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El carácter lúdico del análisis

Maria Carolina CaccamoSíntesis27 de Octubre de 2021

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El carácter lúdico del análisis

Silvia Bleichmar

Tal vez porque a los analistas, en su condición de “hijos de vecinos” como todo el mundo, les es aún costoso darle a su práctica con niños el estatuto que tiene, cierta mistificación se manifiesta en la tendencia a establecer una reificación del juego, la cual se pone de manifiesto claramente en la expresión “hora de juego”, cuando nadie ha tenido la extraña idea de llamar a la hora de análisis con el adulto “hora de hablar"… Un analista que, siguiendo esa misma modalidad, llama al espacio con el cual trabaja con los niños “sala de juego” - tal vez por la confusión creada por ciertas técnicas de psicoterapias “lúdicas” con las cuales se pretende diluir la especificidad del psicoanálisis - me contaba hace poco que un pequeño paciente le había dicho: “¿Vos tenés un cuartito de hablar para grandes y otro para chicos?”, dejando claramente sentado que él entendía perfectamente a qué iba a su tratamiento, más allá del medio que empleara para dar a conocer sus conflictos.

Sin embargo, tanto recurso al juego no ha permitido aún delimitar claramente su estatuto en psicoanálisis, ya sea como equivalente de la libre asociación - vale decir como medio de aplicación de la regla fundamental para los niños - o como actividad de producción simbólica que da cuenta del nivel de progreso psíquico; falta aún establecer ciertas especificaciones que permitan darle un estatuto preciso en psicoanálisis, tanto desde el punto de vista del método como de su estatuto metapsicológico. Comenzaremos por la segunda en razón de que se puede afirmar que la función de la primera depende de la segunda: es decir que su lugar en el interior de la teoría y la técnica psicoanalíticas están determinadas por su función general en el psiquismo.

El juego en su carácter de producción simbólica, en sus relaciones con otros procesos de constitución de la simbolización, requiere que nos posicionemos en la intersección de dos ejes: el del placer, al cual remite “lo lúdico”, y el de la articulación creencia-realidad, que lo ubica en tanto fenómeno del campo virtual. Es en este sentido que constituye un sector importante del amplio campo de las formaciones de “intermediación”, dando a esta expresión una connotación que, en su proveniencia winnicottiana, es necesario sin embargo precisar.

Intermediación: entre el espacio de la realidad y las creaciones fantasmáticas del sujeto. En este sentido, algo del orden de un producto que perteneciendo a la realidad consensuada, no deja de regirse por ciertas leyes del proceso primario: anulación de las legalidades que se sostienen en la lógica identitaria (o soy un pirata o soy un niño) sustituido por el “y…y” con el cual el proceso primario queda exento de toda contradicción (soy un pirata “y” soy un niño). Modo de funcionamiento que no puede sostenerse más que en el plano de la creencia, que implica cierto clivaje longitudinal del psiquismo con previo establecimiento de dos planos que se despliegan. Lo cual nos lleva al segundo aspecto:

Prerrequisito de clivaje psíquico, en términos que posibilitan el despegue de un espacio de certeza y otro de negación, teniendo como sustento la represión originaria. Si este clivaje no se realiza, el pseudo juego es la realización de un movimiento de puesta en acto en el mundo de una convicción delirante, que no sólo da cuenta del fracaso parcial de la función simbólica en el sujeto sino también se torna irreductible al proceso de comunicación - cerrado a todo intercambio, definido por el carácter lineal de quien emite el mensaje en su intención de posibilitar sólo una comunicación sin retorno. La existencia de este clivaje implica un tercer rasgo que es necesario

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poner de relieve: el juego, como puesta en escena de una fantasía, no puede hacerlo sino por medio de ciertos niveles de deformación en los cuales aquello reprimido emerja y al mismo tiempo se encubra - al igual que ocurre con el sueño o con el arte. La incomodidad de los analistas de niños convocados a verdaderos rituales canibalísticos (comerse a la hermanita, huesito por huesito con placer evidente, aunque sea el objeto originario reemplazado por un muñeco), exhibicionistas o sometidos a partenaires masoquistas del niño, pone de relieve que el juego, como toda actividad sublimatoria, es posible en tanto haya transmutación de meta y de objeto. La riqueza de la sesión de análisis consiste, precisamente, en la posibilidad de que uno de ellos (meta u objeto) quede temporariamente en suspenso por la emergencia de fantasmas reprimidos, fracturada la deformación y atrapados los retoños más cercanos a lo reprimido en virtud de la activación que la instauración del dispositivo de la cura genera como espacio de circulación libidinal.

