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Lección 31: La descomposición de la personalidad psíquica


Enviado por   •  30 de Junio de 2015  •  2.381 Palabras (10 Páginas)  •  280 Visitas

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Lección 31: La descomposición de la personalidad psíquica

El Yo es el sujeto más genuino, la pregunta es cómo podría devenir objeto. Sin duda esto es posible. El Yo puede tomarse a sí mismo por objeto, tratarse como a los otros objetos, observarse, criticarse, y dios sabe cuántas otras cosas podrá emprender consigo mismo. Para ello una parte del Yo se contrapone al resto. El Yo es, entonces, escindible, se escinde en el curso de muchas de sus funciones, al menos provisionalmente. Los fragmentos parcelados pueden reunificarse luego.

Freud concibe la idea de la separación de una instancia observadora del resto del Yo, ésta podía ser un rasgo regular dentro de la estructura del Yo. Una función de esa instancia es lo que llamamos conciencia moral. Podría decirse simplemente que esta instancia particular del Yo es la conciencia moral, pero es más prudente considerar autónoma a esa instancia, una de cuyas funciones sería la conciencia moral y otra la observación de sí, indispensable como premisa de la actividad enjuiciadora de la conciencia moral. Esta instancia, situada en el interior del Yo, será el Superyó.

El Superyó goza de cierta autonomía, persigue sus propios propósitos y es independiente del Yo en cuanto a su patrimonio energético. Ante esta caracterización del Superyó se impone un cuadro patológico que ilustra de manera patente la severidad, hasta la crueldad de esa instancia, así como las mudanzas de su vínculo con el Yo, la melancolía.

El rasgo más llamativo de esta enfermedad es el modo en que le Superyó trata al Yo. Mientras en sus periodos sanos el melancólico puede ser más o menos severo consigo mismo, como cualquier otra persona, en el ataque melancólico, el Superyó se vuelve hipersevero, insulta, denigra, maltrata al pobre Yo, le hace esperar los más graves castigos, lo reprocha por acciones de un lejano pasado que en su tiempo se tomaron a la ligera, como si durante todo ese intervalo se hubiera dedicado a reunir acusaciones y solo aguardara su actual fortalecimiento para presentarse con ellas y sobre esa base formular una condena. El superyó aplica el más severo patrón moral al Yo que se ha entregado inerme, y hasta subroga la exigencia de la moralidad en general; así, aprehendemos que nuestro sentimiento de culpa expresa la tensión entre el superyó y el Yo. Transcurrido cierto número de meses el alboroto moral pasa, la crítica del superyó calla, y el Yo es rehabilitado y vuelve a gozar de todos los derechos humanos hasta el próximo ataque. En muchas formas de esta enfermedad, se produce en los periodos intermedios algo contrario; el Yo se encuentra en un estado de embriaguez beatífica, triunfa como si el superyó hubiera perdido toda fuerza o hubiera confluido con el Yo, y este Yo, liberado, maníaco, de hecho, desinhibidamente, las satisfacciones de todas sus concupiscencias.

Si la conciencia moral es, sin duda, algo en nosotros, no lo es desde el comienzo. Es en esto donde se diferencia de la vida sexual, que efectivamente está ahí desde el comienzo de la vida y no viene a agregarse solo más tarde. Pero el niño pequeño es notoriamente amoral, no posee inhibiciones internas contra sus impulsos que quieren alcanzar placer. El papel que luego adopta el superyó es desempeñado primero por un poder externo, la autoridad parental. El influjo de los progenitores rige al niño otorgándoles pruebas de amor y amenazándolo con castigos que atestiguan la pérdida de ese amor y no pueden menos que temerse por sí mismos. Esta angustia realista es la precursora de la posterior angustia moral; mientras gobierna no hace falta hablar de superyó ni de conciencia moral. Sólo más tarde se forma la situación secundaria que estamos inclinados a considerar como la normal: en el lugar de la instancia parental aparece el superyó que ahora observa al Yo, lo guía y lo amenaza, exactamente como antes lo hicieron los padres con el niño.

El superyó, que de ese modo toma el poder, la operación y hasta los métodos de la instancia parental, no es solo el sucesor de ella, sino de hecho su legítimo heredero. Proviene de ella en línea directa. El superyó, en una dirección unilateral, parece haber tomado sólo el rigor y la severidad de los padres, su función prohibidota y punitoria, en tanto que su amorosa tutela no encuentra recepción ni continuación algunas. Si los padres ejercieron un severo gobierno, creemos lógico hallar que también en el niño se ha desarrollado un superyó severo, pero la experiencia enseña que el superyó puede adquirir ese mismo carácter de rigor despiadado aunque la educación fuera indulgente y benévola, y evitara amenazas y castigos.

