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El principio de subsidiaridad en la Vida Consagrada

Vero FernándezTrabajo12 de Septiembre de 2017

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PONTIFICIUM INSTITUTUM IOANNES PAULUS II

STUDIORUM MATRIMONII AC FAMILIAE

APUD

PONTIFICIAM UNIVERSITATEM LATERANENSEM

Verónica Fernández

5576

El principio de subsidiaridad en la Vida Consagrada

La casa sulla roccia:

la Dottrina sociale della Chiesa 80521

Moderator: Prof. Przemyslaw Kwiatkowski 

Romae 2015


El principio de subsidiaridad en la Vida Consagrada

Desde Perfectae caritatis, el magisterio de la Iglesia en lo que se refiere a la vida consagrada, viene insistiendo que los superiores de la vida consagrada deben respetar antes que nada, la dignidad de las personas a las que gobiernan. Es una constante que se observa desde este documento ya mencionada hasta el publicado en el año 2008 titulado El servicio de la autoridad y la obediencia. En estos documentos se dice:

Gobiernen a sus súbditos como a hijos de Dios y con respeto a la persona humana[1]. Ejerzan los Superiores con espíritu de servicio la potestad que han recibido de Dios por ministerio de la Iglesia. Por tanto, mostrándose dóciles a la voluntad de Dios en el cumplimiento de su función, gobiernen a sus súbditos como a hijos de Dios, fomentando su obediencia voluntaria con respeto a la persona humana[2]. “Debe ser ejercida (la autoridad) de acuerdo con las normas del derecho común y propio, con espíritu de servicio, respetando la persona humana de cada religioso como hijo de Dios[3]. La cultura de las sociedades occidentales, centrada fuertemente sobre el sujeto, ha contribuido a difundir el valor del respeto hacia la dignidad de la persona humana, favoreciendo así positivamente el libre desarrollo y la autonomía de ésta. Este reconocimiento constituye uno de los rasgos más significativos de la modernidad y ciertamente es un dato providencial que requiere formas nuevas de concebir la autoridad y de relacionarse con ella[4]. 

Es notable cómo se habla del respeto por la dignidad de cada persona haciendo hincapié, sobre todo, en que es hijo de Dios. Considero que una de las claves para ayudar al ejercicio de una autoridad más subsidiaria en la vida consagrada radica en el hecho de que ésta haga realmente crecer a la persona porque la mira, la ama y la trata como a un verdadero hijo de Dios dentro de la gran familia que es la Iglesia. Para aprender a mirar, amar y tratar a cada persona de este modo, creo es muy importante dirigir nuestra mirada a la familia para aprender de ella cómo se ejerce la autoridad dentro de esa comunidad de personas, dentro de esa pequeña Iglesia doméstica[5] que es cada familia.

Vemos, primero que nada, cómo en el matrimonio y en la familia se constituye un conjunto de relaciones interpersonales —relación conyugal, paternidad-maternidad, filiación, fraternidad— mediante las cuales toda persona humana queda introducida en la “familia humana” y en la “familia de Dios”, que es la Iglesia[6]. La familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas. Su primer cometido es el de vivir fielmente la realidad de la comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de personas. El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de tal cometido es el amor: así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas, así también sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad de personas[7]. En una familia todos los miembros de la misma, cada uno según su propio don, tienen la gracia y la responsabilidad de construir, día a día, la comunión de las personas, haciendo de la familia una “escuela de humanidad más completa y más rica”[8]. Es por ello que en el designio de Dios la familia es, bajo muchos aspectos, la primera escuela del ser humano y me atrevo a decir que es, por lo mismo, una gran escuela para la vida consagrada. En la vida consagrada se busca también vivir en una comunidad de personas, donde cada una ponga al servicio de los demás su propio don para construir la comunidad y donde cada uno se responsabilice por construir la comunión con las personas con las que vive. Las comunidades de vida consagrada no son un simple grupo de cristianos que buscan la perfección personal. Son, mucho más profundamente, participación y testimonio cualificado de la Iglesia-Misterio, en cuanto expresión viva y realización privilegiada de su peculiar «comunión», de la gran «koinonía» trinitaria de la que el Padre ha querido hacer partícipes a los hombres en el Hijo y en Espíritu Santo[9].

Benedicto XVI en Caritas in veritate nos dice también, utilizando el ejemplo de la familia, que el desarrollo de los pueblos depende sobre todo de que éstos se reconozcan como parte de una sola familia, que colaboren con verdadera comunión y estén integrados por seres que no viven simplemente uno junto al otro e invita a un nuevo impulso del pensamiento para comprender mejor lo que implica ser una familia que colabora con verdadera comunión y que está integrada por seres que no viven simplemente uno junto al otro[10].

