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Inferioridad


Enviado por   •  18 de Enero de 2013  •  5.109 Palabras (21 Páginas)  •  409 Visitas

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Carácter positivo del sentimiento de inferioridad. La superación del sentimiento

de inferioridad es independiente de la obtención del placer.

Sentimiento de inferioridad e instinto de muerte. El principio de

aseguramiento en la esfera corporal y en la esfera cultural. Utilidad

biológica del sentimiento de inferioridad. Posibilidad y causalidad. Falta

de finalidad de la psicología de los instintos. Valor creador del espíritu de

negación. El sentimiento de comunidad en el futuro. Omnipotencia del

sentimiento de comunidad. Estilos de vida con insuficiente sentimiento

de comunidad. Actitud pasiva y actitud activa frente al sentimiento de

inferioridad. Sí, pero... Aseguramiento con síntomas corporales. La

actitud de vacilación. El complejo de inferioridad.

Hace mucho tiempo puse de relieve que ser hombre equivale a sentirse

inferior. Quizá no todos recuerdan haber experimentado este sentimiento

de inferioridad. Es también posible que a muchos les extrañe esta expresión

y prefieran cambiarla por otra. No me opongo a ello; y tanto menos cuanto

que veo que algunos autores han hecho ya este cambio. Para negarme la

razón, gentes que se pasan de listas calcularon que el niño debe haber

experimentado un sentimiento de plenitud para poder llegar a un

sentimiento de inferioridad. La sensación de insuficiencia constituye un

sufrimiento duro y tenaz que perdura, por lo menos, hasta que un deber no

es resuelto, hasta que una necesidad no es satisfecha o no es neutralizada

una tensión. Es, sin duda, un sentimiento natural comparable a una tensión

dolorosa, que reclama alivio. Este alivio no ha de ir forzosamente

acompañado de placer, como supone Freud, aunque puede ir acompañado

de sentimientos de satisfacción, lo cual estaría de acuerdo con la

concepción de Nietzsche. En determinadas condiciones, el relajamiento de

esta tensión puede ir acompañado también de sufrimiento permanente o

temporal, algo así como cuando se va un fiel amigo o como cuando es

necesario someterse a una operación dolorosa. Tampoco a un fin penoso

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-generalmente preferido a una pena sin fin- puede considerársele como

placer, a menos que queramos recurrir a ardides sofísticos.

De la misma manera que un lactante traiciona con sus movimientos el

sentido de insuficiencia, su constante aspiración a perfeccionarse y a

satisfacer sus exigencias vitales, así también el movimiento histórico de la

Humanidad debe ser interpretado como la historia del sentimiento de

inferioridad y de los intentos realizados para liberarse de él. Desde que se

puso en movimiento, la materia viva siempre se ha esforzado por pasar de

una situación de minus a una situación de plus. Este movimiento, cuyas

características describimos ya en 1907 en nuestro Studie über

Minderwertigkeit van Organen (Estudio de las minusvalías orgánicas), es

el mismo que comprendemos bajo el concepto de evolución. Dicho

movimiento en modo alguno puede considerarse como encaminado hacia la

muerte, ni siquiera hacia un estado de equilibrio o de reposo; antes bien,

aspira a la dominación del mundo circundante. La tesis de Freud de que la

muerte ejerce una cierta atracción sobre el hombre, hasta el punto de llegar

a desearla en sueños y demás, representa, aun dentro de su propio sistema,

una conclusión precipitada. No cabe, en cambio, duda de que existen

hombres que prefieren la muerte a una lucha con las circunstancias

ambientales, porque, en su orgullo, tienen un miedo exagerado a un posible

fracaso. Son personas que aspiran siempre a ser mimadas y dispensadas de

sus obligaciones, a base de que otros las cumplan.

Como fácilmente puede demostrarse, el cuerpo humano se halla

estructurado según el principio de seguridad. Meltzer llamó ya la atención

sobre este principio en The Harvard Lectures, en 1906 y 1907, esto es,

aproximadamente, en la misma época en que yo escribía mi ya citado

estudio, sólo que él lo hizo con más profundidad y amplitud. Un órgano

dañado es substituido en su función por un órgano sano o emite por sí

mismo una energía complementaria. Todos los órganos pueden rendir más

de lo que rinden normalmente, y atender muchas veces a múltiples y vitales

funciones. La vida, que está regida por el principio de autoconservación, ha

adquirido, en el curso de la evolución biológica, la energía y la capacidad

para ello imprescindibles. Las divergencias de los hijos y de las

generaciones jóvenes, con respecto a los padres y a las generaciones viejas,

no son más que un aspecto de este mecanismo de seguridad vital.

