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Glorificacion De Jesus


Enviado por   •  11 de Septiembre de 2014  •  3.864 Palabras (16 Páginas)  •  352 Visitas

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Glorificación de Jesús y María.

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La mañana de la Resurrección. Oración de María.

Las mujeres reanudan sus labores con los ungüentos, que durante la noche, con el fresco del patio, se han solidificado

para formar una manteca densa.

Juan y Pedro piensan que es conveniente ordenar el Cenáculo, limpiando las piezas de la vajilla y luego poniendo todo

como si hubiera acabado de terminar la Cena.

-Él lo dijo - dice Juan.

-También había dicho: "¡No durmáis!". Había dicho: "No seas soberbio, Pedro. ¿No sabes que la hora de la prueba está

a las puertas?". Y... y dijo: "Me negarás..." - Pedro llora de nuevo, mientras dice con desmesurado dolor:

-¡Y lo he negado!

-¡Basta, Pedro! A1 presente, eres de nuevo tú. ¡Basta de ese tormento!

-Jamás, jamás bastará. Aunque me hiciera tan viejo como los primeros patriarcas, aunque viviera los setecientos o los

novecientos años de Adán y de sus primeros descendientes, jamás dejaría de tener este tormento.

-¿No esperas en su misericordia?

-Sí. Si no creyera en ello, sería como el Iscariote: un desesperado. Pero aunque Él de hecho me perdona desde el seno

del Padre a donde ha vuelto, yo no me perdono. ¡Yo! ¡Yo! Yo que dije: “No lo conozco”, porque en ese momento era peligroso

conocerlo, porque sentí vergüenza de ser discípulo suyo, porque tuve miedo a la tortura… Él iba a la muerte y yo... pensé en

salvar mi vida. Y para salvarla lo rechacé, como una mujer en pecado rechaza el fruto de su seno, peligroso de tener al lado,

después de darlo a luz y antes de que regrese su marido, desconocedor de los hechos. Soy peor que una adúltera… peor que...

Entra, atraída por los gritos, María Magdalena.

-No grites ese modo. María te oye. ¡Está verdaderamente agotada! No tiene fuerzas para nada. Todo le hace daño. Tus

gritos inútiles y descomedidos le traen de nuevo el tormento de lo que fuisteis...

-¿Ves? ¿Ves, Juan? Una mujer puede imponerme silencio. Y tiene razón. Porque nosotros, los varones consagrados al

Señor, hemos sabido sólo mentir o huir. Las mujeres se han comportado como es debido. Tú, poco más que una mujer por tu

gran juventud y pureza, has sabido permanecer. Nosotros, nosotros, los fuertes, los varones, hemos huido. ¡Oh, cómo debe

despreciarme el mundo! ¡Dímelo, dímelo, mujer! ¡Tienes razón! Pon tu pie en esta boca que ha mentido. En la suela de la

sandalia hay quizás algo de su Sangre. Y sólo esa Sangre mezclada con el barro del camino, puede dar un poco de perdón, poco

de paz a este hombre que abjuró. ¡Debo empezar a acostumbrarme al desprecio del mundo! ¿Qué soy yo? ¡Decidlo, venga: ¿qué

soy?

-Una gran soberbia - responde tranquila la Magdalena - ¿Dolor? También dolor. Pero, créeme, de diez partes de tu

dolor, cinco -por no ofenderte diciendo seis- son del dolor de ser un hombre que puede ser despreciado. ¡Y verdaderamente yo

te voy a despreciar, si sigues sólo gimiendo y entregándote a histerias, justo como hace una mujer necia! Lo hecho, hecho está. Y

no son los gritos descomedidos los que lo reparan y lo borran. Lo único que hacen es llamar la atención y mendigar una

compasión no merecida. Sé viril en tu arrepentimiento. No grites. Haz. Yo... tú sabes quién era yo... Pero, cuando comprendí que

era más despreciable que el vómito, no me entregué a convulsiones. Hice. Públicamente. Sin indulgencias conmigo misma y sin

pedir indulgencia. ¿Que el mundo me despreciaba? Tenía razón. Me lo había merecido. ¿Que el mundo decía: "Un nuevo

capricho de la prostituta"? ¿Que calificaba con nombre blasfemo mi seguimiento de Jesús? Tenía razón. El mundo se acordaba

de mi conducta precedente, y esa conducta justificaba todo pensamiento. ¿Y bien? ¿Qué? El mundo tuvo que convencerse de

que María la pecadora ya no existía. Con los hechos he convencido al mundo. Haz tú lo mismo, y calla.

-Eres severa, María - objeta Juan.

-Más conmigo que con los demás. Lo reconozco. No tengo la mano suave de la Madre. Ella es el Amor. Yo... ¡Oh, yo! He

quebrantado mi carnalidad con el azote de mi voluntad. Y más que lo haré. ¿Tú crees que me he perdonado el haber sido la

Lujuria? No. Pero sólo me lo digo a mí. Y me lo seguiré diciendo siempre. Consumida moriré en este secreto, doloroso recuerdo

de haber sido la corruptora de mí misma, en este inconsolable dolor de haberme profanado y de no haberle podido dar a Él otra

cosa sino un corazón pisoteado... ¿Ves?... he trabajado más que todas en los bálsamos... Y con más coraje que las otras le

quitaré la mortaja... ¡Oh, Dios, cómo estará ya! (María de Magdala, sólo de pensarlo, se pone pálida). Y lo cubriré con nuevos

bálsamos, quitando los que, sin duda, estarán completamente podridos en sus llagas sin número... Lo haré porque las otras

parecerán convólvulos después de un aguacero... Pero siento el dolor de hacerlo con estas manos mías que tantas caricias

lascivas han dado; de acercarme a su santidad con esta carne mía manchada... Quisiera... quisiera tener la mano de la Madre

Virgen para

...

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