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ESTADO FEDERAL DE PANAMA


Enviado por   •  14 de Julio de 2015  •  Tesis  •  1.997 Palabras (8 Páginas)  •  293 Visitas

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ESTADO FEDERAL DE PANAMA [1] [2]

Justo Arosemena [3]

[1 de Febrero de 1855]

I

Entre los males causados por el funesto levantamiento del 17 de abril, debemos contar la paralización de varios proyectos legislativos importan­tes, que seguían su curso en las Cámaras. Uno de esos proyectos es el de reforma constitucional, que erige el Estado de Panamá.

Después de aprobado por los senadores con una aceptación muy pocas veces vista en el Congreso, iba a pasarse a la Cámara de Representantes en el mismo día en que José María Melo, abusando de la fuerza puesta en sus manos para sostener la Constitución y los altos poderes nacionales, echó por tierra en la capital de la República esa misma Constitución yesos mismos poderes. El Congreso se disolvió de hecho, y sus miem­bros buscaron en la fuga seguridad para sus personas, y medio de empezar la grande obra de la restauración de las leyes, que tuvo fin glorioso el memorable 4 de diciembre.

A no ser por el atentado del 17 de abril, el acto reformatorio se habría discutido y aprobado en la Cámara de Representantes, y sancionado como parte de la Constitución, habría evitado a las provincias de Azuero y de Veraguas los graves conflictos en que se han encontrado por falta de un gobierno superior inmediato. La Providencia se complace, en su infinita bondad, en suministrar pruebas espléndidas de los asertos que la ciencia contiene, que la meditación sugiere, y que el amor a la patria anima a proferir cuando la duda, la rutina y el disculpable temor a grandes innovaciones, hacen más necesaria la demostración de la verdad. Así es como los acontecimientos de que he hecho mención, vinieron como a presentarse por sí mismos en calidad de poderoso ejemplo, del mismo modo que los sucesos de abril a diciembre, en toda la República, ocurrie­ron en apoyo de los que defendían lo peligroso e innecesario del ejér­cito permanente.

Quiso el Congreso de Ibagué continuar la discusión del proyecto de Estado de Panamá; pero ni los espíritus se hallaban dispuestos a ocu­parse en asuntos que no tendiesen inmediatamente a la destrucción del poder intruso, ni había probablemente en la Cámara de Representantes todo el cúmulo de informes necesarios para desvanecer algunas dudas que despertaba el debate. Lo cierto es que el proyecto, después de algu­nas modificaciones, se suspendió hasta la reunión ordinaria del presente año, y se mandó publicar por la imprenta.

Las modificaciones introducidas por la Cámara de Representantes me persuaden de que, o no se ha comprendido bien la idea cardinal del pro­yecto, o no hay fe completa en su justicia y conveniencia. La publicación ordenada no puede tener otro objeto que excitar a la discusión, y no vacilo en corresponder a ese llamamiento, cuando se trata de esclarecer una idea que concebí hace cuatro años, que he perseguido casi constan­temente desde entonces, y en cuyo triunfo veo fincado el bienestar posi­ble de la tierra de mi nacimiento.

No juzgo indispensables a mi objeto muchas de las consideraciones en que voy a entrar; pero ya que el asunto va a tratarse quizá por la última vez, quiero ensayar una demostración que lleve, si es posible, al ánimo de los otros, la profunda fe, la misma apreciación de la idea, que abriga el mío: fe y apreciación que no sólo ahorrarían muchos momentos pre­ciosos en el debate parlamentario, que no sólo contribuirían al más pronto y feliz éxito del proyecto en discusión, sino que acaso podrían ayudar a la de otros análogos, que indudablemente ocuparán al Congreso de la Nueva Granada.

Para ello necesito pedir a mis lectores se sirvan disculpar algunas re­flexiones históricas, poco amenas, pero muy conducentes, y que suspen­dan las deducciones a que se sientan inclinados, hasta el fin de este escrito, no sea que me atribuyan, aunque por un momento, ideas y pro­pósitos que están lejos de mí.

