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Capítulo

birike11 de Junio de 2013

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Capítulo 3

Maruja abrió los ojos y recordó un viejo adagio español: «Que no nos dé Dios lo que somos capaces de soportar». Habían transcurrido diez días desde el secuestro, y tanto Beatriz como ella empezaban a acostumbrarse a una rutina que la primera noche les pareció inconcebible. No podían levantarse del colchón, que les servía de cama común, y todo lo que necesitaban debían pedirlo a los dos guardianes que no las perdían de vista ni si estaban dormidas: permiso para sentarse, para estirar las piernas, para hablar con Marina, para ñamar. Maruja tenía que taparse la boca con una almohada para amortiguar los ruidos de la tos. Paralelo a la cama estaba el colchón tirado en el suelo, donde dormían Maruja y Beatriz, una de da y otra de vuelta, como los pescaditos del zodíaco, y con una sola cobija para las dos Vivían en la penumbra porque la única ventana estaba clausurada. No había otra luz ni de día ni de noche, salvo el resplandor del televisor, porque Maruja hizo quitar el foco azul que les daba a todos una palidez terrorífica. El cuarto cerrado y sin ventilación se saturaba de un calor pestilente. Las peores horas eran desde las seis hasta las nueve de la mañana, en que las cautivas permanecían despiertas, sin aire, sin nada de beber ni de comer, esperando que destaparan la rendija de la puerta para empezar a respirar. El único consuelo para Maruja y Marina era el suministro puntual de una jarra de café y un cartón de cigarrillos cada vez que lo pedían. Sin embargo, la soportaba en silencio por lo felices que eran las otras. Marina, con su cigarrillo y su taza de café, exclamó alguna vez: «Cómo será de bueno cuando estemos las tres juntas en mi casa, fumando y tomando nuestro cafecito, y riéndonos de estos días horribles». Ese día, en vez de sufrir, Beatriz lamentó no fumar. Sólo así se explicaban el cambio de última hora, y la miseria de que hubiera sólo una cama estrecha, un colchón sencillo para dos y menos de seis metros cuadrados para las tres rehenes y los dos guardianes de turno. También a Marina la habían llevado de otra casa -o de otra finca, como ella decía- porque las borracheras y el desorden de los guardianes de la primera donde la tuvieron habían puesto en peligro a toda la organización. Por los ruidos sabían que había muy cerca una carretera para camiones pesados. Maruja, familiarizada desde niña con el clima de la sabana, sentía que el frío de su cuarto no era de campo abierto sino de ciudad Con el paso de los días habían de acostumbrarse a aquel ruido, pues en los meses que duró el cautiverio el helicóptero aterrizó por lo menos una vez al mes, y los rehenes no dudaron de que tenía que ver con ellas. Decía que Pacho Santos y Diana Turbay estaban en otros cuartos de la misma casa, de modo que el militar del helicóptero se ocupaba de los tres casos al mismo tiempo durante cada visita Marina, en sus delirios tenebrosos, pensó que tal vez habían descuartizado a Francisco Santos y estaban enterrándolo a pedazos debajo de las baldosas de la cocina. Sólo interrumpido por un gallo loco sin sentido de las horas que cantaba cuando quería. Maruja empezó mal. Maruja pasaba la película completa de su vida para agarrarse de los buenos recuerdos, pero siempre se imponían los ingratos. En uno CE los tres viajes que había hecho a Colombia desde Yakarta, Luis Carlos Galán le había pedido en el curso de un almuerzo privado que lo ayudara en la dirección de su próxima campaña presidencial. Ella había sido su asesora de imagen en una campaña anterior, había viajado con su hermana Gloria por todo el país, habían celebrado triunfos, sobrellevado derrotas y sorteado riesgos, de modo que la oferta era lógica. Maruja se sintió justificada y complacida. Fue algo tan revelador que convenció a su marido de regresar a Colombia, a pesar de que el general Maza Márquez lo había prevenido sin ninguna explicación de los riesgos de muerte que lo esperaban. Ocho días antes del regreso los despertó en Yakarta la noticia de que Galán había sido asesinado. Le molestaba la indolencia de Beatriz y la brutalidad de los encapuchados, y no soportaba la sumisión de Marina y su identificación con el régimen de los secuestradores. Maruja ponía un vaso aquí y Marina se apresuraba a quitarlo asustada: « ¡Cuidado!». Maruja se le enfrentaba con un gran desdén Para colmo de males, los guardianes vivían preocupados porque Beatriz se pasaba el día escribiendo detalles del cautiverio para contárselos al esposo y los hijos cuando saliera libre. También había hecho una larga lista de todo lo que le parecía abominable en el cuarto, y tuvo que desistir cuando no encontró nada que no lo fuera. Los guardianes habían oído decir por la radio que Beatriz era fisioterapeuta, y lo confundieron con sicoterapeuta, de modo que le prohibieron escribir por el temor de que estuviera elaborando