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El Poder De La Palabra


Enviado por   •  24 de Septiembre de 2011  •  2.094 Palabras (9 Páginas)  •  593 Visitas

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«Por tus palabras serás justificado, y por tus pala¬bras serás condenado.»

Aquel que conoce el poder de la palabra presta mucha atención a su conversación. Vigila las reac¬ciones causadas por sus palabras, pues sabe que ellas «no retornarán al mismo punto sin haber cau¬sado su efecto». Por su palabra, el hombre se crea a sí mismo leyes.

Conocí en cierta ocasión a una persona que me dijo: «Yo pierdo todos los días el autobús. Invaria¬blemente, pasa en el momento en que estoy llegan¬do». Su hija dice: «Yo llego a tiempo todos los días al autobús. Llega regularmente al mismo tiempo que yo». Y esto continuó del mismo modo durante años. Cada uno había establecido una ley para sí mismo, una de fracaso y la otra de éxito. Aquí en¬contramos una explicación psicológica de las su¬persticiones.

La herradura del caballo y el pelo del elefante no tienen por sí solos ningún poder, pero la palabra y la fe que afirman que traen buena suerte, crean un estado de optimismo dentro del subconsciente que atrae la «oportunidad». Sin embargo, observé que esto no tiene efecto en el caso de las personas más avanzadas espiritualmente, que conocen una ley más alta. Esto lo explica; no se puede volver hacia atrás y se deben desviar las «imágenes talladas».

Dos de mis alumnos tenían grandes éxitos en los negocios. Sin embargo, después de algunos meses, bruscamente, todo empezó a irles mal. Nos esforza¬mos entre todos por analizar la situación y descubrí entonces que en lugar de hacer sus afirmaciones y de remitirse a Dios para su éxito y su prosperidad, habían adquirido dos figuras de monos de la «buena suerte». «Ah —les dije entonces—, ahora lo com¬prendo todo. Ustedes depositan su fe en los monos y no en Dios. Libérense de esos monos y hagan un llamamiento a la ley del perdón.» Pues el hombre tiene el poder de perdonar, o sea de neutralizar sus propios errores.

Decidieron lanzar los monos a los cubos de ba¬sura y todo empezó a irles nuevamente bien. Esto no significa que debemos eliminar de casa todos los amuletos de la «buena suerte», sino que debemos reconocer que sólo hay un único poder, Dios, y que los objetos no sirven sino para transmitirnos un sen¬timiento de optimismo.

Un día, una amiga muy infeliz encontró una he¬rradura de caballo al cruzar la calle. En seguida se puso muy contenta y abrigó esperanzas. Estaba segura de que Dios le había enviado esta herradura de caballo para aumentar su coraje.

Y de hecho, teniendo en cuenta el estado en que se encontraba, aquello fue lo único capaz de impre¬sionar a su subconsciente. Su esperanza se transfor¬mó en fe y, por lo tanto, tuvo una maravillosa «de¬mostración». Ya he señalado que los dos hombres citados anteriormente se fiaban solamente de sus monos, mientras que mi amiga había reconocido la fuerza superior.

Por mi parte, debo decir que tardé mucho tiem¬po en apartar la idea de que una cierta cosa me atraía siempre consigo una desilusión. Si se presen¬taba, invariablemente, se producía una decepción inmediata. He comprendido que sólo hay un medio de cambiar mi subconsciente, afirmando: «No hay dos fuerzas, no hay más que una, Dios. En conse¬cuencia, no habrá desilusión y esta cosa me anuncia una feliz sorpresa». En seguida verifiqué un cambio y los placeres inesperados.

Una de mis amigas declaró que nadie la haría pasar bajo una escalera. Yo le dije: «Si usted tiene miedo es porque cree en dos poderes, en el Bien y en el Mal. Pero Dios es absoluto, no puede haber una fuerza opuesta a menos que el hombre cree la falsedad y la maldad. Para demostrar que usted no cree más que en un único poder, Dios, y que no hay ni fuerza ni realidad en el mal, pase por debajo de la próxima escalera con la que se encuentre».

Poco tiempo después, mi amiga fue al banco.

Deseaba abrir su caja fuerte y una escalera se en¬contraba en el camino. Era imposible llegar a la caja sin pasar por debajo de la escalera. Espantada, mi amiga se apartó. Pero al llegar a la calle, mis palabras resonaron en sus oídos y decidió entonces pasar por debajo de aquella escalera. Eso represen¬tó para ella realizar un gran esfuerzo, después de tantos años de superstición durante los que había quedado como prisionera de esta idea. Regresó al interior del local donde se encontraban las cajas de seguridad y descubrió entonces que la escalera ya no estaba donde antes había estado. En ese mo¬mento se produjo lo siguiente: una vez que decidió poner punto final a una aprensión, el motivo quedó descartado.

Esta es la ley de la no resistencia, que se com¬prende muy poco.

Alguien ha dicho que el coraje contiene el genio y la magia. Haga frente sin miedo a una situación que parezca amenazadora y verá cómo deja de exis¬tir, cómo desaparece por sí sola. Eso es lo que ex¬plica que el miedo a encontrarse con la escalera fue¬ra precisamente la causa de que ésta apareciera en su camino, mientras que el valor la hiciera desapa¬recer.

Así pues, las fuerzas invisibles trabajan constan¬temente por el hombre que «tira siempre de los hi¬los», sin saberlo ni siquiera él mismo. A causa de la fuerza vibratoria de las palabras, aquello que deci¬mos es precisamente lo que atraemos. Las personas que hablan continuamente de enfermedad, invaria¬blemente la atraen.

Cuando nos iniciamos a la verdad, no podemos vigilar demasiado las palabras. Por ejemplo, una de mis amigas me dice a menudo por teléfono: «Venga a verme para que podamos charlar un poco a la an¬tigua usanza». Ese «charlar a la antigua usanza» re¬presenta una hora en la que se pronunciarán entre quinientas y mil palabras destructivas, durante la que los principales temas de conversación serán las pérdidas, las penurias, los fracasos y la enfermedad. Así que yo le contesté: «No, gracias, estas charlas son muy onerosas, y yo ya tengo suficiente de eso en mi vida. Estaré contenta de charlar a la manera nueva y de hablar sobre lo que queremos, en lugar de hacerlo sobre aquello que no queremos».

Un viejo refrán afirma que el hombre sólo utili¬za la palabra para tres deseos: «curar, bendecir, o prosperar». Precisamente aquello que un hombre diga de los demás, eso mismo dirán de él, y aquello que él desee para los demás, eso mismo le desearán a él.

Si un hombre le desea «mala suerte» a otro,

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