Sensopercepcion
marina5675 de Julio de 2015
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Los anteojos
Hace años estaba de moda ridiculizar la noción de «amor a primera vista»; pero aquellos que piensan y sienten profundamente han defendido siempre su existencia. Los descubrimientos modernos en el campo que cabe llamar magnetismo ético o estética magnética permiten suponer con toda probabilidad que los afectos humanos más naturales y, por tanto, más verdaderos e intensos son aquellos que surgen en el corazón como obra de una simpatía eléctrica; en una palabra, que los grilletes psíquicos más brillantes y duraderos son aquellos que quedan remachados por una mirada. La confesión que me dispongo a hacer agregará otro ejemplo a tantos que prueban la verdad de esta concepción. Mi historia requiere cierto detalle. Soy todavía muy joven, pues no he cumplido aun los veintidós años. Mi nombre actual es muy vulgar y hasta plebeyo: Simpson. Digo «actual», pues hace poco que se me conoce por él, que adopté legalmente el año pasado a fin de recibir una cuantiosa herencia que me dejó un pariente lejano, Adolphus Simpson, Esq. El legado incluía la condición de que adoptara el nombre del testador; al decir nombre me refiero al apellido y no al nombre; mi nombre o, más exactamente, mis nombres, son Napoleón Bonaparte. Asumí el apellido con cierta resistencia, pues mi verdadero patronímico, Froissart, me inspira un muy perdonable orgullo, y creo que me sería posible trazar mi descendencia del inmortal autor de las Crónicas. Y ya que hablamos de apellidos, mencionaré una singular coincidencia de sonido en los de mis predecesores inmediatos. Mi padre era Monsieur Froissart, de París. Su esposa, mi madre, con la cual se casó teniendo ella quince años, era Mademoiselle Croissart, la hija mayor del banquero Croissart, cuya esposa, a su vez, sólo tenía dieciséis años al casarse con él, y era la hija mayor de un tal Víctor Voissart. Muy curiosamente, Monsieur Voissart habíase casado con una dama de nombre parecido, Mademoiselle Moissart. También ella se desposó siendo todavía una niña; y su madre, Madame Moissart, tenía sólo catorce años cuando la llevaron al altar. Estos matrimonios tempranos son usuales en Francia. De todas maneras, he aquí a los Moissart, Voissart, Croissart y Froissart de mi línea de ascendencia directa. Empero, mi nombre se convirtió en el de Simpson por disposición legal, con tanta repugnancia de mi parte que en un momento dado vacilé en aceptar el legado que tan inútil y molesta condición traía aneja. Por lo que se refiere a dotes personales, no creo carecer de ellas. Antes bien, estimo que soy muy proporcionado y poseo lo que nueve de cada diez personas llaman un hermoso semblante. Mido cinco pies y once pulgadas de estatura. Tengo cabello negro y rizado. La nariz está bastante bien. Los ojos son grandes y grises y, aunque —he de confesarlo— sumamente débiles, su apariencia no hace sospechar semejante cosa. La debilidad de mi visión me preocupó siempre en alto grado, y acudí a todos los remedios posibles —salvo el de usar anteojos. Siendo joven y bien parecido es natural que me desagraden y que me haya negado redondamente a llevarlos. Nada conozco que desfigure tanto el rostro de un joven, o que dé a cada rasgo un aire de gravedad si no de santurronería y de vejez. Un monóculo, por otra parte, tiene un sabor de afectación y rebuscamiento. Hasta ahora me las he arreglado lo mejor posible sin ninguno de los dos. Pero estoy hablando demasiado de detalles meramente personales, que después de todo carecen de importancia. Me contentaré con agregar que poseo temperamento sanguíneo, arrebatado, ardiente y entusiasta, y que toda mi vida he sido devoto admirador de las mujeres.