un método científico para enloquecerlos. La llegada de las otras dos rehenes debió ser para ella como una intromisión insoportable en un mundo que ya había hecho suyo, y sólo suyo, después de casi dos meses en la antesala de la muerte. Su relación con los guardianes, que había llegado a ser muy profunda, se alteró por ellas, y en menos de dos semanas recayó en los dolores terribles y las soledades intensas de otras épocas que había logrado superar. Con todo, ninguna noche le pareció a Maruja tan atroz como la primera. A la -una de la madrugada la temperatura en Bogotá -según el Instituto de Meteorología- había sido de entre 13 y 15 grados, y había lloviznado en el centro y por los lados del aeropuerto. A Maruja la había vencido el cansancio. Marina los secundaba por un temor incontrolable, y amenazaba a Maruja con que iban a amarrarla en el colchón para que no se moviera tanto, o a amordazarla para que no roncara. Marina le hizo oír a Beatriz los noticieros de radio del amanecer Y enseguida se dirigió a Maruja sin la menor consideración: -Supe que anoche molestó mucho, que hace ruido, que tose. Maruja le contestó con una calma ejemplar que bien podía confundirse con el desprecio. Era sincera, y con el tiempo había de darse cuenta de que hacía bien. El trato duro desde el primer día estaba en los métodos de los secuestradores para desmoralizar a los rehenes. Él contestó que sí, tal vez enternecido, pero Beatriz había perdido la batalla: las lágrimas no la dejaron proseguir. Maruja, ya calmada, le dijo al jefe que si de veras querían llegar a un acuerdo hablaran con su marido. Pensó que el encapuchado había seguido el consejo porque el domingo reapareció distinto. El jefe, al menos, estaba tan complaciente que les pidió a las rehenes hacer una lista de las cosas indispensables: jabones, cepillos y pasta de dientes, cigarrillos, crema para la piel y algunos libros. Sólo podían caminar con unas medias de hombre que les habían dado el primer día, de lana gruesa y de colores distintos, y usaban dos pares a la vez para que no se oyeran los pasos Había un solo baño para las tres y los cuatro guardianes. Ellas debían usarlo con la puerta ajustada pero sin cerrojo, y no podían demorar más de diez minutos en la ducha, aun cuando tuvieran que lavar la ropa. Les permitían fumar cuantos cigarrillos les daban, que para Maruja era más de una cajetilla al día, y más aún para Marina. En el cuarto había un televisor y un radio portátil de la casa para que las rehenes oyeran noticias o los guardianes oyeran música. Alberto Villamizar apareció en los distintos noticieros de televisión ocho veces en los primeros dos días, con la certidumbre de que por alguno les llegaba su voz a las secuestradas. Casi todos los hijos de Maruja, además, eran gente de medios masivos. Maruja y Beatriz, que conocían al doctor Gaviria, comprendieron el sentido del programa y tomaron nota de sus enseñanzas. Éste fue el primero de una serie de ocho programas que había preparado Alexandra con base en una larga conversación con el doctor Gaviria sobre la sicología de los secuestrados. Lo primero era escoger los temas que les gustaran a Maruja y Beatriz y envolver en ellos mensajes personales que sólo ellas pudieran descifrar. Alexandra decidió entonces llevar cada semana un personaje preparado para contestar preguntas intencionales que sin duda suscitarían en las rehenes asociaciones inmediatas. No lejos de allí -dentro de la misma ciudad- las condiciones de Francisco Santos en su cuarto de cautivo eran tan abominables como las de Maruja y Beatriz, pero no tan severas. Es casi seguro, además, que los guardianes de Maruja y los de Pacho eran dos equipos distintos. Aunque sólo fuera por motivos de seguridad, actuaban por separado y sin ninguna comunicación entre ellos. Pero aun en eso había diferencias incomprensibles. La peor de Maruja y Beatriz era que ni siquiera tenían una cama donde ser amarradas. Su horario estaba ya bien establecido cuando secuestraron a Maruja y Beatriz. Pidió una jarra de café tinto y dos paquetes de cigarrillos, y empezó a redactar el mensaje como le saliera del alma sin corregir una coma. Sin embargo, cuando lo leyó publicado, ya en frío, tuvo la impresión de que se había echado la soga al cuello, por la frase final, en que pedía al presidente hacer lo que pudiera por la liberación de los periodistas. «Pero eso sí -le advertía-, sin pasar por encima de las leyes y los preceptos constitucionales, lo cual es benéfico no sólo para el país sino para la libertad de prensa que hoy está secuestrada». La depresión se agravó unos días después cuando secuestraron a Maruja y a Beatriz, porque lo entendió como una señal de que las cosas iban a ser largas y complicadas. Las condiciones de Diana y su equipo -quinientos kilómetros al norte de Bogotá y a tres meses del secuestro- eran diferentes de los otros rehenes, pues dos mujeres y cuatro hombres cautivos

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