Ciencia y Esperanza
canacelu17Ensayo7 de Agosto de 2011
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CAPITULO 2
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CIENCIA
Y
ESPERANZA
Dos hombres llegaron a un agüero
en el cielo. Uno le pidió al otro
que le ayudara a subir...
Pero el cielo era tan bonito que el hombre
que miraba por encima del margen;
lo olvidó todo, olvidó a su compañero al
que había prometido ayudar y salió
corriendo hacia todo el esplendor del
cielo.
De un poema en prosa inuit iglülik
de principios del siglo XX,
contado por Inugpasugjuk
a Knud Rasmussen,
el explorador ártico de Groenlandia
Yo fui niño en una época de esperanza. Quise ser científico desde mis
primeros días de escuela. El momento en que cristalizó mi deseo llegó
cuando capté por primera vez que las estrellas eran soles poderosos, cuando
constaté lo increíblemente lejos que debían de estar para aparecer como
simples puntos de luz en el cielo. No estoy seguro de que entonces supiera
siquiera el significado de la palabra «ciencia», pero de alguna manera quería
sumergirme en toda su grandeza. Me llamaba la atención el esplendor del
universo, me fascinaba la perspectiva de comprender cómo funcionan
realmente las cosas, de ayudar a descubrir misterios profundos, de explorar
nuevos mundos... quizá incluso literalmente. He tenido la suerte de haber
podido realizar este sueño al menos en parte. Para mí, el romanticismo de la
ciencia sigue siendo tan atractivo y nuevo como lo fuera aquel día, hace más
de medio siglo, que me enseñaron las maravillas de la Feria Mundial de
1939.
Popularizar la ciencia —intentar hacer accesibles sus métodos y
descubrimientos a los no científicos— es algo que viene a continuación, de
manera natural e inmediata. No explicar la ciencia me parece perverso.
Cuando uno se enamora, quiere contarlo al mundo. Este libro es una
declaración personal que refleja mi relación de amor de toda la vida con la
ciencia.
Pero hay otra razón: la ciencia es más que un cuerpo de
conocimiento, es una manera de pensar. Preveo cómo será la América de la
época de mis hijos o nietos: Estados Unidos será una economía de servicio e
información; casi todas las industrias manufactureras clave se habrán
desplazado a otros países; los temibles poderes tecnológicos estarán en
manos de unos pocos y nadie que represente el interés público se podrá
acercar siquiera a los asuntos importantes; la gente habrá perdido la
capacidad de establecer sus prioridades o de cuestionar con conocimiento a
los que ejercen la autoridad; nosotros, aferrados a nuestros cristales y
consultando nerviosos nuestros horóscopos, con las facultades críticas en
declive, incapaces de discernir entre lo que nos hace sentir bien y lo que es
cierto, nos iremos deslizando, casi sin darnos cuenta, en la superstición y la
oscuridad.
La caída en la estupidez de Norteamérica se hace evidente
principalmente en la lenta decadencia del contenido de los medios de
comunicación, de enorme influencia, las cuñas de sonido de treinta segundos
(ahora reducidas a diez o menos), la programación de nivel ínfimo, las
crédulas presentaciones de pseudociencia y superstición, pero sobre todo en
una especie de celebración de la ignorancia. En estos momentos, la película
en vídeo que más se alquila en Estados Unidos es Dumb and Dumber. Beavis
y Buttheadi siguen siendo populares (e influyentes) entre los jóvenes
espectadores de televisión. La moraleja más clara es que el estudio y el
conocimiento —no sólo de la ciencia, sino de cualquier cosa— son
prescindibles, incluso indeseables.
Hemos preparado una civilización global en la que los elementos más
cruciales —el transporte, las comunicaciones y todas las demás industrias; la
agricultura, la medicina, la educación, el ocio, la protección del medio
ambiente, e incluso la institución democrática clave de las elecciones—
dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos
dispuesto las cosas de modo que nadie entienda la ciencia y la tecnología.
Eso es una garantía de desastre. Podríamos seguir así una temporada pero,
antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará
en la cara.