Se plantea así una cuestión central, que es la relación existente entre función simbólica y placer, o, dicho de un modo más directo, la relación entre simbolización y sexualidad, que ha tenido en psicoanálisis diferentes destinos. Haremos una propuesta sucinta a efectos de situar en este texto nuestra concepción general de la función simbólica, en la cual lo lúdico encuentra un lugar privilegiado.

Señalemos en primer lugar que concebimos a la función simbólica no constituida como efecto de la ausencia del objeto, sino de un exceso. Es el hecho de que en la experiencia primaria de satisfacción se introduzca un exceso irreductible a la evacuación de la satisfacción de necesidad autoconservativa, productor de tensión y requerido de otro tipo de procesamiento, aquello que está en la base de la función simbólica. Que a posteriori, ante la ausencia del objeto se alucine una representación que la obture, no da cuenta del prerrequisito sino del efecto: lo que posibilita la simbolización no es la ausencia del objeto sino el plus que genera en tanto objeto paradojal, aplacatorio de la necesidad y suscitador de libido. Su ausencia activa esta representación producto de su exceso, que se ha implantado en el psiquismo presta a retornaren su función de obturador privilegiado del displacer. Es en este sentido que la alucinación primitiva se constituye como prototipo de toda función simbólica, con la complejidad que esto representa, en razón de que, más que de simbolizar otra cosa, se funda un nuevo territorio, una materialidad nueva, aquella del pensamiento, que no remite a nada ajeno a sí mismo, y que encontrará las vías de ensamblaje con lo real sólo a posteriori.

Si la función simbólica se establece entonces por el hecho de la existencia en el psiquismo de la implantación de la sexualidad humana como plus de placer no reductible a lo autoconservativo, a la necesidad, aquello que da cuenta de su presencia lo constituye el autoerotismo, modo de ejercicio del placer cuyo fin práctico no responde a ninguna ley de naturaleza, sino simplemente a un intento de reequilibramiento de la economía psíquica. Tal vez esta marcación de la relación entre función simbólica y autoerotismo, que se encuentra paradójicamente en las bases mismas de posibilidad de establecimiento de lo lúdico, de cuenta de la vertiente en la cual lo sexual sublimado, desexualizado, tiene un lugar princeps a posteriori en el establecimiento del juego, dando cuenta a la vez de los modos mediante los cuales podemos cercar metapsicológicamente la aparición de actividades compulsivas cuya ganancia de placer directo no pueden llevar a ser confundidas con el juego en sentido estricto.

En los orígenes mismos del psicoanálisis esta cuestión fue planteada. No hay más que revisar el caso Erna [1] para encontrar a Melanie Klein atentamente preocupada por separar los índices en los cuales aparece un intento de empleo

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comunicacional del juego en su paciente, de aquellos momentos en los cuales la compulsión - auto o heteroerótica - ganan la actividad de la niña. Y sin embargo, hay un elemento que obstaculiza toda la comprensión: y es, como residuo de la dominancia psicoanalítica de su tiempo, el endogenismo con el cual la fantasía es concebida como de pura proveniencia subjetiva, sin anclaje en lo vivencial, que ha depositado de modo traumático evidente en la paciente restos de escenas presenciadas que emergen en sus juegos como fragmentos no digeridos de lo real.

Al igual que ocurre con los traumatismos severos, de los cuales fragmentos enteros aparecen en el interior de formaciones simbólicas tales como el sueño o el arte, en el juego de estos niños que han sido sometidos a traumatismos reiterados vemos emerger fragmentos de lo real vivido sin metabolización ni transcripción, ante los cuales es necesario más que interpretarlos restituirlos en su carácter simbólico a través del establecimiento de formaciones de transición. Y es en este sentido que considero que la dominancia aparecida en estos años de considerar a la intervención del analista como meramente lúdica es insuficiente, y que debe ser restituido el valor de la palabra como modo de simbolización dominante en la función analítica.

Establecidas entonces ciertas precisiones respecto al juego como función simbólica, nos introducimos en el segundo aspecto planteado: su función en el análisis de niños. El intento de Melanie Klein de constituir al juego como equivalente de la libre asociación es el acto fundacional más fuerte por generar un campo que otorgue al análisis de niños un estatuto que permita la aplicación del método. Sin embargo, como lo hemos formulado en múltiples ocasiones, el método sólo es posible de ser aplicado en la medida en que el objeto - vale decir el inconciente en su correlación con los otros sistemas psíquicos - se ha visto fundado, y en este sentido el juego puede operar “al modo de

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