También la creciente civilización que nos rodea acusa idéntica tendencia a

la seguridad y nos muestra al hombre en un continuo estado afectivo de

sentimiento de inferioridad que estimula incesantemente su actividad para

alcanzar una mayor seguridad. La satisfacción y el dolor que acompañan a

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esta lucha no son sino ayudas y premios que se le ofrecen al caminar por

esta vereda. Pero una adaptación definitiva a la realidad del momento, ya

creada, no sería otra cosa que la explotación de los esfuerzos de otros en

armonía con la imagen que del mundo tienen los niños mimados. La

continua aspiración a la seguridad impulsa al individuo hacia la superación

de la realidad actual en favor de otra realidad mejor. Sin esta corriente de la

civilización, que nos arrastra hacia delante, la vida humana sería imposible.

El hombre habría sucumbido ante el embate de las fuerzas de la Naturaleza

si no hubiera aprendido a utilizarlas en provecho propio. El hombre carece

de cosas que, poseídas por seres más fuertes, hubiesen podido ser causa de

su aniquilamiento. Los rigores del clima le obligan a defenderse contra el

frío mediante las pieles que quita a animales mejor dotados. Su organismo

requiere una habitación artificial y una preparación igualmente artificial de

sus alimentos. Su vida no está asegurada más que bajo ciertas condiciones,

como son una conveniente división del trabajo y una suficiente

multiplicación de los individuos. Sus órganos y su espíritu trabajan de

continuo para superarse, para afianzarse. A esto hay que añadir su mayor

conocimiento de los peligros de la vida y una menor ignorancia de la

muerte. ¿Quién puede dudar seriamente de que para el individuo, tan mal

dotado por la Naturaleza, la sensación de inferioridad es una verdadera

bendición, que sin cesar le empuja hacia una situación de plus hacia la

seguridad, hacia la superación? Y esta formidable e inevitable rebelión

contra este sentimiento de inferioridad consubstancial al hombre se repite

como base de la evolución en la infancia de cada individuo.

Todo niño que no esté tan anormal, como el idiota, gravemente tarado en su

vida psíquica, se halla bajo el imperativo de este desarrollo ascensional que

anima tanto a su cuerpo como a su alma. También a él le es impuesta por la

Naturaleza la tendencia a la superación. Su pequeñez, su debilidad y su

incapacidad para satisfacer sus propias necesidades, las más o menos

importantes negligencias son aguijones determinantes para el desarrollo de

su fuerza. Bajo la presión de su existencia precaria, el niño crea para sí

mismo nuevas formas de vida, tal vez hasta entonces inéditas. Sus juegos,

siempre orientados hacia el porvenir, demuestran su energía autocreadora,

que en modo alguno podrían explicarse mediante los llamados reflejos

condicionados. El niño construye sin cesar en el vacío del porvenir,

impelido por la necesidad imperativa de vencer. Hechizado por las

necesidades e imperativos de la vida, sus anhelos siempre crecientes le

arrastran inexorablemente hacia un objetivo final, superior al destino

terrestre que le era asignado. Y este objetivo que lo atrae, le conduce a las

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alturas, se anima y llega a adquirir colores dentro del reducido ambiente en

que el niño lucha por triunfar.

No me es posible dedicar aquí más que unas breves palabras a unas

consideraciones teóricas que, juzgándolas fundamentales, publiqué en 1912

en mi libro Ueber den nervösen Charakter (El carácter neurótico). Si

existe dicho objetivo de conquista y la evolución nos lo demuestra de modo

palpable, entonces el grado de evolución que el niño alcanza y se plasma en

él, se transforma a su vez en material de construcción para el desarrollo

ulterior. En otras palabras, su herencia, física o psíquica, se expresa en

posibilidades, y no cuenta sino en la medida en que puede ser y es utilizada

con vistas al objetivo final. Lo que luego observamos en la evolución del

individuo ha sido originado por el material hereditario, y su perfección es

debida a la potencia creadora del niño. Puse ya anteriormente de relieve la

brecha que abre el material hereditario. Sin embargo, debo negar que

ofrezca significación causal alguna, porque la variación constante y

multiforme del mundo exterior exige un empleo creador y elástico de ese

material. La orientación hacia el triunfo final permanece invariable, aunque

el objetivo, una vez plasmado en la corriente del mundo, imponga a cada

individuo una dirección diferente.