Una vela en la oscuridad es el título de un libro valiente, con
importante base bíblica, de Thomas Ady, publicado en Londres en 1656, que
ataca la caza de brujas que se realizaba entonces como una patraña «para
engañar a la gente». Cualquier enfermedad o tormenta, cualquier cosa fuera
de lo ordinario, se atribuía popularmente a la brujería. Las brujas deben
existir: Ady citaba el argumento de los «traficantes de brujas»: «¿cómo si no
existirían, o llegarían a ocurrir esas cosas?» Durante gran parte de nuestra
historia teníamos tanto miedo del mundo exterior, con sus peligros
impredecibles, que nos abrazábamos con alegría a cualquier cosa que
prometiera mitigar o explicar el terror. La ciencia es un intento, en gran
medida logrado, de entender el mundo, de conseguir un control de las cosas,
de alcanzar el dominio de nosotros mismos, de dirigirnos hacia un camino
seguro. La microbiología y la meteorología explican ahora lo que hace sólo
unos siglos se consideraba causa suficiente para quemar a una mujer en la
hoguera.
Ady también advertía del peligro de que «las naciones perezcan por
falta de conocimiento». La causa de la miseria humana evitable no suele ser
tanto la estupidez como la ignorancia, particularmente la ignorancia de
nosotros mismos. Me preocupa, especialmente ahora que se acerca el fin del
milenio, que la pseudociencia y la superstición se hagan más tentadoras de
año en año, el canto de sirena más sonoro y atractivo de la insensatez.
¿Dónde hemos oído eso antes? Siempre que afloran los prejuicios étnicos o
nacionales, en tiempos de escasez, cuando se desafía a la autoestima o vigor
nacional, cuando sufrimos por nuestro insignificante papel y significado
cósmico o cuando hierve el fanatismo a nuestro alrededor, los hábitos de
pensamiento familiares de épocas antiguas toman el control.
La llama de la vela parpadea. Tiembla su pequeña fuente de luz.
Aumenta la oscuridad. Los demonios empiezan a agitarse.
---ooo---
Es mucho lo que la ciencia no entiende, quedan muchos misterios
todavía por resolver. En un universo que abarca decenas de miles de millones
de años luz y de unos diez o quince miles de millones de años de antigüedad,
quizá siempre será así. Tropezamos constantemente con sorpresas. Sin
embargo, algunos escritores y religiosos de la «Nueva Era» afirman que los
científicos creen que «lo que ellos encuentran es todo lo que existe». Los
científicos pueden rechazar revelaciones místicas de las que no hay más
prueba que lo que dice alguien, pero es difícil que crean que su conocimiento
de la naturaleza es completo.
La ciencia está lejos de ser un instrumento de conocimiento perfecto.
Simplemente, es el mejor que tenemos. En este sentido, como en muchos
otros, es como la democracia. La ciencia por sí misma no puede apoyar
determinadas acciones humanas, pero sin duda puede iluminar las posibles
consecuencias de acciones alternativas.
La manera de pensar científica es imaginativa y disciplinada al
mismo tiempo. Ésta es la base de su éxito. La ciencia nos invita a aceptar los
hechos, aunque no se adapten a nuestras ideas preconcebidas. Nos aconseja
tener hipótesis alternativas en la cabeza y ver cuál se adapta mejor a los
hechos. Nos insta a un delicado equilibrio entre una apertura sin barreras a las
nuevas ideas, por muy heréticas que sean, y el escrutinio escéptico más
riguroso: nuevas ideas y sabiduría tradicional. Esta manera de pensar también
es una herramienta esencial para una democracia en una era de cambio.
Una de las razones del éxito de la ciencia es que tiene un mecanismo
incorporado que corrige los errores en su propio seno. Quizá algunos
consideren esta caracterización demasiado amplia pero, para mí, cada vez que
ejercemos la autocrítica, cada vez que comprobamos nuestras ideas a la luz
del mundo exterior, estamos haciendo ciencia. Cuando somos
autoindulgentes y acríticos, cuando confundimos las esperanzas con los
hechos, caemos en la pseudociencia y la superstición.
Cada vez que un estudio científico presenta algunos datos, va
acompañado de un margen de error: un recordatorio discreto pero insistente
de que ningún conocimiento es completo o perfecto. Es una forma de medir
la confianza que tenemos en lo que creemos saber. Si los márgenes de error
son pequeños, la precisión de nuestro conocimiento empírico es alta; si son
grandes, también lo es la incertidumbre de nuestro conocimiento. Excepto en
matemática pura, nada se sabe seguro (aunque, con toda seguridad, mucho es
falso).
Además, los científicos suelen ser muy cautos al establecer la
condición
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