Uno de los hechos más constantes en la historia antigua, es la ten­dencia de los pueblos a mantenerse constituidos en pequeñas nacionali­dades, y este hecho nos llama tanto más la atención, cuanto que al leer esa historia vamos prevenidos en favor de las grandes naciones que cono­cemos en la actualidad. Se necesita empaparse de todos aquellos grandes rasgos de heroísmo, de amor a la patria y de otras raras virtudes, que nos muestran el Atica, Lacedemonia, Tebas, Roma en su principio, y otros muchos pueblos antiguos, para interesarnos en su favor, y para que la estimación y el respeto sucedan al sentimiento de compasión y despego, que habíamos concebido al echar en el mapa una ojeada sobre la superficie que ocupaban.

Y no se diga que esta limitación de territorio era efecto de la infan­cia de la humanidad; porque sin contar con la China, que desde luego se nos presenta grande como haciendo excepción al principio, pero cuya primitiva historia no nos es bastante conocida para fallar, tenemos que en épocas ya muy avanzadas se observa el mismo fenómeno. No hable­mos si se quiere de Troya, ni de la Media, ni de la Asiria, ni de Fenicia, ni de Judea, si se cree que sus tiempos son demasiado remotos, y que como principio de la era civilizada del mundo, no pueden servir de sufi­ciente ejemplo a mi aseveración. Vengamos a la Grecia, a Cartago, a Roma en tiempo de Numa, y a las colonias del Asia Menor: siempre veremos que una gran ciudad y sus contornos eran lo que más común­mente formaba una nacionalidad.

Cuando tiene lugar una aglomeración voluntaria de pueblos con algún fin político, Su objeto y su duración no son permanentes, y aun puede asegurarse que no son sino ligas transitorias, que terminan pasado su móvil principal. Así se observa en las dos confederaciones más notables de la antigüedad: la de los griegos antes de Alejandro, y la de las ciudades del Asia Menor. De resto, cuantas aglomeraciones de pueblos se ejecutan para constituir una gran nacionalidad, son el efecto de la conquista, de la violencia, y nunca de la voluntad deliberada de las partes componen­tes. El Imperio Griego bajo Alejandro, el Imperio Romano, y después los imperios de Oriente y Occidente, lo demuestran a no dejar duda: la fuerza o el engaño del déspota, la corrupción o el cansancio de los esclavos, como únicos o principales elementos de la política de entonces, adicionaban o sustraían por medio de la guerra o de la usurpación, al territorio de las naciones que esos mismos elementos habían formado de partes heterogéneas, discordantes y mal avenidas.

La invasión de los bárbaros del Norte, rompiendo aquellas artificiales ligaduras que el despotismo mantenía desde Constantinopla y desde Roma, disolvió las dos grandes masas de nombres en que la política de los Césares tenía dividido el mundo civilizado. Y cuando en la tenebrosa y larga noche que sucedió a la lucha de la barbarie y la civilización, se mezclaron y equilibraron las dos fuerzas; cuando la semicivilización que resultó de aquel caos volvió a dar vida política a las poblaciones ¿qué es lo que se ofrece a nuestra vista? ¿Son acaso inmensos agregados de seres humanos, unidos por la voluntad y la conveniencia, para formar grandes y respetables nacionalidades? ¿Son siquiera confederaciones de pueblos independientes, ligados por débiles lazos para resistir a un peli­gro común, participar de una común gloria, o emprender juntos obras de común provecho? Nada de eso. Los señores feudales habían fraccio­nado hasta lo infinito las comarcas que un día habían obedecido a un solo señor; y aunque es verdad que siendo la violencia y el fraude sus títulos y sus elementos de gobierno, las pequeñas nacionalidades que dominaban no eran el resultado de la voluntad de los pueblos, nótese que las ciudades, los comunes, en donde el régimen feudal no tenía cabida, presentan la misma limitación. ¿Qué fueron las repúblicas de Italia, qué la de Holanda, y qué las ciudades libres de Alemania? Vene­cia misma, la más poderosa de todas esas nacionalidades, tuvo que suplir con puentes y con góndolas el terreno que le negaba el Adriático.

