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EL PROCESO DE EVALUACIÓN DE LAS PERSONAS


Enviado por   •  23 de Noviembre de 2015  •  Tareas  •  5.319 Palabras (22 Páginas)  •  88 Visitas

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EL PROCESO DE EVALUACIÓN DE LAS PERSONAS

Reflexiones iniciales

Uno de los retos clave que de forma ineludible se ha de abordar en el gobierno de la empresa, lo constituye la evaluación de las personas. Por un lado, la empresa siente la necesidad, cada vez mas acusada, de conocer lo mejor posible las capacidades de las personas, facilitarles su desarrollo y reconocerles su aportación, y por otro lado, la persona necesita saber bien lo que se espera de ella, como se valora su rendimiento y dedicación, y cuales son los retos profesionales que se le ofrecen.

Conviene dejar claro que un proceso formal de evaluación supone emitir un juicio concreto sobre unas personas que, no hay que olvidar, tienen un valor en sí mismas y son merecedoras de respeto. Por tanto, es necesario conjugar adecuadamente la necesidad de valorar con la consideración que merece la persona, lo que no resulta en muchas ocasiones una tarea fácil, y menos aun, que el interesado lo entienda así.

También hay que recordar, especialmente a los que manifiestan reticencias a la evaluación, que de manera “formal o informal”, “explícita o implícita”, la evaluación de las personas se produce en cualquier caso y tiene consecuencias muy importantes para la persona, tanto en su promoción y carrera profesional como en su retribución. Por esta razón, parece aconsejable que un proceso tan fundamental que afecta de manera directa a la motivación de las personas, como es el caso de la evaluación, se realice lo mejor posible, con profesionalidad y el máximo rigor, en vez de dejarlo exclusivamente al criterio, a la capacidad o a la voluntad del “jefe”.

¿Cómo es posible que siendo esta afirmación ampliamente compartida no se dedique el esfuerzo y la preparación necesaria para realizarla de manera adecuada y, en cambio, sea uno de los procesos de la empresa llevados con menor rigor profesional?

No resulta fácil encontrar una respuesta convincente a esta pregunta. Por un lado, se puede achacar a una falta de sensibilidad real para los problemas humanos y a una incapacidad para asumir los aspectos mas exigentes de la función directiva. Por otro lado, se comprueba que algo importante sucede cuando se intenta llevar la evaluación al plano operativo:

  • No se definen con claridad los objetivos que se persiguen con la evaluación.
  • Falta  comprensión  de  la  dificultad  que  supone  valorar  a  las personas.
  • No resulta fácil encontrar el procedimiento formal adecuado.
  • Se pone de manifiesto una notable ausencia de capacidades directivas en los mandos para realizar la evaluación (que son en gran medida sus principales protagonistas y los que deben conocer mejor a las personas), que acaba deteriorando el sistema.

Estos son, a mi juicio, algunos de los principales escollos que hacen naufragar el proceso cuando se pretende llevar a la práctica. Sin olvidarnos de un problema añadido (achacable en este caso a las personas): el deseo generalizado que manifiestan las personas de ser valoradas se convierte en rechazo cuando la valoración no responde, en todo o en parte, a la imagen, siempre positiva, que cada uno tiene de sí mismo.

El análisis de cada uno de estos inconvenientes ha de servir para profundizar en las razones que los sustentan, y en las acciones a tomar para que la “evaluación” se mantenga a flote, salvando todos los escollos que se presentan en su camino, y para que pueda navegar al menos, a “velocidad de crucero”.

La evaluación: aspecto clave de la función directiva

Que la función directiva, es compleja, exigente y supone dedicar tiempo y esfuerzo (sobre todo, mental) en conocer a las personas, motivarlas en su tarea e ilusionarlas con el proyecto empresarial, está fuera de toda duda.

Y si además se pretende conseguirlo respetando la libertad de esas personas, lo es aun más. Resulta más sencillo apuntarse a la consideración simplista de que las personas han de limitarse a hacer lo que se les manda, “que para eso se les paga”, dejando al margen si están motivados o no. Aunque pueda parecer una exageración, este pensamiento prevalece, más o menos sutilmente, en afirmaciones como las de que “no hay tiempo” o es “algo demasiado complejo”.

A lo largo del siglo pasado se han ido construyendo unos esquemas de pensamiento, reflejados tanto en la forma de organizar la empresa como en el estilo de dirección, que han animado a la subordinación y a la falta de iniciativa. Es decir, que el premio a la mediocridad, a la falta de criterio propio y a la capacidad de no expresar opiniones contrarias a lo que piensa el “jefe”, ha llegado a constituir un paradigma de dirección asentado con fuerza a lo largo del siglo XX. En este marco de pensamiento, se puede explicar la falta de impulso, de voluntad y de profesionalidad que han existido en los procesos de evaluación de las personas.

Por otro lado, es un hecho incuestionable que la evaluación es un fiel reflejo de la relación que existe -en el peor de los casos, que no existe- entre el evaluador y el evaluado.

Por tanto, es fundamental cuidar desde el principio la relación entre ambos, porque de ello dependerá en buena medida el éxito de la evaluación.

Conocer, ayudar, formar, desarrollar y motivar a las personas, son los auténticos retos que el directivo, que desea serlo de verdad, ha de practicar cada día. Y la capacidad de evaluar es el soporte de todos ellos.

Los problemas reales que se producen en un proceso habitual de evaluación

Desde el punto de vista de la persona, resulta fácil aceptar la importancia de la evaluación que la empresa realiza sobre su trabajo, su desempeño y sus logros. Toda persona quiere y necesita saber la opinión que merece su trabajo.

Sin embargo, la evaluación “tradicional” coloca a la persona en una situación incómoda ante su jefe, que suele ser el único evaluador. En ella se produce una confrontación de opiniones, generalmente, con la obligación de llegar a un acuerdo o manifestar por escrito su disconformidad. Demasiada “violencia” personal que se va complicando en cada uno de los puntos de la evaluación (que a voces superan los cincuenta), hasta parecer más bien un pugilato desigual. Esta situación supone un suplicio para los dos -evaluado y evaluador-, que lleva al desánimo, a la desmotivación de la persona evaluada y al convencimiento del evaluador de que no merece la pena ese trago y que “su gente” no es capaz de asumir sus “acertados y objetivos juicios”.

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