CHÉJOV: BUSCAR EN LAS ESQUINAS DE LA VERDAD
yujugarciaEnsayo7 de Junio de 2014
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CHÉJOV: BUSCAR EN LAS ESQUINAS DE LA VERDAD
Comenzar un nuevo proceso en Teatro D’Dos requería una asimilación otra, especial del sistema de trabajo. Ignacio y María había conducido a una nueva etapa en la que ya no solo se trataba de responder a las orientaciones de la dirección bajo la responsabilidad del actor-creador, que lucha por comprender un texto como el de la Mansur y llevar los personajes a su necesaria terrenalidad, mirarlos desde sus conflictos humanos. Se trataba ahora de perseguir la pauta orientada con una mirada receptora: la del actor-aprendiz.
Tiempo antes de la inauguración de la Sala Estudio, la agrupación luchaba por no ser un peón más de un declive teatral que arrastra de un tiempo a esta parte. Siento que hay, ahora mismo y desde hace ya un buen rato, falta de compromiso en el teatro. Ya los actores no dicen de verdad, no se emocionan de verdad, no están comprometidos con lo que ocurre en escena –o con lo que se presume que ocurra-. Se respira frivolidad, poca seriedad con lo que se hace; los actores suben al escenario como si fueran a matar el tiempo o a justificar un salario –total, de todas formas nos van a pagar- y no importa qué hagan ni cómo lo hagan.
Todos quedamos deslumbrados con Neva, espectáculo del colectivo chileno Teatro en el Blanco. Honor a quien honor merece. Pero sucede que fuimos testigos del “acto único e irrepetible”, de actuaciones de un inmenso comprometimiento real donde, literalmente, va la vida en ello. ¿Y acaso, en cierta medida, no nos hablaban de esa mediocridad en la que es tan fácil dejarse caer, de esa superficialidad con que se toman los sucesos más profundos? Fue aguijón, no solo por todos los valores reales que tenía el trabajo sino –y en gran medida- porque existía convicción y responsabilidad sobremanera con el hecho artístico. Había actores vivos en la escena.
Nuestra sociedad se hace eco en los rostros de las personas. Un sistema social disfuncional se proyecta de igual manera en todas sus esferas. Hay un desgano generalizado, hay tristeza, hay incredulidad que provoca –en el mejor de los casos- éxodos; estamos tan aplastados por el cotidiano que solo se piensa en tratar de subsistir, en lograr rebasar el día de hoy sin tener la imagen del mañana. Eso -en mayor o menor medida, de una manera o de otra- nos alcanza y toca a todos. Eso somos nosotros.
“Al hombre del veintiuno debe alertársele pues va en camino de la carencia espiritual y esta enfrentando esa carencia desde una posición de hombre mediocre.”
¿Cómo hablar de todo esto -de actores, de nuestro teatro, de la sociedad, de la gente, del hoy- sin caer en falsa retórica ni en la banalidad discursiva con que se trata de ser contestatario? ¿Cómo hablar de nosotros desde nosotros mismos? Existía la urgencia de establecer un acto de confesión.
Julio César siempre ha sido un creador que sabe enfocar muy bien lo que quiere decir; encuentra con seguridad desde qué texto instaurar las ideas sin traicionar lo que aquel en sí mismo brinda. Pienso lo que logra es una cohesión entre las problemáticas que lo asedian como artista y ser social –al fin y al cabo- y el texto a representar. No se entienda esto en cuanto a forzar los pilares ideo-temáticos de una pieza dramática para así instaurar en ellos un ideario preconcebido; siempre se resentiría la estructura tanto del drama como de la puesta. La búsqueda viene a convertirse en observación agudísima de qué nos dice hoy el autor y cuánto tiene qué decirnos a nosotros. Se trata de establecer una relectura a partir de la existencia en la obra de un criterio que ataña una problemática nuestra, de traducir un por qué desde la incidencia de este en la situación que vivimos. Así llegó Chéjov.
Tío Vania nos alcanzó desde la insatisfacción de sus seres, desde su vacío, desde esa condición extraña que tiene la frustración que nos hace descubrirnos con las manos secas, arañadas y entre ellas la nada. En sus personajes se respiraba la desesperanza de los rostros de hoy, el peso del cotidiano, del esfuerzo baldío que solo alcanza a descubrirnos en el desgaste y a cuestas la incertidumbre que nos amenaza con la deriva. Su estructura cíclica se descubre a partir de enfrentarnos a roles que desarrollan conflictos de un carácter existencialista, llevándolos a terminar varados en el mismo punto -pero en peores condiciones- donde empezaron; conflictos sumergidos en la aparente inacción de la pieza que nos obliga a observarlos desde el sentir del ser agotado por el tiempo perdido, del hombre expuesto al descubrimiento tardío de la verdad sin encontrar más camino que el de reconocerse tragado por la mediocridad. “Se trata de una degeneración por inercia que es superior a nuestras fuerzas.”
