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PRIMERA PARTE LA TRINIDAD


Enviado por   •  20 de Octubre de 2013  •  42.582 Palabras (171 Páginas)  •  272 Visitas

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PRIMERA PARTE

LA TRINIDAD

I

Al otro lado del Monte Veldo, en el callejón de Bocciari, cerca de la Santa Trinidad, estaba

il bordello dil Fauno Rosso, la casa de putas más cara de Venecia, cuyo esplendor no tenía

competencia en todo el Occidente. La atracción del burdel era Mona Sofía, la puta mejor

cotizada de Venecia y, por cierto, la más espléndida de Occidente. Superior, aun, a la

legendaria Lenna Grifa. Igual que ella, recorría las calles de Venecia tendida sobre un

palanquín llevado por dos esclavos moros. Igual que Lenna Grifa, Mona Sofía llevaba a los pies

del palanquín una perra de Dalmacia y un papagayo al hombro. Según podía constatarse en el

catalogo di tutte le puttane del bordello con il lor prezzo

1

, su nombre aparecía impreso en

letras destacadas y, en números más notables todavía, el precio: diez ducados, esto es, seis

ducados más cara que la misma legendaria Lenna Grifa

2

. En el catálogo, de muy prolija

factura, que se editaba para viajeros selectos, nada decía, desde luego, de sus ojos verdes

como esmeraldas, ni de sus pezones duros como almendras cuyo diámetro y tersura se dirían

los del pétalo de una flor —si la hubiese— que tuviera el diámetro y la tersura de los pezones

de Mona Sofía. Nada decía de sus muslos firmes de animal, torneados como la madera, ni de

su voz de leño ardiendo. Nada decía de sus manos que, de tan pequeñas, parecían no abarcar

el diámetro de una verga, ni de su boca mínima en cuya cavidad se hubiera dicho imposible

acoger el volumen de un glande inflamado. Nada decía de su talento de puta, capaz de

erguírsela a un anciano desahuciado.

Una madrugada de invierno del año 1558, poco antes de que el sol asomara desde el

centro de las dos columnas de granito —traído desde Siria y Constantinopla—, y se pusiera

entre el león alado y San Teodorico, cuando los autómatas moros de la Torre del Reloj se

disponían a golpear la primera de las seis campanadas, Mona Sofía acababa de despedir a su

último cliente, un rico comerciante de sedas. Al descender las escalinatas que conducían hasta

el pequeño atrio del burdel, el hombre se acomodó la estola de lana que llevaba sobre el lucco,

se calzó la beretta hasta las cejas y, oteando en el vano de la puerta, se aseguró de que

ningún viandante lo viera salir. Desde el burdel se encaminó derecho hacia la Santa Trinidad,

cuyas campanas llamaban al primer oficio.

Mona Sofía tenía la espalda fatigada. Para su fastidio, cuando descorrió las cortinas de

seda púrpura de la ventana de su alcoba, pudo comprobar que ya había amanecido. Odiaba

tener que dormirse con el alboroto que llegaba desde la calle. Se dijo que era aquella una

buena oportunidad para aprovechar el día. Reclinada sobre la cabecera de su cama, empezó a

hacer planes. Primero se vestiría como una señora e iría al oficio de la catedral de San Marco

—en rigor, hacía mucho tiempo que no iba a misa—, luego se confesaría y, libre de cualquier

remordimiento, se llegaría finalmente hasta la Bottega dil Moro para comprar unos perfumes

que se tenía largamente prometidos. Siguió planificando, a la vez que se tapaba un poco más

con las cobijas —el reposo después de aquella noche fatigosa empezaba a destemplarla— y

cerró los ojos para poder pensar con más claridad.

No habían terminado de sonar las campanas, cuando Mona Sofía, como todas las

mañanas, se quedó profunda y plácidamente dormida.

1 Catálogo que menciona D. Merejkovski en su Leonardo de Vinci. Edit. Juventud, Barcelona, 1940.

2 Nótese que una fortuna suficiente para vivir toda una vida de lujos era de unos mil ducados.

El anatomista Federico Andahazi

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II

Por aquella misma hora, pero en Florencia, caía una fina garúa sobre el campanario de la

modesta abadía de San Gabriel. Las campanas sonaban con una decisión tal, que se hubiera

dicho que quien tiraba de las cuerdas era el obeso abad y no las delicadas manos de una

mujer. Y sin embargo el abad aún dormía. Con la puntual devoción que todas las mañanas la

sacaba de la cama antes del alba —hiciera frío o calor, lloviera o helara—, Inés de

Torremolinos se colgaba de las cuerdas con su leve humanidad y, como si estuviera animada

por el Todopoderoso, conseguía mover las campanas, cuyo peso superaba en no menos de mil

veces al de su femenino e inmaculado cuerpo.

Inés de Torremolinos vivía con una austeridad franciscana pese a que era una de las

mujeres más ricas de Florencia. Hija mayor de un noble matrimonio español, era muy joven

cuando contrajo casamiento con un insigne señor florentino. De modo que, según ordenaban

las normas maritales, marchó de su Castilla

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