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Unción De Enfermos

sipagoza24 de Mayo de 2013

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10. La unción de los enfermos

10.1. Fundamentos bíblicos

Los textos bíblicos que la Iglesia antigua aducía como fundamentos de la institución de la unción de los enfermos, a saber, Me 6,12s y Sant 5,14s, deben entenderse en el contexto de la dedicación de Jesús y de las primeras comunidades cristianas a los enfermos. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento atribuían la enfermedad, al menos en gran parte, a las repercusiones destructoras del pecado sobre los hombres y veían ambas cosas, enfermedad y pecado, también como secuencia de la actuación de poderes maléficos sobre el género humano. Una ingenua teología de la desmitologización llegó a creer que podría rechazar definitivamente las afirmaciones bíblicas sobre los poderes y las potestades maléficas, junto con la antigua concepción del mundo. A una con la idea de que existen energías espirituales

supraindividuales que pueden influir en los hombres y de que los comportamientos y las decisiones negativas acumuladas en la humanidad pueden «envenenar» y enfermar a las personas, ha vuelto a ganar terreno el antiguo punto de vista, aunque purificado, por supuesto, de la concepción de que los demonios son una especie de fantasmas. La actividad de Jesús estuvo orientada en su totalidad a destruir las situaciones e interconexiones maléficas y a permitir la eclosión de aquellas situaciones nuevas que se denominan «reino de Dios». En el estadio inicial de este reino de Dios esto significa proceder contra todos los elementos que alienan y enferman la vida humana, con la promesa de que, en la consumación plena de este reino, la enfermedad y la muerte quedarán definitivamente eliminadas. Al situar el reino o dominio de Dios como tema central de la actividad de Jesús, se da ya por supuesto y admitido que lo que en primera línea se proponía Jesús era cumplir la voluntad del Padre. Y esto quiere decir también, indudablemente, dedicación a los necesitados de ayuda, sanación de las situaciones y circunstancias humanas, pero a la vez requiere, como condición previa irrenunciable, el reconcimiento de Dios como Creador y Padre, su alabanza y glorificación. Contrariamente a lo que hicieron algunos grandes personajes del mundo antiguo, Jesús no se con-

centró en actividades terapéuticas. Cuando curaba en- fermos sus acciones estaban siempre ordenadas a la pro- clamación práctica del reino de Dios, unida a menudo expresamente a la expulsión del Maligno y al perdón de los pecados. Dicho de otro modo: no eran acciones mé- dicas o terapéuticas, sino más bien carismáticas, dotadas de simbolismo real1. A través de ellas transmitía Jesús de forma sensible y perceptible su mensaje de la gran misericordia de Dios ante la angustiosa situación en que se encontraban los enfermos y los pecadores.

Según Me 6,7-13, Jesús dio a los doce, en cuanto compañeros y enviados suyos, una participación en su misión, de tal modo que pudieron predicar, curar y ex- pulsar demonios. Utilizaron para ello la unción con acei- te, remedio medicinal de uso generalizado en tiempos de Jesús. Por supuesto, en la antigüedad se concedía mportancia al contacto corporal en las curaciones. Jesús mismo lo practicó bajo varias formas (incluido el empleo de la saliva, Jn 9,6). La tradición dedicó una especial atención a las curaciones que llevó a cabo mediante la imposición de las manos (Le 4,40).

Así, pues, la dedicación de las primeras comuni- dades cristianas a los enfermos, no sólo en sentido ca- ritativo y terapéutico, sino también a través de la pala- bra y de las acciones simbólicas, denotaba una gran pro- ximidad temporal con Jesús. En el escrito doctrinal y admonitorio que circulaba a finales del siglo I al amparo del nombre de «Santiago, hermano del Señor», su autor habla, en el contexto del tema de la oración, de los her- manos en la fe sujetos a enfermedad: «¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nom- bre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pe- cados, le serán perdonados. Confesaos, pues, mutua- mente vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que seáis curados. La oración ferviente del justo tiene mucho poder» (5,14-16). Los conceptos aquí utili- zados para referirse a los enfermos inducen a pensar en enfermedades graves, pero no necesaria ni exclusiva- mente en situaciones ya agónicas. De acuerdo con el colorido judeocristiano del escrito, por presbíteros debe entenderse aquí a los jefes o dirigentes de la comunidad. Su acción primaria en favor del enfermo es la oración. A la oración creyente se le promete ser escuchada en la forma de redención, de restablecimiento y (si fuere ne- cesario) de perdón de los pecados. Y como la unción se hace «en el nombre del Señor» —es decir, invocando su nombre salvador—, se trata más de una acción simbólica que de una aplicación medicinal. De ella se espera un resultado que afecta a la salud total y unitaria del hom- bre, de modo que no es lícito contraponer los diversos aspectos. En la concepción de esta carta, los pecados a que se refiere no son las faltas cotidianas, sino acciones que ngendran la muerte (cf. Sant 1,15; 5,20). Que se produzca, o no, el efecto de la curación y del perdón es cosa que depende sólo de Dios. El texto no ofrece ningún punto de apoyo para entender el acontecimiento recomendado como curación milagrosa.