Chéjov ubica la acción en la periferia, en una finca a la que Vania ha entregado toda su vida sostenido por la convicción del deber/ser, por la confianza en las ideas de su ex-cuñado, el profesor Serebriakov, que emite desde su condición intelectual criterios ya vacíos, completamente nulos, con los cuales no hace más que engañarlos a todos desde su arbitrariedad y mezquindad de pensamiento. Es la historia del hombre que confió hasta la saciedad en el ideal de otro y hoy descubre rotos todos sus “altares” y “monumentos”, frente al paso de los años doblegado en su lucha diaria a una mirada hueca, de mentiras. Es el reconocimiento del que lo ha dado todo por una causa y esta no le ha devuelto más que el descubrirse engañado tras la fatiga del tiempo perdido.
Una vez más Teatro D’Dos recurría al fenómeno de la familia para, desde lo particular, hablar de una problemática que tiene un origen social; la familia como célula a la que van a desembocar todos los conflictos que atraviesa una sociedad en declive.
Con una distancia de un poco más de cien años, Tío Vania llegaba a nosotros desde la encrucijada deparada para cualquier régimen que ya no encuentra funcionalidad. Si en la Rusia de finales del siglo XIX Chéjov denunciaba el desgaste de una ideología dentro de un sistema en depauperación, la pertenencia de su obra nos ata desde la certeza de que somos su reflejo amargo en circunstancias similares.
Existían dos caminos: nuestro gremio teatral lleno de señales de mediocridad y nuestras condiciones como individuos -en el aquí y el ahora- lacerados por la realidad más inminente. “(…) el fenómeno del teatro cubano, está muy imbricado con el fenómeno actual de la sociedad cubana.” Por tanto, si nuestra misión en el teatro es denunciar los conflictos de la realidad más cercana, realizar una simbiosis a partir de la relación del teatro actual con la sociedad agudizaba el sentido de pertenencia que queríamos concretar con la puesta en escena.
Ramírez había concentrado los principales conflictos del texto chejoviano a partir de cinco de sus personajes: Vania, el profesor Serebriakov, Elena, Sonia y el doctor Astrov. De esta forma la acción dramática se reducía hacia los puntos de mira que más acentuaba el original. El hombre que se descubre engañado –y, por tanto, frustrado- habiéndose entregado por completo a un ideal egoísta que ya no tiene sentido alguno; el guía intelectual en decadencia cual imagen del orden social; la frivolidad de aquella que ha alcanzado un status al ser sostenida por el régimen; la debilidad de la que no tiene más remedio que seguir resignada al sacrificio producto de la adversidad; la mirada aguda del que sabe que ya no existen caminos, habiendo sido tragado también por la mediocridad. Ahí estaban los puntos más filosos de lo humano, los escondrijos que ocultamos por sus quemaduras, las Esquinas que nos calan desde Chéjov.
Un grupo de actores comienza un pase de texto, mientras se preparan en el camerino para una función del Tío Vania. Con continuas entradas y salidas de la pieza chejoviana arman vestuarios y escenografía, mientras van asumiendo los personajes terminando completamente listos para el espectáculo. Era esa la pauta inicial para la puesta en escena. Por lo tanto el trabajo del actor no se resumía puramente en la interpretación de los roles de Chéjov. Iba más allá. Su sentido debía descifrar un sistema de laboratorio de búsqueda del personaje: su relación con el actor del grupo de teatro que se representaba y la relación entre estos actores, todo lo que se encontraría empapado de la existente entre nosotros y los roles. Laboratorio que no solo catapultaba el concepto de representación, sino que sería la posibilidad de someternos dentro de la propia puesta a un proceso de interiorización real a los ojos del espectador, develar todo un ritual de aceptación y asimilación del personaje que, por regla general, es muy íntimo; desde el actor incorporaríamos a Chéjov. La pauta entonces se encontraría redimensionada en su génesis al estar sobre nuestras espaldas todo lo aparentemente representacional y ser compartido con el espectador. Se volvía nuevamente a crear una estrechez entre actores y público, pues develando el cómo se encontraría el por qué. Somos nosotros, haciendo pertenencia de las esquinas más filosas del texto chejoviano, para reafirmar la condición de que a través del teatro te hablamos de nuestra realidad, esa que compartimos tú y yo.
“Legitimidad-exactitud-autenticidad-sinceridad-efectividad-existencia, son equivalentes de esa palabra obligada, que hoy, traemos al ruedo, pues asientan una cadena que articula un principio elemental del arte dramático: producir sobre un escenario señales vivas de cuanto acontece en la realidad circundante.”
En las escaleras que conducen a la sala está dispuesto por las paredes el vestuario de época que dará un terminado a los personajes de Chéjov, en una suerte de galería
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