En cuanto a la trasmudación del vínculo parental en el superyó se puede hacer las siguientes indicaciones: la base de este proceso es lo que se llama una identificación, o sea una asimilación de un Yo a un Yo ajeno, a consecuencia de lo cual ese primer Yo se comporta en ciertos aspectos como el otro, lo imita, lo acoge dentro de sí. Se ha comparado la identificación con la incorporación oral, canibalítica, de la persona ajena. La identificación es una forma muy importante de la ligazón con el prójimo, probablemente la más originaria; no es lo mismo que una elección de objeto. Podemos expresar la diferencia más o menos así: cuando el varoncito se ha identificado con el padre, quiere ser como el padre; cuando lo ha hecho objeto de su elección, quiere tenerlo, poseerlo. En el primer caso, su yo se alterará siguiendo el arquetipo del padre, en el segundo, ello no es necesario. Identificación y elección de objeto son en basta medida independientes entre sí; pero uno puede identificarse con la misma persona a quien se tomó, por ejemplo, como objeto sexual, alterar su yo de acuerdo con ella.

Si uno ha perdido un objeto o se ve precisado a resignarlo, es muy común que uno se resarza identificándose con él, erigiéndolo de nuevo dentro de su Yo, de suerte que aquí la elección de objeto regresa, por así decir a la identificación.

La creación nueva de una instancia superior dentro del Yo se enlaza de la manera más íntima con el destino del complejo de Edipo, de modo que el superyó aparece como heredero de esta ligazón de sentimientos tan sustantiva para la infancia. Con la liquidación del complejo de Edipo el niño se vio precisado a renunciar también a las intensas investiduras de objeto que había depositado en los progenitores, y como resarcimiento de esta pérdida de objeto se refuerzan muchísimo dentro de su Yo las identificaciones con los progenitores que, probablemente estuvieron presentes desde mucho tiempo atrás. Tales identificaciones se repetirán luego con mucha frecuencia en la vida del niño, pero responde por entero al valor de sentimiento de ese primer caso de una tal trasposición que su resultado llegue a ocupar una posición especial dentro de su Yo. El superyó resulta mutilado en su fuerza y configuración cuando el complejo de Edipo se ha superado solo de manera imperfecta. En el curso del desarrollo, el superyó, cobra, además, los influjos de aquellas personas que han pasado a ocupar el lugar de los padres, vale decir, educadores, maestros, arquetipos ideales. Lo normal es que se distancie cada vez más de los individuos parentales originarios, que se vuelva cada vez más y más impersonal. En la época en que el complejo de Edipo deja paso al superyó, los padres son algo enteramente grandioso; más tarde menguan mucho. También con estos padres posteriores se producen después identificaciones, pero lo común es que ellas brinden importantes contribuciones a la formación del carácter; en tal caso, afectan solo al Yo, y no influyen más sobre el superyó, que ha sido comandado por los primerísimos imagos parentales.

El superyó es el portador del Ideal del Yo, con el que el Yo se mide, al que aspira a alcanzar y cuya exigencia de una perfección cada vez más vasta se empeña en cumplir. No hay duda que ese Ideal del Yo es el precipitado de la vieja representación de los progenitores, expresa la admiración por aquella perfección que el niño les atribuía en esos tiempos.

El sentimiento de inferioridad tiene fuertes raíces eróticas. El niño se siente inferior cuando nota que no es amado, y lo mismo le sucede al adulto. El único órgano considerado inferior es el pene atrofiado, el clítoris de la niña. Pero lo principal del sentimiento de inferioridad proviene del vínculo del Yo con su Superyó y, lo mismo que el sentimiento de culpa, expresa la tensión entre ambos. En general, es difícil distinguir entre sentimiento de inferioridad y sentimiento de culpa. Se haría bien ver en el primero el complemento erótico del sentimiento de inferioridad moral.

Superyó: le hemos adjudicado la observación de sí, la conciencia moral y la función de ideal.

Tiene por premisas un hecho biológico de importancia sin igual y un hecho psicológico ineluctable: la prolongada dependencia de la criatura humana de sus progenitores y el complejo de Edipo; a su vez, ambos hechos se enlazan estrechamente entre sí. El superyó es para nosotros la subrogación de todas las limitaciones morales, el abogado del afán de perfección. Como el superyó se remonta la influjo de los padres, educadores y similares, averiguaremos algo más todavía acerca de su significado si nos volvemos a estas fuentes suyas. Por regla general, los padres y las autoridades análogas a ellos obedecen en la educación del niño a los preceptos de su propio superyó. No importa como se haya arreglado en ellos su Yo con su Superyó; en la educación del niño se muestran rigurosos y exigentes. Han olvidado las dificultades de su propia infancia, están contentos de poder identificarse ahora plenamente con sus propios padres, que en su tiempo le impusieron a ellos mismos esas gravosas limitaciones. Así, el superyó del niño no se edifica en verdad según el modelo de sus progenitores, sino según el Superyó de ellos; se llena con el mismo contenido, deviene portador de la tradición, de todas las valoraciones perdurables que se han producido por este camino a lo largo de las generaciones.

