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UN CURA PARA SU PUEBLO


Enviado por   •  23 de Abril de 2018  •  Biografías  •  1.694 Palabras (7 Páginas)  •  102 Visitas

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UN CURA PARA SU PUEBLO

Gabriel Brochero era un cura nuevito de 29 años cuando fue nombrado párroco de Traslasierra, un territorio abandonado a su suerte en el antiguo límite con la indiada y el desierto. Su amigo Juárez Celman[1], joven abogado y antiguo compañero de clase de Gabriel, se ofreció a interceder por él en busca de un destino mejor*. Pero Brochero venía de tierra adentro; el campo y la soledad no lo hacían achicar. Su infancia feliz en una familia de once hijos sabía también de trabajo y de pobreza*. Los comienzos de su sacerdocio, atendiendo a los enfermos del cólera, le habían hecho experimentar el amor hasta el sacrificio. La fe de cristiano le hacía reconocer un llamado de Dios en aquel envío de su obispo.

Solo doce casuchas

En la Villa del Tránsito había solo doce casuchas. Pero en toda Traslasierra tendría diez mil habitantes para atender. Faltaban cominos, medios de supervivencia, intrucción. Sobraban entusiasmo e impulso misionero. Entre esa gente pasaría “el señor Brochero”[2] los cuarenta y cinco años del resto de su vida.

Los ejercicios espirituales

Uno de los primeros trabajos del nuevo párroco fue la reconstrucción de las capillas en ruinas. Aunque con el tiempo se dio cuenta de que -sin dejar esa tarea- había templos más importantes por edificar. Así surgió la idea de llevar a sus paisanos a esos ejercicios espirituales que a él mismo le habían hecho tanto bien*. Primero fueron a Córdoba. Más tarde, como en un sueño imposible, la olvidada Villa del Tránsito tuvo su propia casa de retiros por la que en vida de Brochero pasarían ¡setenta mil ejercitantes!*.

“Coteza de tronco viejo”

“¡Te jodiste diablo!” gritó contento el cura, con el lenguaje de sus serranos, el día en que pusieron la piedra fundamental de la casa de ejercicios. Con el sudor de su frente y la ayuda de cuadrillas de paisanos, levantaron palmo a palmo de edificio. Había habitaciones sencillas para dormir sobre el piso enfundados en los ponchos, una gran capilla, fogones para preparar el  locro, y un lugar cómodo, eso sí, para las cabalgaduras. Brochero mismo cuidaba los caballos y preparaba la comida mientras predicadores de prestigio llevaban adelante los ejercicios. “Yo soy corteza de tronco viejo para paso de hormigas -decía- pero estos predicadores son ramas donde brotan flores que preparan buenos frutos”.

Provocación y Desafío

El trabajo más intenso era tal vez antes de cada tanda de ejercicios, cuando recorría cientos de kilómetros invitando a los paisanos de la serranía. Ponía especial empeño en atraer a los más bravos, los fugitivos de la justicia, los renegado de la fe...*

“¡Ese cura de m... a mí no me pesca!” gritó uno haciéndose el gallito en el boliche. Cuando fue a verlo al rancho, Brochero sacó el crucifijo que guardaba en la montura de su “malacara” y le preguntó con fuerza: “¿A éste también vas a mandarlo a la m...?” Había ganado otro ejercitante.

Al gaucho Altamirano, en cambio, le hizo un desafío al final de la confesión: “Si vos dejás de engañar a tu mujer, yo no probaré el vino por un año”. Se lo prometieron a la Virgen María, a quien Brochero llamaba con cariño “la Purísima”. Y costó, pero los dos cumplieron.

Un simple campesino

En sus tiempos de seminarista Gabriel había tenido momentos de crisis. ¿Cómo un simple campesino de Santa Rosa del Río Primero podía llegar a ser ministro de Dios? ¿No terminaría él también como esos curas cómodos que conocía? Ese pensamiento le quitaba la paz, hasta que su director espiritual, el padre Bustamante le leyó un pasaje de la carta de los Corintios[3] y le dijo: “Mire, hijo: Parece que San Pablo era medio tartamudo o tenía una dificultad para hablar. Yo no sé si será cierto; pero la verdad es que hablaba como podía. Lo que vale no es la sonoridad de las frases sino la fuerza de Dios. La gente no se convierte por las lindas palabras del cura sino porque Dios le manda su gracia. Si usted está lleno de Dios, la gracias va a pasar a través suyo como el agua por la acequia, y la gente va a volver a Dios. Hágase santo, hijo, y no se preocupe de nada más.*”

La cabra y la carreta

Brochero se tomó en serio el consejo, tanto por la santidad de su vida como por la simplicidad de sus palabras. Así, cuando años más tarde le tocaba hablar de la gracia de Dios a la gente de la sierra, explicaba con sencillez: “Desde el cielo la gracia de Dios se desparrama sobre el mundo. La gracia es como cuando una cabra se sube a uno de esos hornos grandes de pan, levanta la colita y el guano se desparrama por todos los costados del horno ¿no es cierto? Bueno, lo mismo pasa con la gracia de Dios en el mundo”.

Hablando del matrimonio, en cambio, decía que era “como una carreta de dos ruedas. Si una no anda, la carreta no camina y se va todo para al diablo”.

“Dios los quiere mucho -decía con insistencia a su gente-, sobre todo a los más pobres, porque las tres cosas que nunca faltan al pobre, son: el hambre, los piojos y la misericordia de Dios”.

Los chinchulines de David

Un día, mientras su fiel sacristán Palito había ido a pedir chinchulines fiados al carnicero Don David, Brochero predicaba desde el púlpito “Entonces, después que el profeta Natán le cantó las cuarenta al rey David, ¿qué dijo David? ¿qué dijo?”. Y en ese momento entró Palito gritando desde el fondo de la iglesia: “Dijo que si no le paga los dos pesos no hay chinchulines!”. Leyenda o realidad, lo cierto es que Brochero no consideraba apropiados para su gente esos sermones que son como ricos dulces de Patay, sino “las palabras como puchero a la criolla, un plato poco delicado pero muy sustancioso”.

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