Las insuficiencias orgánicas, el mimo o el abandono inducen con

frecuencia al niño a establecer fines concretos de superación que se hallan

en contradicción tanto con el bienestar del individuo como con el

perfeccionamiento de la Humanidad.

Existe, empero, un considerable número de casos y de desenlaces que nos

autorizan a hablar, no de causalidad, sino de una probabilidad estadística y

de una desviación engendrada por un error. Además, se ha de tener en

cuenta que cada mala acción es distinta a las demás, que cada defensor de

una determinada concepción del mundo la presenta desde una distinta

perspectiva, que cada escritor pornográfico ofrece sus peculiaridades, que

todo neurótico se distingue de los demás y que tampoco hay dos

delincuentes completamente iguales. Precisamente es en esta peculiaridad

que distingue a cada individuo que se pone de relieve la creación propia del

niño y la manera como utiliza y aprovecha sus posibilidades y aptitudes

congénitas.

Lo mismo debe decirse de los factores ambientales y de las medidas

educativas. El niño los acoge y utiliza para la concreción de su estilo de

vida; se crea un objetivo que nunca abandona, percibiendo, pensando,

sintiendo y actuando con las miras puestas siempre en él. Una vez

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reconocido el dinamismo del individuo, ningún poder del mundo puede

impedir la suposición de que existe un objetivo hacia el cual este

movimiento está orientado. No existe ningún movimiento sin objetivo, y

este objetivo no puede ser alcanzado nunca. La causa de esto reside en la

conciencia primitiva del hombre, de que nunca podrá ser el amo del

mundo, de modo que si esta idea asoma se ve obligado a transferirla a la

esfera del milagro o de la omnipotencia divina 5.

La vida psíquica está dominada por el sentimiento de inferioridad, y esto es

fácilmente comprensible si se parte de los sentimientos de insuficiencia, de

imperfección, y de los esfuerzos ininterrumpidos provistos por los seres

humanos y la humanidad.

Cada uno de los mil problemas del vivir cotidiano pone al individuo en

guardia y en disposición de ataque. Todo movimiento constituye una

marcha hacia adelante para pasar de la imperfección a la perfección. En

1909, en mi estudio Aggressionstrieb im Leben und in der Neurose (El

impulso de agresión en la vida y en la neurosis) intenté dilucidar más de

cerca este hecho, llegando a la conclusión de que las formas de esta

inclinación a la agresividad, desarrolladas bajo las necesidades de la

evolución, derivan del estilo de vida, y son una parte de la totalidad.

Concebirlas como radicalmente malas o explicarlas postulando un impulso

sádico congénito, es algo completamente gratuito. Aun si pobremente

pretende construir una vida psíquica sobre impulsos ciegos y descarriados,

no se debería al menos olvidar el imperativo de la evolución, ni tampoco la

inclinación hacia la comunidad adquirida por el hombre en el curso del

desarrollo evolutivo. Tomando en cuenta el gran número de seres humanos

mimados y decepcionados, no es de admirar que personas de todas las

capas de la sociedad, desprovistas de espíritu crítico, hayan adoptado esta

noción -incomprendida de la vida psíquica de los niños mimados y por lo

tanto fuertemente decepcionados, que nunca reciben lo suficiente- como

una teoría psicológica fundamental.

La incorporación del niño a su primer ambiente es, por tanto, el primer acto

creador que, recurriendo a sus aptitudes, realiza impulsado por su

sentimiento de inferioridad. Esta incorporación, distinta en cada caso

concreto, es movimiento, interpretado luego por nosotros como forma,

5 JAHN y ADLER, Religion und Individualpsychologie (La Religión y la Psicología

del Individuo), edit. Dr. Passer. Viena. 1933

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como movimiento congelado, como forma de vida que parece prometer un

objetivo de seguridad y de triunfo. Los límites dentro de los cuales se

desarrolla esa evolución son los de la humanidad en general, que vienen

dados por el estado actual de la evolución de la sociedad y del individuo.

