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Capitulo 6 Ontologia Del Lenguaje

mfdem3 de Noviembre de 2014

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CAPITULO 6: ACCIÓN HUMANA Y LENGUAJE *

Este capítulo versará sobre el tema de la acción o, más concretamente sobre la acción humana. Dentro de él abordaremos diferentes tópicos. Todos ellos, sin embargo, tendrán como hilo conductor su referencia al tema de la acción.

Comenzaremos, primero, por abordar algunos de los supuestos que encierra nuestra concepción tradicional sobre la acción humana, y examinaremos la crítica que a ellos dirige el filósofo alemán Martin Heidegger. En este contexto, introduciremos las distinciones de transparencia y quiebre y examinaremos el carácter lingüístico de los quiebres. Luego analizaremos la acción humana en cuanto ésta se relaciona con el lenguaje. Ello nos llevará a reconocer que toda acción humana posee un componente interpretativo que surge desde el lenguaje.

En seguida, tomaremos la acción como un dominio e introduciremos diversas distinciones en su interior que nos permitirán reconocer tipos de acciones diferentes. Por último tomaremos un tipo particular de acción humana, aquella que llamamos prácticas sociales, y —acercándonos a la interpretación propuesta por Wittgenstein— mostraremos cómo éstas permiten ser reconstruidas lingüísticamente.

Hemos sostenido que la ontología del lenguaje ofrece una interpretación diferente del fenómeno humano, al referirlo al lenguaje. Hemos advertido, sin embargo, que para entender cabalmente esta interpretación es necesario re-interpretar lo que entendemos por lenguaje y abrirnos a una comprensión que lo concibe como generativo y que postula que el lenguaje es acción. Pero hemos advertido también que nuestro círculo interpretativo no estará completo mientras no reinterpretemos la propia acción. Sólo entonces estaremos en condiciones de

entender por qué decimos que la acción nos constituye como el tipo de persona que somos y que llegaremos a ser. El ser humano, el lenguaje y la acción son tres pilares fundamentales de la ontología del lenguaje. En este capítulo examinaremos el tercero de ellos: la acción humana.

Nuestra «concepción tradicional» sobre la acción humana

Nuestra «concepción tradicional», nuestro sentido común, descansa, entre otros, en dos supuestos que hemos heredado de la filosofía de Descartes, y que han servido de base al pensamiento moderno occidental. De una u otra forma, la interpretación ofrecida por Descartes en el siglo XVII ha sustentado la casi totalidad de nuestras interpretaciones parciales en el mundo occidental. Los postulados básicos de Descartes se transformaron en supuestos no cuestionados de nuestro sentido común. Los seres humanos occidentales devinimos cartesianos aun cuando no supiéramos quién era Descartes o no conociéramos su filosofía. Ello, por cuanto la cultura lingüística dentro de la cual nos constituimos como

individuos, asumió como válidos sus postulados. 1

Los dos supuestos a los que nos referimos son los siguientes: aquel que sostiene que todo sujeto se halla expuesto a la presencia e inmediatez del mundo de objetos que lo rodea

y aquel que define al ser humano como un ser eminentemente racional en su actuar en el mundo. Examinaremos cada uno de ellos por separado.

El primero de estos supuestos, se sustenta en un dualismo originario. Su punto de arranque supone que, al examinarse la existencia humana, debemos reconocer, desde el inicio, dos sustancias irreductibles: el pensamiento o la razón que nos constituye como sujetos (lo que Descartes llama la res

cogitans) y la sustancia física que constituye los objetos (res extensa), dentro de la cual está nuestro cuerpo y la totalidad de los objetos naturales.

Ello permite interpretar la existencia humana como constituida original y primariamente por un sujeto dado, rodeado por un mundo de objetos también dados. La presencia de estos objetos no está cuestionada. Ellos están allí en el mundo, presentes naturalmente, capaces de ser percibidos directamente por los sentidos, en la medida en que no estén ocultos.

Esto no niega que la percepción que el sujeto tiene de los objetos del mundo deje de tener problemas y que, por ejemplo, tal percepción no esté libre de distorsiones. Por el contrario, nuestra concepción tradicional hace de la relación sujeto-objeto su principal obsesión, su gran problema. De allí que, para la filosofía moderna, hacer filosofía haya sido fundamentalmente hacer epistemología: determinar la posibilidad de que el sujeto pueda alcanzar una fiel representación de los objetos y, en la medida que tal posibilidad se acepte (hay quienes la niegan), determinar cuáles son las condiciones que la garantizan. El gran tema de la filosofía moderna ha sido, por lo tanto, el tema del conocimiento.

