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17 de Diciembre de 2013

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El indigenismo como espejo de la nación

Comentario a “Los dilemas del pluralismo brasilero”

Myriam Jimeno Profesora del Departamento de Antropología Investigadora Centro de Estudios Sociales CES Universidad Nacional de Colombia mjimenos@unal.edu.co

Álcida Ramos nos propone en su texto el indigenismo como concepto que ayuda a dar cuenta de la relación entre las sociedades indígenas y las sociedades nacionales latinoamericanas. Vale la pena detenerse en este concepto pues entre nosotros el indigenismo es un término con una connotación mucho más es- trecha. Para Alcida Ramos el indigenismo es aquel conjunto múltiple de ideas y prácticas concernientes a la incorporación de los indios al Estado nacional (ver también Indigenism. Ethnic Politics in Brazil, 1998). Por lo tanto, el indigenismo no sólo incluye la acción propiamente estatal, sino también la prolífica creación de imágenes y prácticas de la población nacional hacia los indios. Es decir, desde las representaciones románticas sobre el indio prísti- no y aniñado, hasta las del salvaje amenazante con las prácticas correspondientes.

En Colombia, el término indigenismo hace referencia a la po- lítica institucional hacia las sociedades indígenas, mientras Alcida dirige su mirada hacia una relación compleja y plagada de con- tradicciones. En esta perspectiva, el indigenismo es un resultado, un constructo ideológico del cual participan los indios y los miem- bros no indios de la sociedad nacional, los agentes institucionales tanto como las gentes del común. Lo que para ella caracteriza ese constructo es que en él intervienen factores múltiples y contra- puestos en torno al lugar social de la interetnicidad. Es decir, es un campo de luchas políticas étnicas del cual participa la nación entera.

Pero no todos participan de la misma manera. Ramos en su trabajo nos dice que los agentes de la conformación nacional brasi- leña afirmaron como premisas de la nacionalidad la unidad territo- rial y lingüística, y destaca una tercera premisa, la supuesta igual- dad resultante de la combinación de tres “razas”, la blanca, la india y la negra. Así, un primer producto del indigenismo del Estado republicano brasileño es la “ficción”, así la llama Ramos, de una feliz resultante de la fusión de las tres razas. Como toda ficción que aspira a perdurar, ésta ha sufrido un proceso de renovación y debe alimentarse de manera continua. Pero también ha sido confronta- da, desafiada, y resignificada, pues no actúa sobre un vacío social, sino entre agentes sociales con visiones e intereses contradicto- rios. Y en esa lucha incesante muchas veces queda en evidencia el terreno resbaladizo sobre el cual pretende fundarse.

Alcida nos da ejemplos de la acción institucional y de la de otros nacionales para alimentar la ficción de la homogeneidad ra- cial y de las muchas contradicciones en que se incurre; por ejem- plo, el Estado brasileño formuló políticas y propuso imágenes integracionistas a lo largo siglo veinte, las cuales dejaban translucir que la imagen deseable era la fusión social en el “blanqueamiento”. Es decir, la disolución de la etnicidad en una categoría nacional homogénea. Como si pudiera decirse, una plurietniciad sin etnias.

Pero, de manera simultánea, el mismo Estado desarrolló fuertes medidas y acciones segregacionistas, por ejemplo, sobre el territo- rio indio. Esto se plasmó en una prolongada política de tutelaje o protección del indio por el Estado, donde el indio fue colocado como un débil social que requiere de la protección estatal. Así, mientras una fuerza tiende a la asimilación en nombre de la “emancipación” liberal, la otra apunta al confinamiento, a la vigilancia y al control ejercido por misioneros y otros agentes sociales. También entre las gentes de común se asoma la contradicción, pues mientras se usa la expresión “mi abuela fue cogida a lazo”, siempre se la mantiene a prudente distancia temporal.

Para hacer aún más contradictorio el destino de la plurietnicidad, en los años ochenta pasados se fortaleció el desafío de los propios movimientos indios y de sectores tales como algunos intelectuales. Los movimientos indios en el Brasil, y creo que esto es extensivo a la mayoría de los países latinoamericanos, aprove- charon coyunturas políticas nuevas en las cuales sus reclamos podían ventilarse en escenarios locales e internacionales con un cierto eco. En un artículo de hace algunos años (Jimeno, 1996) propuse que en el caso de Colombia, el movimiento indígena logró hacer de sus reclamos por territorio, no sólo el eje de una nueva identidad étnica, sino también el puente entre lo local y lo global. La idea del territorio permitió que las necesidades prácticas de sub- sistencia de grupos particulares se convirtieran en recursos sim- bólicos para comunicarse de manera bastante efectiva entre las organizaciones indias y con el escenario mundial.

