LAS LEYES DEL REINO
Belisamar2 de Agosto de 2013
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Las leyes del reino
El Sermón del Monte es la Carta Magna del reino de los cielos. Estas leyes fueron dadas a los discípulos, no al mundo. Su cumplimiento no es posible para personas normales. Se requiere poseer una naturaleza especial: la naturaleza de Cristo mismo, el Rey.
El Sermón del Monte, tal como aparece en Mateo, capítulos 5, 6 y 7 constituye el más excelso cuerpo de leyes de reino alguno. Se trata, nada menos, que el del reino de los cielos.
Moisés dio leyes al pueblo de Israel en Sinaí y en Moab, las que encontramos en el Pentateuco. Sus preceptos son santos, justos y buenos, pero, con todo, eran leyes para un reino terrenal.
En el Sermón del Monte encontramos, en cambio, las leyes del reino de los cielos, que son de la más alta calidad, para que por ellas se rijan los súbditos de él. Estas leyes fueron dadas a los discípulos, no al mundo. A los hijos del reino, no a los que están afuera. Los de afuera tienen su propio rey, su propio reino y sus propias leyes.
El Sermón del Monte tiene una división natural claramente identificable.
En primer lugar, aparece la clase de personas que son llamadas a formar parte del reino (5:1-12). En segundo lugar, está el papel que juegan estas personas en el mundo como hijos del reino (5:13-16). Luego, está la clave que permite a los súbditos cumplir las leyes del reino (5:17-19), y las leyes propiamente tales (5:20-7:12). Finalmente, hay un llamado (7:13-14), unas solemnes advertencias (7:15-27), y está la rúbrica del Rey (7:28-29).
De acuerdo a esta división desarrollaremos nuestro estudio.
Los llamados a reinar
Los llamados a reinar son la gente más afortunada de la tierra. Son afortunados porque a ellos les es dado el más alto honor concedido jamás a los mortales. Ellos van a reinar con Cristo sobre la tierra. Y esto significa, exactamente, que van a co-reinar, es decir, van a participar activamente en su reino. Estos se sentarán en su trono y regirán las naciones con vara de hierro. Por eso son “bienaventurados”, es decir, “felices”, “dichosos”.
Esta clase de gente no es, sin embargo, lo que el mundo podría haber elegido, si es que se le hubiese pedido hacerlo para reinar.
Porque son gentes de lo más comunes, podríamos decir, a-típicas para un reino.
Son gentes que perfectamente pueden ser menospreciados en el mundo. Ellos no tienen las cualidades que sirven para triunfar.
Ellos no tienen la ambición y la fuerza necesaria para abrirse paso en el mundo. No conocen la astucia ni los mil subterfugios necesarios para alcanzar el éxito.
¿Qué gentes son estas?
Estos son, en primer lugar, los pobres en espíritu.
Los pobres en espíritu no tienen riqueza alguna que exhibir frente a Dios. Ellos son como aquel publicano menospreciado por el fariseo. Son la antítesis de Laodicea, que piensa que es rica y que de nada tiene necesidad. Ellos, en cambio, pueden ver que delante de Dios no tienen mérito que valga, y por eso están conscientes de su pobreza.
Laodicea es, en realidad, desventurada y pobre. Pero los pobres en espíritu, sin haberlo pretendido jamás, llegan a ser verdaderamente ricos, porque poseen el reino de los cielos.
Luego están los que lloran.
Estos están conscientes de la degradación del mundo, de cómo éste se ha olvidado de Dios, de cómo ha rechazado a su Cristo.
Ellos no se complacen en la injusticia, y les duele el dolor ajeno.
Estos son también los que sufren calladamente, los que se inclinan ante su suerte y se doblegan ante el dolor. Son los que lloran, no ante un juez injusto para que las haga justicia, sino ante Dios, supremo y justo Juez.
Como Ana, la madre de Samuel, estos son verdaderamente consolados.
En seguida están los mansos.
Los mansos son los de carácter suave y apacible. Ellos tienen la índole del cordero. Precisamente, en los rebaños suele ponerse al animal más manso para que guíe a los demás. Los mansos serán los herederos de la tierra.
Luego están los que tienen hambre y sed de justicia.
Estos no se conforman con un mundo injusto, ni con su propia injusticia, de la que son muy conscientes. Estos son los que suspiran por la santidad y la perfección que no hallan en la tierra. Estos han llegado a tener un anhelo tan fuerte por estas cosas, que las han buscado de igual manera como el hambriento y el sediento buscan, desesperados, el pan y el agua.
A éstos, Dios se les ha revelado como el Pan vivo y como el Agua de vida, y les ha dado de comer y beber, para nunca más estar insatisfechos. Ellos han sido saciados.
Luego están los misericordiosos.