El segundo de los supuestos de nuestra concepción tradicional ha sido el sustentar que aquello que define al sujeto, aquello que nos caracteriza como seres humanos, es el pensamiento, la conciencia, la razón, nuestra capacidad de deliberación. El ser humano, se sostiene, es un ser pensante, un ser racional. Este segundo supuesto es particularmente importante para entender la acción humana, pues es precisamente en el dominio de la acción donde el concebirnos como seres racionales tiene quizás una de sus más importantes consecuencias.

El supuesto de que la razón es aquello que nos constituye y define en el tipo de ser que somos, nos lleva a una comprensión racionalista de la acción humana. Supone que la conciencia, la razón o el pensamiento, como quiera que nos refiramos a ello, antecede a la acción.

Asume que los seres humanos actuamos en conciencia, guiados por la razón. Se deduce, por lo tanto, que toda acción humana es acción racional. Ello implica que no hay acción que no tenga su razón y, en consecuencia, que no esté antecedida por la razón que conduce a ella. La razón, por tanto, conduce la acción.

El concepto de razón deviene tan importante dentro de los parámetros de esta interpretación que, incluso cuando la experiencia pareciera mostrarnos que este supuesto es discutible, y pareciéramos observar acciones no conscientes, no racionales, donde no hubo deliberación previa, este supuesto no es puesto en duda y se buscan las razones inconscientes que nos llevan a actuar de la manera como lo hacemos. Con ello el supuesto se mantiene, salva las apariencias, y la primacía de la razón se mantiene: ella sigue conduciendo la acción humana.

El supuesto de la racionalidad ha sido extremadamente poderoso dentro de la cultura occidental y sin duda requiere ser visto como una innegable contribución histórica. Tras él se han desarrollado, por ejemplo, la ciencia y la tecnología y múltiples formas de vida que son expresiones del poder de la razón humana.

Muy pronto, sin embargo, quizás por su propio éxito, la razón dejó de concebirse como aquello que caracterizaba a los seres humanos, transformándolos en sujetos; la razón fue establecida como principio rector del universo. La ciencia parecía demostrar que la naturaleza se comportaba

racionalmente, de acuerdo a leyes precisas que estaban allí, esperando ser descubiertas. Lo que la ciencia hacía era interpretado, por lo tanto, como un esfuerzo por encontrar las razones detrás de todos los fenómenos. Leibniz proclama «Todo tiene una razón» o, lo que es lo mismo, «Nada es sin razón». Hegel, algo más tarde, sostendrá la identidad de realidad y razón: todo lo real es racional y todo lo racional es real.

Razón y lenguaje

Detengámonos aquí un momento y preguntémonos: ¿No estamos acaso frente a una situación en la que, en el decir de Wittgenstein, el lenguaje pareciera haberse extraviado, y donde, en vez de procurar resolver los problemas que se han levantado, quizás sea necesario «disolverlos»?

Permítasenos reflexionar sobre lo que hemos estado diciendo. Lo haremos apoyados en la propia interpretación que hemos desarrollado hasta ahora. Hemos postulado que los seres humanos somos seres lingüísticos, seres que vivimos en el lenguaje. Hemos sostenido tam- bién que el lenguaje humano se caracteriza por su recursividad, por su capacidad de volverse sobre sí mismo. En esta mirada recursiva emerge para los seres humanos el dominio del sentido que cuestiona no sólo la vida en su fluir concreto, sino la propia existencia humana. El lenguaje nos transforma en seres éticos, en cuanto no podemos sustraernos del imperativo de conferir sentido a nuestra existencia.

Esta misma recursividad nos transforma en seres reflexivos, capaces de cuestionarse, de interpretarse, de buscar explicaciones. Como seres con capacidad de reflexión, somos seres que pensamos, que buscamos «razones» para dar cuenta de todo aquello que forma parte de nuestra experiencia. Como seres con capacidad de reflexión, también

reflexionamos sobre la forma como reflexionamos y buscamos formas más efectivas de hacerlo. A esto último lo hemos llamado pensamiento «racional». Desde esta perspectiva, por lo tanto, tiene perfecto sentido el reconocernos como seres racionales. Lo que sigue sujeto a examen es el papel conferido a la razón y el tipo de relación que se establece entre ella y el lenguaje.

Algunas de las preguntas por el sentido general de la existencia permiten ser abordadas desde el pensamiento «racional»; otras aparentemente no, y respondemos a ellas a través de la fe, de la experiencia contemplativa, incluso desde el silencio. Siempre desde el lenguaje, en la medida en que lo que está en juego es el problema del sentido.

Lo que quisiéramos destacar es que, hasta ahora, no hemos separado las

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