Si en la familia encontramos un ejemplo de cómo vivir la comunión, encontramos también a este respecto que el cuarto mandamiento de la ley de Dios nos enseña mucho del designio de Dios sobre la familia y de cómo, a imagen de ella, se debe buscar aprender a ejercer y a vivir el servicio de la autoridad y la obediencia en la vida consagrada. El cuarto mandamiento nos dice: «Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar» (Ex 20, 12). El cuarto mandamiento está estrechamente vinculado con el mandamiento del amor. Es profunda la relación entre «honra» y «amor». La honra está relacionada esencialmente con la virtud de la justicia, pero ésta, a su vez, no puede desarrollarse plenamente sin referirse al amor a Dios y al prójimo. Y ¿quién es más prójimo que los propios familiares, que los padres y que los hijos? Lo mismo en nuestras comunidades de vida consagrada. Nuestro prójimo más próximo no son, muchas veces, las personas con las que trabajamos apostólicamente sino aquellas con las que vivimos en comunidad. Jesús vivía también en una familia y vivía también este cuarto mandamiento. En el Evangelio se nos dice que Jesús: «Vivía sujeto a ellos» (Lc 2, 51). Él recordó también la fuerza de este “mandamiento de Dios” en el Evangelio cuando dice:

Anuláis el mandamiento de Dios por mantener vuestra tradición. Porque Moisés dijo: Honrarás a tu padre y a tu madre, y el que maldiga a su padre o a su madre es reo de muerte. Pero vosotros decís: si uno le dice al padre o a la madre: los bienes con que podría ayudarte son corbán, es decir, ofrenda sagrada, ya no le permitís hacer nada por su padre o por su madre invalidando la palabra de Dios con que os trasmitís; y hacéis otras muchas cosas semejantes (Mc 7, 8 -13).

El apóstol Pablo nos enseña: “Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu madre, tal es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa: para que seas feliz y se prolongue tu vida sobre la tierra” (Ef 6, 1-3; cf Dt 5 16). Es el único mandamiento que nos promete algo, ese algo es la felicidad. Es decir, la obediencia nos llevará a ser felices. Podemos ver también que el cuarto mandamiento es el que une los mandamientos del amor a Dios y los mandamientos del amor al prójimo. Se coloca justamente después de los primeros tres mandamientos debidos a Dios y antes de una serie de mandamientos que hacen referencia al amor al prójimo. Es el quicio, por así decirlo, que da lugar a la obligación a base de lazos personales. Busca dar razón de a quién se obedece y porqué se obedece. Por ello, la familia es modelo. En una familia, la autoridad no es arbitraria, tiene vínculos, no busca someter sino hacer crecer. Esto es lo que hace un padre con su hijo[11]. Pero este mandamiento es recíproco. La carta a los Colosenses nos dice sobre este cuarto mandamiento: Hijos, obedezcan siempre a sus padres, porque esto es agradable al Señor. Y añade: Padres, no exasperen a sus hijos, para que ellos no se desanimen. (Col 3, 20-21) Los hijos deben obedecer, pero los padres (la autoridad) no deben exasperar a los hijos. El padre no puede hacer lo que quiera, tiene una misión para con los hijos que le han sido dados. La autoridad tiene también una misión, debe responder a Dios de la misión que debe realizar.  La autoridad representa a Dios y en este sentido es superior, pero no es superior porque sea mejor. No es una “desigualdad” sino un modo como Dios se hace presente entre los hombres.

Si el cuarto mandamiento exige honrar al padre y a la madre, lo hace por el bien de la familia; pero, precisamente por esto, presenta unas exigencias a los mismos padres. ¡Padres —parece recordarles el precepto divino—, actuad de modo que vuestro comportamiento merezca la honra (y el amor) por parte de vuestros hijos! ¡No dejéis caer en un «vacío moral» la exigencia divina de honra para vosotros! En definitiva, se trata pues de una honra recíproca. El mandamiento «honra a tu padre y a tu madre» dice indirectamente a los padres: Honrad a vuestros hijos e hijas. Lo merecen porque existen, porque son lo que son. Así, este mandamiento, expresando el vínculo íntimo de la familia, manifiesta el fundamento de su cohesión interior. Esto es válido también para nuestras comunidades de vida consagrada donde puede y debe darse una honra recíproca. El cuarto mandamiento de Dios nos ordena también honrar a todos los que, para nuestro bien, han recibido de Dios una autoridad en la sociedad. Este mandamiento determina tanto los deberes de quienes ejercen la autoridad como los de quienes están sometidos a ella[12]. Y es que este  cuarto mandamiento implica y sobrentiende los deberes de los padres, tutores, maestros, jefes, magistrados, gobernantes, de todos los que ejercen una autoridad sobre otros o sobre una comunidad de personas, pero a imagen de la autoridad ejercida dentro de una comunidad de personas como la familia. 

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