Resistencia: el signo objetivo de la resistencia es que sus ocurrencias se le deniegan o se distancian mucho del tema tratado. El paciente puede discernir la resistencia si registra sensaciones penosas cuando se aproxima al tema. Pero este signo puede faltar, entonces decimos que el paciente se encuentra en estado de resistencia y él responde que nada sabe de ella, solo nota la traba de las ocurrencias. La resistencia solo puede ser una exteriorización del Yo que en su tiempo llevó a cabo la represión y ahora quiere mantenerla. Desde siempre lo hemos concebido así. Puesto que suponemos en el Yo una instancia particular que subroga los reclamos de limitación y rechazo, el superyó, podemos afirmar que la represión es la obra del Superyó, él mismo la lleva a cabo, o lo hace por encargo suyo el Yo que le obedece. Entonces, si se da el caso que en el análisis al paciente no le deviene conciente la resistencia, eso significa o bien que el Superyó y el Yo pueden trabajar de manera Icc en situaciones importantísimas, o bien que sectores de ambos, del Yo y del Superyó mismo, son Icc. Pero en cualquiera de esos dos casos tenemos que darnos por enterados de la desagradable intelección de que (super)- yo y conciente, por un lado, y reprimido e inconciente, por el otro, en manera alguna coinciden.

Grandes sectores del Yo y del superyó pueden permanecer Icc, son normalmente Icc. Esto significa que la persona no sabe nada de sus contenidos y le hace falta cierto gasto de labor para hacerlos concientes. Es correcto que no coinciden Yo y conciente, por un lado, y reprimido e Icc, por el otro.

Nos hace falta elucidar lo que llamamos conciente. El más antiguo y mejor significado de la palabra Icc es el descriptivo; llamamos Icc a un proceso psíquico cuya existencia nos vemos precisados a suponer, acaso porque lo deducimos a partir de sus efectos, y del cual, no sabemos nada. Llamamos Icc a un proceso cuando nos vemos precipitados a suponer que está activado por el momento, aunque por el momento no sepamos nada de él. Esta limitación nos lleva a pensar que la mayoría de los procesos concientes lo son solo por breve lapso; pronto devienen latentes, pero pueden con facilidad devenir concientes. También podríamos decir que devinieron Icc, siempre que estuviéramos seguros que en el estado de latencia siguen siendo todavía algo psíquico. Podemos distinguir dos clases de Icc: una que con facilidad, en condiciones que se producen a menudo, se trasmuda en conciente, y otra en que esta trasposición es difícil, se produce solo mediante un gasto grande de labor, y aun es posible que no ocurra nunca.

Llamamos Pcc a lo Icc que es solo latente y deviene CC con tanta facilidad, y reservamos la designación Icc para lo otro. Desde el punto de vista puramente descriptivo, también lo Pcc es Icc, pero no lo designamos así excepto en una exposición laxa o cuando nos proponemos defender la existencia misma de procesos Icc en la vida anímica.

Bajo la nueva y poderosa impresión de que un vasto e importante campo de la vida anímica se sustrae normalmente del conocimiento del Yo, de suerte que los procesos que ahí ocurren tienen que reconocerse como Icc en el sentido dinámico, hemos entendido el término Icc también en un sentido tópico o sistemático hablado de un sistema de lo Pcc y de lo Icc, de un conflicto del Yo con el sistema Icc y dejado que la palabra cobrara cada vez más el significado de una provincia anímica, antes que el de una cualidad de lo anímico. No tenemos ningún derecho a llamar sistema Icc al ámbito anímico ajeno al Yo, pues la condición del Icc no es un carácter exclusivamente suyo. Entonces, ya no usaremos más Icc en el sentido sistemático y daremos otro nombre a lo que hasta ahora designábamos así. En lo sucesivo lo llamaremos Ello. Este pronombre impersonal parece particularmente adecuado para expresar el principal carácter de esta provincia anímica, su ajenidad respecto del Yo. Superyó, Yo y Ello son ahora los tres reinos, ámbitos, provincias en que descomponemos el aparato anímico de la persona y de cuyas relaciones recíprocas nos ocuparemos.

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