Sin embargo, no todas las formas de vida utilizan esta situación como es

debido, contradiciendo así el sentido de la evolución. En capítulos

anteriores he demostrado que el completo desarrollo del cuerpo y del

espíritu humanos está mejor garantizado cuando el individuo encuadra sus

aspiraciones y sus actos dentro de la comunidad ideal apetecible. Entre

aquellos que consciente o inconscientemente adoptan este punto de vista y

los muchísimos otros que no lo hacen, se abre un abismo infranqueable. La

contradicción en que se mueven ocasiona, en la existencia humana,

innumerables discrepancias y formidables luchas. Los ambiciosos (en el

sentido favorable del término) hacen gala de un espíritu constructivo,

contribuyendo así al provecho de la Humanidad. Pero tampoco sus

antagonistas están desprovistos de valor. Mediante sus errores -por los

cuales llegan a perjudicar a sectores más o menos amplios- estimulan el

esfuerzo de los contrarios. Se asemejan por tanto, a aquel espíritu que

siempre quiere lo malo, más siempre crea lo bueno (Goethe, Fausto).

Despiertan el espíritu de crítica de los demás, proporcionándoles de este

modo indirecto una mejor comprensión. Y, finalmente, contribuyen a

suscitar ese sentimiento de inferioridad realmente actuante.

La dirección del desarrollo del individuo y de la comunidad está, por tanto,

preestablecida por el grado del sentimiento de comunidad. Esto nos

proporciona un punto de vista sólido para juzgar lo que es justo o injusto, y

nos muestra además un camino que ofrece una seguridad sorprendente

tanto en orden a la educación y curación como al enjuiciamiento de las

anomalías. La medida que se emplea a este efecto es mucho más precisa

que la que supondrá cualquier experimento. Y es que la vida misma nos

sirve en este caso de piedra de toque. Todo movimiento expresivo, por

débil que sea, puede ponerse a prueba desde el punto de vista de su

orientación y distancia de la comunidad. El cotejo con las medidas de la

psiquiatría clásica, que sólo pretende valorar los síntomas nocivos o los

perjuicios causados a la comunidad, aunque tratando al mismo tiempo de

perfeccionar sus métodos poniéndolos en armonía con el desarrollo

ascendente de la sociedad, será, con todo, favorable a los de nuestra

Psicología individual. Y ello por la sencillísima razón de que ésta no

pretende culpar al individuo, sino que más bien intenta mejorarlo al atribuir

la culpa, no al individuo mismo, sino a nuestra civilización, de cuyas

enormes deficiencias todos resultamos responsables, y al invitarnos además

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a colaborar en la corrección de estas últimas. El hecho de que aun hoy

estemos obligados a laborar por el incremento del sentimiento de

comunidad se debe al grado todavía muy insuficiente de nuestra evolución.

No cabe duda alguna de que las generaciones venideras habrán incorporado

a su vida el sentimiento de comunidad como nosotros tenemos

incorporadas a la nuestra la respiración, la marcha erecta o la percepción de

las oscilaciones luminosas como imágenes quietas.

Incluso aquellos que no comprenden que en la vida psíquica del hombre se

encuentra el elemento generador del sentimiento social o de su imperativo:

el ama a tu prójimo -todos aquellos que no aspiran más que a descubrir en

el hombre el perro que llevamos dentro que astutamente procura no ser

reconocido y castigado- representan un valioso estimulante para el hombre

en su esfuerzo por elevarse; insisten con una sorprendente obstinación

sobre los estadios retardatarios de su desarrollo. Su sentimiento de

inferioridad busca un contrapeso totalmente personal en la certidumbre de

la falta de valor de los demás. Me parece peligroso el abuso de la idea del

sentimiento de comunidad en un sentido negativo -es decir de aprovechar

una eventual falta de claridad que encamine al sentimiento social para

aprobar formas de vida o concepciones del mundo hostiles a la sociedad, y

para imponerlas a la sociedad actual e incluso futura, por todos los medios

dables, so pretexto de salvaguardarla. Tal es el caso de aquellos que

abogan por la pena de muerte, la guerra o el sacrificio despiadado de los

adversarios. Pero hasta éstos -tal es la omnipotencia del sentimiento de

comunidad- se ven obligados a cobijarse bajo su manto. Todas estas

concepciones anticuadas tienen su origen, evidentemente, en la falta de

confianza en poder encontrar un camino nuevo y mejor: esto es, es un

sentimiento de inferioridad claramente reconocible. Es patente el hecho de

que ni aun el asesinato detiene la marcha inexorable de las ideas

progresistas, ni al derrumbamiento de las ideas que agonizan, y todo el

mundo podía haber sacado ya de la historia humana esta enseñanza

elemental. No existe, en lo que alcanzamos a ver, sino un único caso en que

matar podría tener alguna justificación: el de defensa propia hallándose en

peligro de muerte o el de defensa de otros que se hallaran en situación

análoga. Nadie presentó tan magníficamente como Shakespeare, en

Hamlet, este problema a la Humanidad, aunque sin ser enteramente

comprendido. Shakespeare, que, a la manera de los poetas griegos, envía en

persecución del delincuente a las Erinias vengadoras, floreció en una época

más pródiga aún en hechos sangrientos que la nuestra, e hizo estremecer el

sentimiento de comunidad de aquellos que aspiraban al ideal de la

comunidad humana y que a la postre quedaron vencedores. Todas las

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aberraciones del criminal nos denuncian los límites extremos a que llegó el

sentimiento de comunidad en los caídos.

Incumbe, por tanto, al sector progresista de la Humanidad la estricta tarea

de ilustrar y educar, sin excesivo rigor ni dureza, a aquel que se halla falto

de sentimiento de comunidad, considerándole como un posible y eficiente

colaborador en el caso de que logre adquirir dicho sentimiento, mas no en

caso contrario. No hay que olvidar que para el hombre que carece de tal

preparación supone un choque topar con un problema que requiere un

fuerte sentimiento de comunidad y que este choque puede engendrar un

complejo de inferioridad susceptible de hacerle incurrir en todo género de

errores. La estructura mental del delincuente obedece sin duda al estilo de

vida de una persona activa, pero, poco propensa a la vida en común, que ya

desde su infancia se ha formado una opinión tal de la vida que considera

justo aprovecharse del sudor ajeno. El hecho de que este tipo de sujeto se

observe preferentemente entre niños mimados y, con menor frecuencia, en

las personas cuya infancia ha transcurrido sin ser objeto de especiales

cuidados, poco podrá extrañarnos después de lo que venimos explicando.

Considerar la criminalidad como un autocastigo, o como consecuencia de

primitivas formas de perversión sexual (hasta del mismo supuesto complejo

de Edipo), es algo que resulta fácilmente refutable al darnos cuenta de que

el hombre, a quien en la vida real encantan las metáforas, cae con

demasiada facilidad en las redes de símiles y comparaciones. Dice Hamlet:

Esta nube, ¿no parece un camello?, y Polonio contesta: En efecto, es igual

a un camello.

Defectos y vicios infantiles como la retención de excrementos, la enuresis

nocturna, la excesiva inclinación hacia la madre, etc., son manifiestas

señales de mimo en un niño cuyo ámbito vital no se extiende más allá de la

esfera maternal, ni de aquellas funciones cuya vigilancia corresponde a la

que le dio el ser. Si a estos defectos infantiles se añade una sensación de

gozo, como sucede, por ejemplo, al chuparse el dedo o al retener los

excrementos, lo cual puede ocurrir fácilmente en niños hipersensibles en

donde si se agrega a la vida parasitaria de los niños mimados y a su apego a

la madre, un sentimiento sexual naciente, éstas son complicaciones y

consecuencias de las que son amenazados sobre todo estos niños mimados.

Ahora bien, el mantener estos defectos, así como la masturbación infantil,

desvía el interés del niño por la cooperación, lo más a menudo, no sin que

una seguridad del lazo entre la madre y el niño sea reafirmada por una aun

mayor vigilancia de aquella (lo que no equivale en ningún modo a una

defensa, sentido que Freud intentó atribuir falsamente a mi concepto de

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seguridad). Por diferentes motivos, esta cooperación no ha sido adquirida,

sobre todo por el niño mimado, que es impulsado a buscar de manera

constante un apoyo que le exima, cuando menos en parte, de las tareas de la

convivencia. La falta del sentimiento de comunidad y la agudización del de

inferioridad, ambos íntimamente enlazados, quedan aparentados con toda

claridad en esta fase de la vida infantil, manifestándose por lo general a

través de todas esas formas de expresión que suelen darse cuando se vive

en un ambiente que se supone hostil: susceptibilidad, impaciencia,

incremento de las emociones, temor a la vida, cautela y avidez, esta última

como resultado de la pretensión infantil de que todo debe pertenecerle.

