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Duelo Y Melancolía (Freud)

JocelynG30 de Noviembre de 2013

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DUELO Y MELANCOLÌA

Tras servirnos del sueño como paradigma normal de las perturbaciones anímicas narcisistas, intentaremos ahora echar luz sobre la naturaleza de la melancolía comparándola con un afecto normal: el duelo. Pero esta vez tenemos que hacer por adelantado una confesión a fin de que no se sobrestimen nuestras conclusiones. La melancolía, cuya definición conceptual es fluctuante aun en la psiquiatría descriptiva, se presenta en múltiples formas clínicas cuya síntesis en una unidad no parece certificada; y de ellas, algunas sugieren afecciones más somáticas que psicógenas. Prescindiendo de las impresiones que se ofrecen a cualquier observador, nuestro material está restringido a un pequeño número de casos cuya naturaleza psicógena era indubitable. Por eso renunciamos de antemano a pretender validez universal para nuestras conclusiones y nos consolamos con esta reflexión: dados nuestros medios presentes de investigación, difícilmente podríamos hallar algo que no fuera típico, si no para una clase íntegra de afecciones, al menos para un grupo más pequeño de ellas.

La conjunción de melancolía y duelo parece justificada por el cuadro total de esos dos estados (ver nota). También son coincidentes las influencias de la vida que los ocasionan, toda vez que podemos discernirlas. El duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc. A raíz de idénticas influencias, en muchas personas se observa, en lugar de duelo, melancolía (y por eso sospechamos en ellas una disposición enfermiza). Cosa muy digna de notarse, además, es que a pesar de que el duelo trae consigo graves desviaciones de la conducta normal en la vida, nunca se nos ocurre considerarlo un estado patológico ni remitirlo al médico para su tratamiento. Confiamos en que pasado cierto tiempo se lo superará, y juzgamos inoportuno y aun dañino perturbarlo.

La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo. Este cuadro se aproxima a nuestra comprensión si consideramos que el duelo muestra los mismos rasgos, excepto uno; falta en él la perturbación del sentimiento de sí. Pero en todo lo demás es lo mismo. El duelo pesaroso, la reacción frente a la pérdida de una persona amada, contiene idéntico talante dolido, la pérdida del interés por el mundo exterior -en todo lo que no recuerde al muerto-, la pérdida de la capacidad de escoger algún nuevo objeto de amor -en remplazo, se diría, del llorado-, el extrañamiento respecto de cualquier trabajo productivo que no tenga relación con la memoria del muerto. Fácilmente se comprende que esta inhibición y este angostamiento del yo expresan una entrega incondicional al duelo que nada deja para otros propósitos y otros intereses. En verdad, si esta conducta no nos parece patológica, ello sólo se debe a que sabemos explicarla muy bien.

Aprobaremos también la comparación que llama «dolido» al talante del duelo. Es probable que su legitimidad nos parezca evidente cuando estemos en condiciones de caracterizar económicamente al dolor (ver nota).

Ahora bien, ¿en qué consiste el trabajo que el duelo opera? Creo que no es exagerado en absoluto imaginarlo del siguiente modo: El examen de realidad ha mostrado que el objeto amado ya no existe más, y de él emana ahora la exhortación de quitar toda libido de sus enlaces con ese objeto. A ello se opone una comprensible renuencia; universalmente se observa que el hombre no abandona de buen grado una posición libidinal, ni aun cuando su sustituto ya asoma. Esa renuencia puede alcanzar tal intensidad que produzca un extrañamiento de la realidad y una retención del objeto por vía de una psicosis alucinatoria de deseo (ver nota). Lo normal es que prevalezca el acatamiento a la realidad. Pero la orden que esta imparte no puede cumplirse enseguida. Se ejecuta pieza por pieza con un gran gasto de tiempo y de energía de investidura, y entretanto la existencia del objeto perdido continúa en lo psíquico. Cada uno de los recuerdos y cada una de las expectativas en que la libido se anudaba al objeto son clausurados, sobreinvestidos y en ellos se consuma el desasimiento de la libido (ver nota). ¿Por qué esa operación de compromiso, que es el ejecutar pieza por pieza la orden de la realidad, resulta tan extraordinariamente dolorosa? He ahí algo que no puede indicarse con facilidad en una fundamentación económica. Y lo notable es que nos parece natural este displacer doliente. Pero de hecho, una vez cumplido el trabajo del duelo el yo se vuelve otra vez libre y desinhibido (ver nota).

