FACTORES DEL SUICIDIO
Vicktor32112 de Febrero de 2015
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Hay tres factores importantes para conocer un suicidio: el arma, los últimos días del suicida y el fin con que lo hizo.
El arma. El suicidio de Lucía Casillas tuvo algo en especial: ingirió dos sustancias que hasta ese día nadie había utilizado.
La primera es el Tramyitil, droga que genera oxitocina, la hormona del amor. 500 mg son suficientes para remediar cualquier depresión; 1 gramo partirá en dos la hipófisis, y 2 gramos detienen el corazón. Se muere por amor.
La segunda es el Propofol; con fines médicos se utiliza para inducir el coma; inyectada, tras haber sido quemada con alcohol, produce un sueño de veinticuatro horas que finaliza con la muerte.
Durante sus últimos días, Lucía estuvo profundamente enamorada de Matías Perón. Su relación tenía una característica que la diferenciaba a las demás; un día uno hablaba mientras el otro escuchaba, al siguiente día intercambiaban papeles.
Un día antes de la muerte de Lucía, Matías la llevó a un parque a las afueras de Santiago. Habían cinco bancas, todas vacías, a excepción de una habitada por un anciano con cara de esperanza que tocaba la guitarra. La Luna traía la noche, y el viento hacía que Lucía se refugiara en los brazos de Matías. Él la miró fijamente a los ojos, y con cada campanada que sonaba en la vieja capilla de enfrente, se desmoronaba en lágrimas. Tras secarse los ojos y besarla, le pidió que escaparan, que vivieran juntos.
Dos días antes de que Lucía pusiera fin a su vida, en un motel panameño, las únicas voces que sonaban eran las de tres sitcom gringas, el noticiario de las 10, el noticiario de las 11 e infomerciales. Ellos luchaban en la cama; se vaciaban en cada orgasmo. Cuando terminó un anuncio sobre una licuadora, se observaron silenciosamente y no pararon de llorar.
En la azotea de un rascacielos, marcado por el logo de un banco español, era una noche estrellada y faltaban tres días para que Lucía se despidiera de este mundo. Los ecos de una noche de viernes se hacían presentes. Ella dibujaba el paisaje y él la veía, la tomó por la cintura y le prometió que encontraría una solución; la besó en la mejilla y ella siguió dibujando.
Un día antes de esa escena, Lucía estuvo a punto de terminar su relación, fue una noche de copas en su departamento. Bebió el resto de una botella de whisky y le dijo que odiaba el día en que se habían conocido, odiaba no poder odiarlo. Destapó otra botella y después de un largo sorbo, sentenció que no podía más.
Hace unas semanas, ella lo llevó de paseo por Buenos Aires. Por la mañana caminaron por Puerto Madero; una brizna otoñal adornaba la imagen. Por la tarde recorrieron el barrio de San Telmo; él le compró una libreta para dibujo, ella le pidió que fueran a ver a los viejos danzar tango. Ella le dijo “te amo” por primera vez, lo escribió en un papelito y lo colocó en la mano de Matías.
Al día siguiente cruzaron el Río de la Plata en un barco, dispuestos a conocer Montevideo, ciudad que ninguno había visitado. Al llegar a su destino, él le hizo saber que los sentimientos eran recíprocos. La abrazó y se emborracharon con besos y vino.
Pasaron varios días para que pudieran adaptarse a su peculiar relación; las ansias de tener que esperar 24 horas para responder, provocaba que Lucía devorara sus uñas, mientras que Matías era una máquina de liar y fumar cigarrillos.
Cuando aprendieron a controlar sus nervios, cada momento era placentero. Él la llevó a sus sitios favoritos; recorrieron el camino de Santiago de Compostela, pasearon en bicicleta por Miami y se atascaron de comida exótica en Tailandia. Ella procuró volver a vivir toda su vida con él; fueron al hospital donde nació, comieron algodón de azúcar en el parque donde pasó
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