Pero los pueblos cansados de sufrir la brutal tiranía de los barones encastillados, favorecieron el acrecentamiento del poder real, que comba­tiendo primero y halagando después a los nobles, refundió los estados feudales en naciones más considerables. La guerra, las alianzas matrimo­niales y otras causas que residían enteramente en los monarcas, acrecen­taron esas nacionalidades que hoy nos admiran por su poder, y que han llegado a tener una extensión relativamente grande.

En muchos casos, sin embargo, aun las causas enunciadas han sido insuficientes para vencer la repugnancia de los pueblos a perder su inde­pendencia, ni aun a trueque del esplendor y de la gloria que van anexos a las grandes nacionalidades. Portugal, que parece llamado a hacer un todo con España, dándose por únicos límites los mares y los Pirineos, ha resistido la unión, y aunque alguna vez compuso una sola nación con su hermana y vecina, procuró y obtuvo su independencia, como si la raza ibera fuese tan opuesta a la lusitana, cual el anglosajón al godo, o el lombardo al eslavo. Bélgica ha roto la unión en que se quiso mante­nerla con Holanda, aunque tienen intereses comunes, aunque lindan estrechamente, y aunque su población y su extensión no les permiten parangonarse con las naciones de primer orden, ni aun hacer valer su derecho el día en que el interés de un grande imperio sea más fuerte que el sentimiento de la justicia. Por último, los numerosos y diminutos estados alemanes, de todos los cuales podrían muy bien formarse dos o tres naciones, como la Francia, permanecen separados y prefiriendo una humilde y precaria nacionalidad, pendiente de la voluntad de los zares, a confundir en un gran cuerpo, de que apenas serían miembros los que antes eran individuos.

No es por tanto aventurado asegurar, que la unión de las pequeñas para formar grandes nacionalidades, ha sido las más veces obra de la fuerza: la unidad nacional no ha sido otra cosa que la unidad real. En efecto, los dos únicos ejemplos que nos ofrece la historia moderna, de repúblicas confederadas, muestran ese mismo espíritu de libertad e inde­pendencia que anima a todos los pueblos pequeños. La Suiza y los Esta­dos Unidos de América, al unirse en obsequio de su común seguridad, han reservado siempre a las partes componentes de plenitud de sus fueros, la soberanía en su esencia, y la inviolabilidad de sus derechos cardinales como verdaderas entidades políticas, o estados simplemente ligados sin fusión ni unidad.

De aquí el sistema moderno conocido con el nombre de federal: siste­ma propio de las repúblicas, sistema opuesto al central, que es inherente a la monarquía y al despotismo. Porque la monarquía y el despotismo necesitan una fuerza extraña, enemiga de la fuerza popular, y esa fuerza la encuentran en el centralismo, no menos que en los ejércitos perma­nentes. ¿Cuáles, si no, han sido las épocas en que el centralismo ha levantado la cabeza, y en que se han creado los ejércitos permanentes? La del despotismo romano, cuando las legiones quitaban y ponían em­peradores sin dejar de oprimir al pueblo, y la del renacimiento del poder real en la Edad Media, cuando los monarcas necesitaban sostenerse con­tra los nobles primeramente, y después apoyar su autoridad absoluta con­tra el pueblo mismo.

Así que, centralismo, ejército y autoridad absoluta, han sido ideas correlativas, inseparables, hermanas como las Furias, destinadas a labrar la ruina y la humillación de los pueblos.

Cómo nace el despotismo del poder centralizado, me parece que no es difícil explicarlo. El poder tiende siempre a ensancharse y a abusar de su fuerza cuando no está dividido, y esa división no consiste única­mente en separar los diferentes ramos del gobierno, organizándolos de diverso modo y encargándolos a distintas personas: también consiste en compartir el poder en cada uno de esos mismos ramos, tronchando, si así puede decirse, las atribuciones de la soberanía; y esto es lo que se logra con el pleno ejercicio del régimen o gobierno municipal.

En los estados pequeños el gobierno municipal y el nacional casi se confunden. Todos los intereses pueden consultarse al mismo tiempo con igual eficacia. Pero supóngase que varios estados, con u

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