Los problemas difíciles de la vida, los peligros, las decepciones, las penas,

las preocupaciones, las pérdidas (sobre todo de personas queridas) y toda

especie de presiones sociales han de considerarse casi siempre a la luz del

sentimiento de inferioridad. Éste se exterioriza generalmente en emociones

y estados de ánimo universalmente conocidos, que distinguimos bajo los

nombres de miedo, tristeza, desesperación, vergüenza, timidez, perplejidad,

asco, etc., y que se traducen en la expresión facial y en la actitud del

cuerpo. Parece en unos casos como si faltase el tono muscular, mientras se

manifiesta en otros esa forma de movimiento que tiende a alejarnos del

objeto inquietante o de las exigencias que constantemente nos crea la vida.

En armonía con esa tendencia a la evasión, surgen de la esfera del

pensamiento planes de retirada. La esfera afectiva en la medida en que

tenemos la posibilidad de examinarla, refleja el estado de inseguridad y de

inferioridad, contribuyendo así a fortalecer el impulso hacia la huida, en su

irritación y en la forma que se presenta. El sentimiento humano de

inferioridad, que suele diluirse en el afán de progresar, se revela con más

claridad en los avatares de la vida, y con claridad deslumbradora en las

duras pruebas que ésta nos depara. Distinta es su expresión según el caso, y

si, en cada uno, hiciéramos un resumen de sus manifestaciones , delataría

en todos sus fenómenos el estilo individual de vida que se manifiesta de

modo uniforme en todas las situaciones de la existencia.

Sin embargo, no hay que perder de vista que en el solo intento de superar

las tendencias emocionales que acabamos de describir, en el hecho de

exaltarse, de estallar en cólera y, a veces, en el asco y el desdén, puede

verse el resultado de un activo estilo de vida impuesto por el objetivo de

superioridad y aguijoneado por el sentimiento de inferioridad. Persistiendo

en la línea de retirada ante los problemas amenazantes, la primera de estas

formas de vida, la intelectual, puede conducir a la neurosis, a la psicosis o a

actitudes de masoquismo, mientras que la segunda, la forma emotiva,

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prescindiendo de las formas neuróticas mixtas y en correspondencia con su

estilo de vida, tienda a una mayor actividad (no olvidando, sin embargo,

que actividad no es ánimo, el cual sólo se observa del lado del progreso

social), y de ahí la propensión al suicidio, al alcoholismo, a la criminalidad

o a una perversión activa. Es evidente que se trata aquí de transmutaciones

de un mismo estilo de vida y no de ese ficticio proceso que Freud

denomina regresión. La semejanza de estas formas de vida con otras

anteriores o con determinados rasgos de ellas mismas no debe interpretarse

como identidad, y el hecho de que cada ser vivo no disponga de más

patrimonios que los de su propio caudal espiritual y corporal no representa

recaída alguna en ningún estadio infantil o primitivo. La vida exige la

solución de los problemas de la comunidad y por esto toda conducta

humana apunta al porvenir, incluso en el caso de que extraiga del pasado

los medios para el logro de su finalidad.