Una noche del invierno pasado entré en un palco del teatro P..., acompañado de mi amigo Mr. Talbot. Era una velada de ópera y el programa presentaba especial atractivo, por lo cual la sala hallábase de bote en bote. Entramos empero a tiempo para obtener las plateas que habíamos reservado, y a las cuales conseguimos llegar con no poca dificultad. Durante dos horas, mi compañero, que era un melómano consumado, consagró su mayor atención a la escena; por mi parte pasé ese tiempo entreteniéndome en observar al público, formado en su mayor parte por la élite de la ciudad. Satisfecho sobre este punto me disponía a contemplar a la prima donna, cuando mis ojos quedaron detenidos y paralizados por una figura sentada en uno de los palcos que hasta entonces había escapado a mi escrutinio. Aunque viva mil años, jamás olvidaré la intensa emoción que sentí al contemplar aquella imagen. Era aquella la mujer más exquisita que jamás viera antes. El rostro estaba vuelto hacia el escenario y, durante varios minutos, no pude distinguirlo, pero su forma era divina; imposible usar otra palabra que exprese suficientemente sus admirables proporciones; hasta ese término, «divino», parece ridículamente débil mientras lo escribo. La magia de una bella forma de mujer, la nigromancia de la gracia femenina, eran poderes a los cuales jamás había resistido; pero aquí estaba la gracia personificada, encarnada, el beau idéal de mis más exaltadas y entusiasmadas visiones. Hasta donde la barandilla del palco permitía adivinarlo, la figura de aquella dama era de estatura mediana y se aproximaba, sin serlo del todo, a lo majestuoso. Su perfecta plenitud, su tournure, eran deliciosas. La cabeza, de la cual sólo veía la parte posterior, rivalizaba en sus líneas con la Psique griega, y una toca de gaze aérienne, que me recordó el ventum textilem de Apuleyo, la exhibía más que la ocultaba. El brazo derecho apoyábase en el antepecho del palco y estremecía cada fibra de mi ser con su exquisita simetría. La parte superior estaba cubierta con una de esas mangas sueltas y abiertas, a la moda, y bajaba apenas más allá del codo. Por debajo de ella nacía otra de un material muy leve y ceñido que terminaba en un puño de rico encaje, el cual caía graciosamente sobre la mano y sólo permitía ver los delicados dedos, en uno de los cuales centelleaba un anillo de brillantes, cuyo extraordinario valor advertí de inmediato. La admirable redondez de la muñeca veíase realzada claramente por un brazalete ornamentado con una magnífica aigrette de joyas, todo lo cual expresaba, en términos inequívocos, la riqueza y el exquisito gusto de su portadora. Contemplé aquella real aparición durante casi media hora, como si me hubiese vuelto de piedra, y en ese período sentí toda la fuerza y la verdad de cuanto se ha dicho y cantado sobre el «amor a primera vista». Mis sentimientos diferían completamente de los que experimentara hasta entonces, aun en presencia de los parangones más célebres de hermosura femenina. Una inexplicable simpatía de alma a alma, que me veo impelido a considerar magnética, parecía no solamente fijar mi visión, sino mi capacidad mental y sentimental, sobre el admirable objeto que tenía ante mí. Vi... sentí... supuse que estaba profunda, loca, irrevocablemente enamorado... y todo ello antes de haber contemplado el rostro de mi amada. Tan intensa era la pasión que me consumía, que incluso si las facciones aún invisibles de aquella mujer resultaban ser comunes y vulgares me sentía seguro de que no cambiaría; tan anómala es la naturaleza del único amor verdadero —del amor a primera vista—, y tan poco depende de las condiciones externas, que sólo parecen crearlo y controlarlo. Mientras seguía envuelto en admiración frente a tan encantador espectáculo, un repentino murmullo del público hizo que la dama desviara un tanto el rostro, permitiéndome contemplarla claramente de perfil. Su belleza excedía mis esperanzas, pese a lo cual había en ella algo que me decepcionó, sin que me fuera posible decir exactamente de qué se trataba. He dicho «decepcionó», pero la palabra no hace al caso. Mis sentimientos se calmaron y exaltaron al mismo tiempo. Asumieron un tono en el que había menos transporte y más entusiasmo sereno, un entusiasmo reposado. Quizá ese sentimiento nació del aire matronil, como de Madonna, que reinaba en aquel semblante, pero al mismo tiempo comprendí que no procedía enteramente de ello. Había otra cosa, un misterio que no alcanzaba a develar, cierta expresión del rostro que me perturbaba a la vez que acrecía intensamente mi interés. En suma, me hallaba en ese estado mental que predispone a un hombre joven y susceptible a cometer cualquier extravagancia. De haber visto sola a la dama hubiera entrado resueltamente en su palco para hablarle; pero, afortunadamente, la acompañaban dos personas: un caballero y una mujer extraordinariamente hermosa, que parecía varios años menor que ella. Di vueltas en mi imaginación a mil planes que me permitieran ser presentado a la dama, o que, por lo menos, me permitieran apreciar más de cerca su hermosura. De haber podido hubiese buscado un asiento cercano al palco, pero el teatro estaba repleto; para colmo, los despiadados decretos de la moda habían prohibido imperiosamente el uso de gemelos y me hallaba desprovisto de un instrumento que tanto me hubiese ayudado. Por fin me decidí a apelar a mi compañero. —Talbot —dije—, sé que usted tiene unos gemelos. Préstemelos. —¡Unos gemelos! ¡Vamos! ¿Y para qué querría yo unos gemelos? —respondió, volviéndose impaciente hacia el escenario. —Pero, Talbot —insistí, tocándole el hombro—, escúcheme al menos, por favor... ¿Ve ese palco? ¡Allí... no, el siguiente! ¿Vio alguna vez una mujer más hermosa? —No cabe duda de que es muy hermosa —dijo él. —¿Quién puede ser? —¡Vamos! ¿Va usted a decirme que no lo sabe? «No reconocerla significa que usted mismo es desconocido...» Es la celebrada Madame Lalande, la belleza de la temporada por excelencia, el tema de conversación de toda la ciudad. Inmensamente rica, además... viuda, y un magnífico partido... Acaba
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