10.2. La historia de la unción de los enfermos

En los primeros siglos de la historia de la Iglesia no es posible deslindar, de entre los actos litúrgicos, uno específicamente referido a la unción de los enfermos. No se han conservado, en este punto, ni regulaciones jurídicas ni reflexiones teológicas. Los textos más anti- guos en los que aparece testificada se refieren a oraciones para la bendición del aceite con que se ungía a los enfermos. Algunas de ellas se remontan a los pri- meros años del siglo III2: el aceite debe adquirir una nueva eficacia, para que pueda convertirse en auxilio

para el cuerpo y el alma. También se le podía tomar como bebida.

El primer texto extralitúrgico sobre la unción de los enfermos procede de una carta del papa Inocencio I, del año 416; en ella se cita, por vez primera, el pasaje de la carta de Santiago en conexión con la unción de los enfer- mos (DS 216; Dz 99). El papa abordaba en este escrito el tema de la utilización correcta del óleo; no pretendía, pues, exponer una doctrina completa sobre la unción de los enfermos. Según este documento, a todos los cris- tianos les está permitido usar el óleo del crisma prepara- do por el obispo «para ungirse en su propia necesidad o en la de los suyos». Pero sólo el obispo puede consagrar el óleo. Los obispos tienen potestad para derramar este óleo; si el pasaje de la carta de Santiago habla de los «presbíteros» es porque los obispos, impedidos por otras ocupaciones, no pueden visitar a todos los enfermos. El óleo bendecido («crisma») es un «género de sacramen- to» (genus sacramenti) y, por tanto, no puede derramar- se sobre los penitentes,, ya que a éstos se les niegan (an- tes de la reconciliación) los sacramentos. Este pasaje del documento pontificio fue citado numerosas veces en la Iglesia occidental e insertado en las principales compi- laciones del derecho eclesiástico. Por lo demás, el su- mamente influyente Decretum Gratiani (primera mitad del siglo Xll) suprimió precisamente los pasajes referen- tes a los enfermos como receptores y a los fieles (es decir, también a los laicos) como administradores.

Según testimonios del siglo vi, en caso de enfer- medad (y no sólo en peligro de muerte) los cristianos podían ungirse a sí mismos y ungir a los suyos con el óleo consagrado; al parecer, hubo por aquella época una cierta competencia con los hechiceros. Este dato apare- ce testificado todavía en el siglo vm por Beda (t 735). Apoyándose en Sant 5,16, Beda consideró que el proceso penitencial constituía el punto culminante de la unción de los enfermos.

A partir del siglo vm, y principalmente en el siglo ix, se modificaron tanto la teología como la praxis de la unción de los enfermos, que pasó a ser, junto con la penitencia y la eucaristía, el sacramento de los moribundos. Las razones fueron, por un lado, las severas obli- gaciones que se contraían, de por vida, con la unción, comparables a las obligaciones penitenciales; por otro lado, que se entendía que la unción era parte constitutiva de la penitencia. Todavía estaba sujeta a oscilaciones la secuencia de los tres sacramentos. Hasta el siglo XIII, la unción de los enfermos se recibía después de la recon- ciliación penitencial y antes del viático. Pero a partir de este siglo, y hasta el Vaticano II, se generalizó la práctica de administrarlo después de los otros dos. Ya desde el siglo IX se reservó a los sacerdotes su administración. El rito no era uniforme. En algunos lugares, el sacerdote consagraba el óleo inmediatamente antes de la unción del enfermo; en otros, el obispo consagraba los óleos específicamente para este sacramento. Era frecuente la práctica de ungir los cinco sentidos del enfermo, pero existen testimonios de más de 20 unciones diferentes, cada una de ellas acompañada de su propia oración. A veces la unción se administraba durante siete días seguidos; en algunas regiones —y todavía, en la actua- lidad, en el rito bizantino— se requería la presencia de varios sacerdotes para la unción. Así aparece en Tomás de Aquino. Por diversas razones, esta praxis tenía efec- tos disuasorios, de modo que el sacramento tuvo quesuperar varias etapas críticas3.

Hasta bien entrado el siglo Xll, a la unción de los

enfermos se la denominaba

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