La falta de preparación para enfrentarse a los problemas de la vida puede

obedecer en todo caso a un insuficiente desarrollo del sentimiento de

comunidad, sea cual sea el nombre que queramos darle: solidaridad

humana, cooperación, humanismo o incluso ideal del Yo. Esta falta de

preparación es la que engendra ante los problemas y su desarrollo, las

múltiples formas de expresión de inseguridad y de inferioridad física y

psíquica. Tales actitudes anímicas originan pronto toda clase de

sentimientos de inferioridad, que, si bien no se manifiestan claramente, se

expresan ya en el carácter, en el movimiento, en la actitud, en la manera de

pensar sugerida por el sentimiento de inferioridad, y en el hecho de

apartarse del camino del progreso. Todas estas formas de expresión del

sentimiento de inferioridad acentuado por la falta de sentimiento de

comunidad llegan a ponerse de relieve en el momento en que surgen los

problemas de la vida, la causa exógena; lo que no puede faltar jamás en

caso de un fracaso típico, aun cuando no todos lleguen a encontrarla. Este

fracaso típico se debe, ante todo, al intento de aferrarse a determinadas

conmociones para aliviar la tensa situación creada por un acentuado

sentimiento de inferioridad y como consecuencia del incesante afán de

liberarse de una situación minus. Pero en ninguno de estos casos puede

ponerse en duda la vigencia del sentimiento de comunidad ni borrarse la

diferencia entre bueno y malo; en todos ellos encontramos un sí que

subraya la presión del sentimiento de comunidad; mas siempre seguido de

un ...pero, el cual posee mayor fuerza y obstaculiza el oportuno

fortalecimiento del sentimiento de comunidad. Este ...pero, en todos los

casos, que sean típicos o peculiares, implicara un matiz propio a cada

individuo. Las dificultades de la curación corresponden precisamente a su

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potencia. Ésta es más pronunciada en el suicidio y en las psicosis, producto

de conmociones anímicas en las que el sí desaparece casi por completo.

Rasgos de carácter, como la ansiedad, la timidez, el recelo, el hermetismo,

el pesimismo, etc.. que acusan, ya de antiguo, un deficiente contacto con el

mundo, se intensifican notablemente cuando hay que luchar contra los

rigores del destino y aparecen en las neurosis, por ejemplo, como síntomas

patológicos más o menos pronunciados. Lo mismo puede decirse, de

manera impactante, del dinamismo aminorado del individuo que siempre se

halla en la retaguardia y a notable distancia del problema planteado (V.

Adler, Praxis und Theorie der lndividualpsychologie (Práctica y teoría de

la Psicología individual). Esta preferencia por la zona más alejada del

campo de lucha de la vida está reforzada por la manera de pensar y de

argumentar del individuo, y a veces también, por ideas obsesivas o por

estériles sentimientos de culpabilidad. No es difícil comprender que no son

los sentimientos de culpabilidad los que llevan al individuo a desfilarse

ante el problema que se le plantea, sino que la preparación y la inclinación

insuficientes de toda su personalidad encuentran aprovechables los

sentimientos de culpabilidad para poner trabas al avance. Las

autoacusaciones absurdas, por ejemplo en caso de masturbación,

proporcionan excelentes pretextos de remordimientos. También el hecho de

que cada ser humano, al echar una mirada a su pasado, encuentre algo que

desearía no hubiera ocurrido, sirve a tales individuos como excusa para no

colaborar.

Pretender reducir a este ardid de los sentimientos de culpabilidad, fracasos

tales como la neurosis o la criminalidad es desconocer la gravedad de la

situación. La misma orientación que toma el individuo en caso de un

deficiente sentimiento de comunidad pone siempre de manifiesto una

mayor incertidumbre ante un problema de naturaleza social; esta

incertidumbre refuerza la conmoción del organismo, con las modificaciones

orgánicas resultantes, y permite al individuo irse por otros caminos.

Estos trastornos corporales causan un desorden pasajero o permanente en

todo el organismo, pero se localizan generalmente de un modo flagrante en

aquellos puntos del organismo que a causa de una inferioridad congénita o

de una sobrecarga de atención responden más intensamente al trastorno

psíquico. La perturbación funcional puede manifestarse por la desaparición

del tono muscular o su exaltación por una erección capilar, por un aumento

de la transpiración, por síntomas cardíacos, gástricos e intestinales, por una

dificultad respiratoria, por una sensación de nudo en la garganta, por la

necesidad imperiosa de orinar y por una excitación o apatía sexual. En el

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seno de una misma familia se observan a menudo, cuando una situación

difícil se presenta, los síntomas citados acompañados de dolor de cabeza,

jaqueca, rubor intenso o palidez. Las recientes investigaciones de Cannon y

Marañón, entre otros, demuestran de manera perfecta que el sistema

simpático suprarrenal participa notablemente en estos trastornos, como

participa también la parte craneal y pelviana del sistema vegetativo, que

reaccionan de un modo distinto ante las emociones. Todo esto viene a

confirmar nuestras antiguas sospechas de que normalmente las funciones

de las glándulas de secreción interna, el tiroides, las suprarrenales, la

hipófisis y las glándulas genitales se hallan bajo la influencia del mundo

circundante y responden siempre a las impresiones psíquicas, según la

intensidad con que son subjetivamente experimentadas y en

correspondencia con el estilo individual de vida, a fin de restablecer el

equilibrio corporal. Y cuando la aptitud del individuo frente a los

problemas de la vida es deficiente, responden de una manera exagerada,

sobrecompensadora (V. Adler, Studie über Minderwertigkeit von Organen,

(Estudio sobre minusvalías orgánicas). cap. 1).

