rist, 1997: 71). Abrió así la categoría de “subdesarrollo” como enunciado sobre la pobreza e inauguró la “era del desarrollo”. Contra esa categorización se rebe- laron intelectuales latinoamericanos, economistas y sociólogos prin- cipalmente. Propusieron diversas alternativas para pensar la con- dición de los países de América Latina y África. André Gunder Frank, (Chile), O. Faletto y Fernando Enrique Cardoso (Brasil), Oswaldo

Sunkel (Argentino), Aníbal Quijano (Perú), Theotonio dos Santos (Brasil), Helio Jaguaribe (Brasil), Orlando Fals Borda (Colombia) y Antonio García (Colombia) son algunos de los más conocidos. Los antropólogos participaron con su perspectiva propia centrando su interés en el lugar de las sociedades indígenas en el mundo “en desarrollo”.

En la actualidad el indigenismo ya no es la fuente privilegiada de la cual bebe la antropología latinoamericana. Pobladores urba- nos, jóvenes, mujeres, son temas ahora de estudio y preocupación social. El papel preponderante de las sociedades indígenas en la historia de la construcción conceptual latinoamericana, sin em- bargo, nos remite al argumento central de este texto: el pensa- miento sobre las sociedades indígenas fue central para la antropo- logía latinoamericana porque el indigenismo, entendido de manera amplia, como lo propone Alcida Ramos es en verdad un “campo político de relaciones” entre los Indios y los estados nacionales la- tinoamericanos (1998: 7, mi traducción). Como tal es fecundo para el pensamiento y para la interrogación sobre las implicaciones de los productos del pensamiento. El indigenismo fue entonces el “constructo cultural” que elaboró la antropología latinoamericana para hablar sobre “otredad y mismidad en el contexto de la etnicidad y la nacionalidad” (Ibíd). Para ello desarrollaron tempranamente conceptos críticos como los de transculturación o fricción interétnica, en contraste con los de aculturación, equilibrio social y consenso.

CONCLUSIÓN

La antropología, tanto como la creación literaria y artística, muy cercanas entre sí, han sido en América Latina naciocéntricas en su producción conceptual. Pero, a diferencia de lo que Elias señalaba para Europa, nuestra condición histórica como naciones en cons- trucción a partir de una común experiencia y ruptura coloniales hace que nuestra producción cultural esté atravesada por propues- tas polémicas sobre el Estado y la Nación que se quieren construir. Por ello tenemos una larga historia de teoría crítica que se expresa en la diversidad de lenguajes individuales y generacionales, y cu- yos conceptos pretenden capturar no la lejanía, sino la proximidad sociopolítica del Otro.

La antropología latinoamérica ha dejado atrás el indigenismo y enfrenta coyunturas nuevas. No obstante, continúa en la búsqueda de espejos de otredad y mismidad de cara a la construcción de na- ción pues permanecen proyectos encontrados sobre lo que significa la construcción de nación, democracia y ciudadanía. El modelo de Estado nacional de democracia liberal no se ha convertido nunca en un modelo incontestado para sectores importantes de la intelectualidad y la población latinoamericanas. Por ello antropolo- gía y americanismo son programas culturales imbricados el uno en el otro. Poco importa en qué momento preciso se sitúe su cronología inicial, si en el encuentro colonial o en su ruptura. Lo que importa es el carácter eminentemente dialógico de ese proyecto cultural, pues al dialogar consigo misma Latinoamérica se interroga sobre el Otro y allí hace explícito su discurso (Achúgar, 1994).

La literatura en su intento de representar el mundo americano se ha formulado interrogantes similares a la antropología que tam- bién pretende representar el mundo. Ambas se han movido en un mismo horizonte intelectual donde se precisa cambiar los consensos establecidos y dejar atrás el exotismo para recuperar la diferencia como alteridad. Ahora nos decimos híbridos y globalizados pero se- guimos precisando abrir grietas en los acuerdos hegemónicos. Por ello seguimos buscando, como lo decía hace más de treinta años Carpentier, cómo dibujar nuestra fisonomía particular dentro de las corrientes universales, lejos de tipismos y naturalismos (Carpentier,

1969) y también de vanguardismos. Lejos de la repetición acrítica de modelos que reducen nuestro quehacer a una réplica, y esto signifi- ca dar cuenta del cruce de culturas y sociedades en el cual estamos instalados. De manera irremediable aún requerimos buscar la mejor manera de nombrarlo todo.

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