Ramos nos muestra que los movimientos indios del Brasil ape- laron con éxito a la preocupación gubernamental -en buena parte en época de la dictadura militar- con respecto a su buena imagen y a la sensibilidad internacional sobre las garantías estatales a los derechos humanos. Allí, como en Colombia, las organizacio- nes no gubernamentales sirvieron como “switches políticos” entre demandas locales y escenarios globales, combinando factores lo- cales con coyunturas internacionales. Durante las décadas pasa- das, en uno y otro país, los movimientos indios obtuvieron reco- nocimientos constitucionales que son apenas una parte de una relocalización política y simbólica más amplia de las sociedades indias dentro de cada Estado nacional. Sobre estos logros los mo- vimientos indios han continuado el arduo trabajo de afirmación político cultural. Pero, cabe la pregunta, ¿si esto es así, por qué el pluralismo continúa sostenido sobre un terreno resbaladizo, pla- gado de ambigüedades y contradicciones? ¿Es la estructura de interetnicidad descrita por Ramos específicamente brasileña, pro- ducto particular de los vínculos entre conquistadores portugue- ses y los forjadores de la nueva nación brasileña (Ramos en este volumen pp. 19-20)?¿O, además de sus innegables peculiarida- des históricas luso brasileñas, los dilemas del pluralismo son di- lemas que se hacen presentes en la estructura misma de los mo- dernos Estados nacionales?

Zygmund Bauman en su libro La cultura como praxis (2002) sostiene que se “puede hablar de la incurable condición paradójica de la idea de cultura” (pp. 23) y propone que la ambivalencia nu- clear del concepto de ‘cultura’ refleja la ambivalencia de la exis- tencia moderna. Específicamente, dice, la idea de cultura fue una invención histórica impulsada por la necesidad de asimilar una experiencia histórica particular, pese a ello, la cultura se propone como una “propiedad universal de todas las formas de vida hu- mana” (Ibíd). Se supone que la cultura es una condición univer- sal y de todos los tiempos, pero que singulariza a un grupo y lo distingue de otros. Para Bauman en esta concepción acuñada en Europa moderna se instala un doble rasero. Por un lado se apun- ta a la libertad del hombre como creador del mundo, y por el otro, a las restricciones “necesarias”, a los límites y las constricciones que provienen de pertenecer a una cultura y de las mismas rela- ciones sociales.

Esta ambigüedad se extiende hasta los límites de la aceptación de la libertad de otros para ser lo que son. Bauman cita a H. G. Wells quien al comienzo del siglo veinte afirmaba que “los enjam- bres de gentes negras, morenas, mestizas y amarillas” que no cum- plen con los elevados criterios para la reafirmación humana “tie- nen que desaparecer” (2002, pp.19). Pocos, dice Bauman, se atrevieron a ir tan lejos como Nietzche al revelar el doble rasero cuando afirmó que “la gran mayoría de los hombres no tiene dere- cho a la existencia y son, por el contrario, una desgracia para los hombre superiores” (cit. en Bauman, pp.19).

Una versión menos cruda pero no menos reveladora de la condición paradójica del concepto de cultura, nos es familiar a los antropólogos con el largo y renovado debate sobre el relativismo cultural. ¿Hasta dónde relativizar las prácticas culturales de los grupos humanos y cuáles son sus límites? Me parece que Norbert Elias nos permite avanzar un poco más en este orden de ideas.

En un texto llamado “Una disgresión sobre el nacionalismo. Historia de la cultura e historia política” (En Os Alemaes, 1997 [1961-62], traducción mía de la versión en portugués) Elias mostró que la pretensión humanista y universalista de la noción de cultura correspondía a la autoimagen y a los ideales de las elites de la clase media alemana en el siglo dieciocho. Correspondía a la manera como ellos se concebían a sí mismos dentro del desarrollo de la humanidad. Los intelectuales de las clases medias francesas o bri- tánicas no compartieron el mismo concepto de cultura, pero sí la misma confianza en el futuro. Estos eran sectores sociales en as- censo en Europa, en vías de consolidación bajo una nueva forma política, los Estados nacionales. La “cultura” representaba la esfe- ra de su libertad y de su orgullo, y se oponía a la política de la autocracia. Elias dice que cuando Schiller, quien fue uno de los grandes propagadores del concepto de cultura, presentó un dis- curso en una universidad alemana en 1789, señaló con plena con- fianza que la “cultura” había avanzado. Para resaltar el avance cul- tural lo hizo por comparación con la rudeza y crueldad de la vida en muchas sociedades primitivas y mirando al conjunto de la his- toria humana. Con el tiempo, y en la

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