El sentimiento de inferioridad de un individuo puede también ser delatado

por la dirección que sigue en su camino. Hemos hablado ya de cómo el

individuo podía alejarse, desinteresarse, desapegarse de los problemas de la

vida, y también de la manera en cómo son soslayados. No cabe duda de

que, a veces, se podría demostrar que tal manera de proceder puede ser

justa, esto es, adecuada al sentimiento de comunidad. El hecho de que este

punto de vista pueda ser justificado afecta particularmente a la Psicología

individual, ya que esta ciencia no atribuye a las reglas y fórmulas sino una

validez condicional, cuya comprobación exige una incesante aportación de

pruebas. Una de estas pruebas nos la proporciona el comportamiento

habitual del individuo en cuanto a una u otra actitud más arriba descrita.

Otro tipo de movimiento, distinto de la actitud vacilante y que también

delata el sentimiento de inferioridad, es el de rehuir total o parcialmente

cualquier problema de la vida. Es total en la psicosis, en el suicidio, en la

criminalidad inveterada, en la perversión habitual; parcial en el

alcoholismo y en las demás manías. Quisiera mencionar como último

ejemplo del sentimiento de inferioridad, la reducción sorprendente del

propio ámbito vital y el encogimiento del camino de superación, dejando

así excluidos importantes aspectos de los problemas de la vida. También es

necesario aquí reconocer algunas excepciones en cuanto a la abstención

total en resolver determinados aspectos parciales de dichos problemas, pero

con miras a poder servir en mayor grado a la sociedad: así, el artista o el

genio.

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Hace ya largo tiempo que llegué a reconocer la evidencia del complejo de

inferioridad en todos los casos de fracaso típico. Sin embargo, tuve que

esforzarme mucho para contestar a la pregunta más importante, a saber:

¿cómo a partir de un sentimiento de inferioridad -y sus consecuencias

físicas y psíquicas- puede nacer el complejo de inferioridad por el impacto

con un problema de la vida ? A mi entender, este problema nunca llegó a

ocupar el primer plano del interés de los autores, y por ello no pudo ser

resuelto antes. La solución se me impuso de la misma manera que son

resueltos los demás problemas planteados a la luz de la psicología

individual, buscando explicar la particularidad a partir del todo y el todo a

partir de casos particulares. El complejo de inferioridad, esto es, el

fenómeno permanente de las consecuencias del sentimiento de inferioridad,

y la fijación de éste, se explica por una exagerada carencia del sentimiento

de comunidad. Las mismas vivencias, los mismos traumas, las mismas

situaciones y los mismos problemas de la vida (suponiéndolos

completamente idénticos), se manifiestan de manera distinta dependiendo

del individuo. Por eso el estilo de vida y el caudal de sentimiento de

comunidad que éste encierra, ofrecen, desde luego, una importancia

decisiva. Lo que puede inducirnos a error en ciertos casos, haciéndonos

dudar de la exactitud de tales experiencias, es el hecho de que, a veces,

personas con indudable ausencia del sentimiento de comunidad (lo cual

sólo un observador experimentado puede confirmar) acusen,

pasajeramente, manifestaciones de sentimiento de inferioridad, pero nunca,

en cambio, del complejo de inferioridad. Este caso se da en las personas

que, poseyendo escaso sentimiento de comunidad, tienen a su favor las

circunstancias ambientales. El complejo de inferioridad del paciente podrá

ser deducido de su conducta y actitudes, de su pasado de niño mimado, de

la existencia de órganos minusvalentes, del sentimiento de menoscabo y

abandono en su infancia. A ello contribuirán otros valiosos medios de la

Psicología individual, que más tarde detallaremos: el esclarecimiento de los

recuerdos más lejanos de la infancia, toda nuestra experiencia en torno al

estilo de vida, la influencia ejercida por la familia (en la serie de hermanos

y hermanas) y la interpretación de los sueños. En el complejo de

inferioridad la conducta sexual y la evolución individual son sólo una parte

de la totalidad y se hallan englobadas en dicho complejo.

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