Un misericordioso es uno compasivo, que se duele del dolor ajeno y que sufre con el otro. Es uno que puede ponerse en el lugar de otro en el sufrimiento. Los misericordiosos han alcanzado misericordia, por tanto son misericordiosos. Sus propias miserias han despertado la piedad del Dios bueno y han sido cubiertas. Ser misericordioso es más que ser justo.
Luego están los de limpio corazón.
Estos no se han permitido el odio ni el rencor en su corazón, porque han pensado que el corazón debe ser destinado a algo más noble. Estos han albergado la paz, y Dios ha consentido en rebajarse (¡Oh, bendita gracia!) para ser visto de ellos.
Los pacificadores también están en el reino.
Estos son los que ponen la paz entre dos hermanos en discordia. Los que ayudan a zanjar las diferencias entre los hombres. En medio de la violencia que impera en el mundo, éstos han erradicado toda forma de violencia. Y porque Dios es Dios de paz, los pacificadores han venido a ser los favoritos de Dios. Han compartido el deseo de su corazón, por lo cual han sido llamados hijos de Dios.
Están también los que padecen persecución por causa de la justicia.
Estos son perseguidos por los malos, es decir, por aquellos que no soportan la luz. A éstos les molesta que un justo viva tan lleno de paz, cuando ellos no conocen la paz. Les molesta que su rostro brille y que su andar sea tan confiado. Entonces levantan persecución contra él, y lo acusan falsamente.
A estos que padecen persecución por causa de la justicia, Dios les ha concedido el reino de los cielos.
Luego está la bienaventuranza general para los ocho tipos de personas anteriormente mencionadas. A todos les reitera la bienaventuranza. Lo son porque sufren el vituperio y la persecución injustamente, no ya por causa de la justicia, sino por causa de Cristo.
¡Oh, en verdad, no son sólo tratados duramente los que padecen persecución por causa de la justicia, sino todos los aquí llamados a formar parte del reino! Es este el entrenamiento. Es la cruz antes de la corona. “Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón en grande en los cielos”.
Esta clase de gente así descrita es, en realidad, la descripción de un solo y mismo carácter: el carácter de Jesucristo, el Hombre perfecto. Esa diversidad de caracteres aprobados por Dios, han llegado a serlo, en realidad, por participar de Aquél bendito carácter, único digno de ser mirado por Dios y vivido por los hombres.
Estos pequeños de la tierra, estos menospreciados e indefensos, son los amados de Dios, a quienes Jesús, el hijo del carpintero, ahora Rey y Señor sobre todas las cosas, vino a levantar para su trono.
Los hijos del reino, en el mundo
“Vosotros sois la sal de la tierra” dijo el Señor. Y sabemos que la sal es para salar, para dar sabor. La comida desabrida es casi tan mala como la comida tibia, que se arroja de la boca.
Pero no es sólo para eso: la sal es, sobre todo, para preservar.
Si el mundo no se corrompe aún hasta el extremo, es porque hay sal en la tierra.
Si el mal aún no impera sin contrapeso, es porque hay sal en la tierra.
Si aún tiene oposición el padre de la mentira y de toda corrupción, es porque hay sal en la tierra.
La sal resiste la descomposición y detiene el deterioro. ¡Qué favor más grande le hacen los cristianos al mundo y éste ni siquiera toma nota de ello! El día que sean quitados de la tierra todo el mundo lo sabrá, porque muchas cosas aquí abajo comenzarán a heder. No sólo lo que es intrínsecamente malo, sino aún aquello que parece bueno. Porque las cosas tomarán el color de la maldad, y ofrecerán, al fin, su verdadero aspecto de muerte.
“Ustedes son la sal de la tierra”, dijo el Señor. Y es este, también, un llamado a no desvanecerse. Los cristianos pierden su sabor cuando se asimilan al mundo al cual debieran salar. Cuando se acomodan a los estereotipos y modelos mundanos y dejan de marcar en el mundo las señales de Cristo.
Entonces los cristianos, que no son hábiles acomodándose al mundo, son echados fuera y pisoteados por los hombres. Este rechazo no es el mismo que se recibe por causa de la justicia, este es indeciblemente peor: es el menosprecio del mundo hacia los cristianos que se han desnaturalizado. Es el menosprecio a los que, siendo y predicando una cosa, viven como si fueran otra.
También dijo el Señor: “Vosotros sois la luz del mundo”. Al decirles eso a los súbditos del reino, el Señor les está confiriendo un inmerecido honor. Porque Él mismo, cuando estaba en la tierra, era la verdadera luz del mundo. Jesús dijo: “Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.”
De Juan, el profeta, se dice en el evangelio que no era él la luz, sino que era uno que había venido a dar testimonio de la luz. Sin embargo, a los cristianos se les dio un mayor honor que el que se dio a Juan, porque ellos son lo que Juan nunca fue: la luz del mundo.
La luz en las
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