Apliquemos ahora a la melancolía lo que averiguamos en el duelo. En una serie de casos, es evidente que también ella puede ser reacción frente a la pérdida de un objeto amado; en otras ocasiones, puede reconocerse que esa pérdida es de naturaleza más ideal. El objeto tal vez no está realmente muerto, pero se perdió como objeto de amor (P. ej., el caso de una novia abandonada). Y en otras circunstancias nos creemos autorizados a suponer una pérdida así, pero no atinamos a discernir con precisión lo que se perdió, y con mayor razón podemos pensar que tampoco el enfermo puede apresar en su conciencia lo que ha perdido. Este caso podría presentarse aun siendo notoria para el enfermo la pérdida ocasionadora de la melancolía: cuando él sabe a quién perdió, pero no lo que perdió en él. Esto nos llevaría a referir de algún modo la melancolía a una pérdida de objeto sustraída de la conciencia, a diferencia del duelo, en el cual no hay nada inconciente en lo que atañe a la pérdida.

En el duelo hallamos que inhibición y falta de interés se esclarecían totalmente por el trabajo del duelo que absorbía al yo. En la melancolía la pérdida desconocida tendrá por consecuencia un trabajo interior semejante y será la responsable de la inhibición que le es característica. Sólo que la inhibición melancólica nos impresiona como algo enigmático porque no acertamos a ver lo que absorbe tan enteramente al enfermo. El melancólico nos muestra todavía algo que falta en el duelo: una extraordinaria rebaja en su sentimiento yoico {Ichgefühl}, un enorme empobrecimiento del yo. En el duelo, el mundo se ha hecho pobre y vacío; en la melancolía, eso le ocurre al yo mismo. El enfermo nos describe a su yo como indigno, estéril y moralmente despreciable; se hace reproches, se denigra y espera repulsión y castigo. Se humilla ante todos los demás y conmisera a cada uno de sus familiares por tener lazos con una persona tan indigna. No juzga que le ha sobrevenido una alteración, sino que extiende su autocrítica al pasado; asevera que nunca fue mejor. El cuadro de este delirio de insignificancia -predominantemente moral- se completa con el insomnio, la repulsa del alimento y un desfallecimiento, en extremo asombroso psicológicamente, de la pulsión que compele a todos los seres vivos a aferrarse a la vida.

Tanto en lo científico como en lo terapéutico sería infructuoso tratar de oponérsele al enfermo que promueve contra su yo tales querellas. Es que en algún sentido ha de tener razón y ha de pintar algo que es como a él le parece. No podemos menos que refrendar plenamente algunos de sus asertos. Es en realidad todo lo falto de interés, todo lo incapaz de amor y de trabajo que él dice. Pero esto es, según sabemos, secundario; es la consecuencia de ese trabajo interior que devora a su yo, un trabajo que desconocemos, comparable al del duelo. También en algunas otras de sus autoimputaciones nos parece que tiene razón y aun que capta la verdad con más claridad que otros, no melancólicos. Cuando en una autocrítica extremada se pinta como insignificantucho, egoísta, insincero, un hombre dependiente que sólo se afanó en ocultar las debilidades de su condición, quizás en nuestro fuero interno nos parezca que se acerca bastante al conocimiento de sí mismo y sólo nos intrigue la razón por la cual uno tendría que enfermarse para alcanzar una verdad así. Es que no hay duda; el que ha dado en apreciarse de esa manera y lo manifiesta ante otros -una apreciación que el príncipe Hamlet hizo de sí mismo y de sus prójimos-, ese está enfermo, ya diga la verdad o sea más o menos injusto consigo mismo. Tampoco es difícil notar que entre la medida de la autodenigración y su justificación real no hay, a juicio nuestro, correspondencia alguna. La mujer antes cabal, meritoria y penetrada de sus deberes, no hablará, en la melancolía, mejor de sí misma que otra en verdad inservible para todo, y aun quizá sea más proclive a enfermar de melancolía que esta otra de quien nada bueno sabríamos decir. Por último, tiene que resultarnos llamativo que el melancólico no se comporte en un todo como alguien que hace contrición de arrepentimiento y de autorreproche. Le falta (o al menos no es notable en él) la vergüenza en presencia de los otros, que sería la principal característica de este último estado. En el melancólico podría casi destacarse el rasgo opuesto, el de una acuciante franqueza que se complace en el desnudamiento de sí mismo.

Lo esencial no es, entonces, que el melancólico tenga razón en su penosa rebaja de sí mismo, hasta donde esa crítica coincide con el juicio de los otros. Más bien importa que esté describiendo correctamente su situación psicológica. Ha perdido el respeto por sí mismo y tendrá

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