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Enviado por   •  17 de Noviembre de 2014  •  1.041 Palabras (5 Páginas)  •  222 Visitas

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23 DE MARZO 2014

Lectura para hoy:

El Deseado de todas las gentes, p. 200-202

El pecado de Herodes estaba siempre delante de él. Constantemente procuraba hallar alivio de las acusaciones de su conciencia culpable. Su confianza en Juan era inconmovible. Cuando recordaba su vida de abnegación, sus súplicas fervientes y solemnes, su sano criterio en los consejos, y luego recordaba cómo había hallado la muerte, Herodes no podía encontrar reposo. Mientras atendía los asuntos del Estado, recibiendo honores de los hombres, mostraba un rostro sonriente y un porte digno, pero ocultaba un corazón ansioso, siempre oprimido por el temor de que una maldición pesara sobre él.

Herodes había quedado profundamente impresionado por las palabras de Juan, de que nada puede ocultarse de Dios. Estaba convencido de que Dios estaba presente en todo lugar, que había presenciado la disipación de la sala del banquete, que había oído la orden de decapitar a Juan, y que había visto la alegría de Herodías y el insulto que infligió a la cercenada cabeza de quien la había reprendido. Y muchas cosas que Herodes había oído de los labios del profeta hablaban ahora a su conciencia más claramente de lo que lo hiciera su predicación en el desierto.

Cuando Herodes oyó hablar de las obras de Cristo, se perturbó en gran manera. Pensó que Dios había resucitado a Juan de los muertos y lo había enviado con poder aun mayor para condenar el pecado. Temía constantemente que Juan vengase su muerte condenándolo a él y a su casa. Herodes estaba cosechando lo que Dios había declarado que sería el resultado de una conducta pecaminosa: “Corazón temeroso, y desfallecimiento de ojos, y tristeza de alma; y tendrás tu vida como algo que pende delante de ti, y estarás temeroso de noche y de día, y no tendrás seguridad de tu vida. Por la mañana dirás: ¡Quién diera que fuese la tarde!, y a la tarde dirás: ¡Quién diera fuese la mañana!, por el miedo de tu corazón con que estarás amedrentado, y por lo que verán tus ojos”. Los pensamientos del pecador son sus acusadores; no puede haber torturador más intenso que los aguijones de una conciencia culpable, que no le dan reposo ni de día ni de noche.

Para muchos, un profundo misterio rodea la suerte de Juan el Bautista. Se preguntan por qué se lo debía dejar languidecer y morir en la cárcel. Nuestra visión humana no puede penetrar el misterio de esta sombría providencia; pero eso nunca puede conmover nuestra confianza en Dios si recordamos que Juan no era más que un participante de los sufrimientos de Cristo. Todos los que sigan a Cristo llevarán la corona del sacrificio. Serán por cierto mal comprendidos por los hombres egoístas, y blanco de los feroces asaltos de Satanás. El reino de éste se estableció para destruir ese principio de la abnegación, y peleará contra él dondequiera que se manifieste.

La niñez, juventud y edad adulta de Juan se caracterizaron por la firmeza y la fuerza moral. Cuando su voz se oyó en el desierto diciendo: “Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas”, Satanás temió por la seguridad de su reino. El carácter pecaminoso del pecado se reveló de tal manera que los hombres temblaron. Se quebró el control que Satanás había estado ejerciendo sobre muchos que habían estado bajo su poder. Había sido incansable en sus esfuerzos para apartar al Bautista de una vida de entrega a Dios sin reserva; pero había fracasado. No había logrado vencer a Jesús. En la tentación del desierto Satanás había sido derrotado, y su ira era grande. Resolvió causar pesar a Cristo hiriendo a Juan. Iba a hacer sufrir al que no podía inducir a pecar.

Jesús no se interpuso para librar a su siervo. Sabía que Juan soportaría la prueba. El Salvador habría ido gozosamente a Juan para alegrar la lobreguez de la mazmorra con su presencia. Pero no debía colocarse en las manos de sus enemigos ni hacer peligrar su propia misión. Gustosamente habría librado a su siervo fiel. Pero por causa de los millares que en años posteriores debían pasar de la cárcel a la muerte, Juan debía beber la copa del martirio. Mientras los seguidores de Jesús languideciesen en celdas solitarias, o perecieran por la espada, el potro o la hoguera, aparentemente abandonados de Dios y de los hombres, ¡qué apoyo iba a ser para su corazón el pensamiento de que Juan el Bautista, cuya fidelidad Cristo mismo atestiguara, había experimentado algo similar!

Se le permitió a Satanás abreviar la vida terrenal del mensajero de Dios; pero el destructor no podía tocar esa vida que “está escondida con Cristo en Dios”. Se regocijó por haber causado pesar a Cristo; pero fracasó en vencer a Juan. La misma muerte lo puso para siempre fuera del alcance de la tentación. En su guerra, Satanás estaba revelando su propio carácter. Puso de manifiesto, delante del universo que la presenciaba, su enemistad hacia Dios y el hombre.

Aunque ninguna liberación milagrosa fue concedida a Juan, no fue abandonado. Siempre tuvo la compañía de los ángeles celestiales, quienes le hacían comprender las profecías concernientes a Cristo y las preciosas promesas de la Escritura. Éstas eran su sostén, como iban a ser el sostén del pueblo de Dios a través de los siglos venideros. A Juan el Bautista, como a los que vinieron después de él, se les aseguró: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.

Dios nunca conduce a sus hijos de otra manera que la que ellos elegirían si pudiesen ver el fin desde el principio, y discernir la gloria del propósito que están cumpliendo como colaboradores suyos. Ni Enoc, que fue trasladado al cielo, ni Elías, que ascendió en un carro de fuego, fueron mayores o más honrados que Juan el Bautista, que pereció solo en la mazmorra. “A vosotros os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él”. Y de todos los dones que el Cielo puede conceder a los hombres, la comunión con Cristo en sus sufrimientos es el más importante cometido y el más alto honor.

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