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Los 7 Habitos De La Gente Altamente Efectiva


Enviado por   •  20 de Septiembre de 2012  •  1.228 Palabras (5 Páginas)  •  375 Visitas

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Hace unos años, mi esposa Sandra y yo nos enfrentábamos con una preocupación de este tipo. Uno de nuestros hijos pasaba por un mal momento en la escuela. Le iba fatal con el aprendizaje, ni siquiera sabía seguir las instrucciones de los tests, por no hablar ya de obtener buenas puntuaciones. Era socialmente inmaduro, y solía avergonzarnos a quienes estábamos más cerca de él. Físicamente era pequeño, delgado, y carecía de coordinación (por ejemplo, en el béisbol bateaba al aire, incluso antes de que le hubieran arrojado la pelota). Los otros, incluso sus hermanos, se reían de él.

A Sandra y a mí nos obsesionaba el deseo de ayudarlo. Nos parecía que si el «éxito» era importante en algún sector de la vida, en nuestro papel como padres su importancia era suprema. De modo que vigilamos cuidadosamente nuestras actitudes y conducta con respecto a él, y tratamos de examinar las suyas propias.

Procuramos mentalizarlo usando técnicas de actitud positiva. «¡Vamos, hijo! ¡Tú puedes hacerlo! Nosotros sabemos que puedes. Toma el bate un poco más arriba y mantén los ojos en la pelota. No batees hasta que

esté cerca de ti.» Y si se desenvolvía un poco mejor, no escatimábamos elogios para reforzar su autoestima.

«Así se hace, hijo, no te rindas.»

Cuando los otros se reían, nosotros nos enfrentábamos con ellos. «Déjenlo en paz. Dejen de presionarlo. Está aprendiendo.» Y nuestro hijo lloraba e insistía en que nunca sería nada bueno y en que de todos modos el béisbol no le gustaba. Nada de lo que hacíamos daba resultado, y estábamos realmente preocupados. Advertíamos los efectos

que esto tenía en la autoestima del niño. Tratamos de animarlo, de ser útiles y positivos, pero después de repetidos fracasos finalmente hicimos un alto e intentamos contemplar la situación desde un nivel diferente.

En ese momento de mi trabajo profesional yo estaba ocupado con un proyecto de desarrollo del liderazgo con diversos clientes de todo el país. En este sentido preparaba programas bimensuales sobre el tema de la comunicación y la percepción para los participantes en el Programa de Desarrollo para Ejecutivos de la IBM. Mientras investigaba y preparaba esas exposiciones, empezó a interesarme en particular el modo en que las percepciones se forman y gobiernan nuestra manera de ver las cosas y comportarnos. Esto me llevó a estudiar las expectativas y las profecías de autocumplimiento o «efecto Pigmalión», y a comprender lo profundamente enraizadas que están nuestras percepciones. Me enseñó que debemos examinar el cristal o la lente a través de los cuales vemos el mundo tanto como el mundo que vemos, y que ese cristal da forma a nuestra interpretación del mundo.

Cuando Sandra y yo hablamos sobre los conceptos que estaba enseñando en la IBM, y acerca de nuestra propia situación, empezamos a comprender que lo que hacíamos para ayudar a nuestro hijo no estaba de acuerdo con el modo en que realmente lo veíamos. Al examinar con toda honestidad nuestros sentimientos más profundos, nos dimos cuenta de que nuestra percepción era que el chico padecía una inadecuación básica; de algún modo, un «retraso». Por más que hubiéramos trabajado nuestra actitud y conducta, nuestros esfuerzos habrían sido ineficaces porque, a pesar de nuestras acciones y palabras, lo que en realidad le estábamos comunicando era: «No eres capaz. Alguien tiene que protegerte». Empezamos a comprender que, si queríamos cambiar la situación, debíamos cambiar nosotros mismos. Y

que para poder cambiar nosotros efectivamente, debíamos primero cambiar nuestras percepciones

Empecé a comprender que esta ética de la personalidad era la fuente subconsciente de las soluciones que

Sandra y yo estábamos tratando de utilizar con nuestro hijo. Al pensar más profundamente sobre la diferencia

entre las éticas de la personalidad y del carácter, me di cuenta de que Sandra y yo habíamos estado obteniendo beneficios sociales de la buena conducta de nuestros hijos, y, según esto, uno de ellos simplemente

no estaba a la altura de nuestras expectativas. Nuestra imagen de nosotros mismos y nuestro rol como padres

buenos y cariñosos eran incluso más profundos que nuestra imagen del niño, y tal vez influían en ella. El modo

en que veíamos y manejábamos el problema implicaba mucho más que nuestra preocupación por el bienestar

de nuestro hijo.

Cuando Sandra y yo hablamos, tomamos dolorosamente conciencia de la poderosa influencia que ejercían

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