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Igualdad - C.S. Lewis


Enviado por   •  24 de Junio de 2013  •  1.458 Palabras (6 Páginas)  •  380 Visitas

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Soy demócrata porque creo en el pecado original. Me parece que la mayor parte de los demócratas lo son por el motivo contrario. Mucho del entusiasmo democrático desciende de las ideas de individuos como Rousseau, que creían en la democracia porque pensaban que la humanidad es tan sabia y tan buena que todo hombre merece tomar parte en el gobierno. El peligro de defender la democracia sobre tales bases es que ellas son falsas. Y cada vez que su debilidad es denunciada, quienes prefieren la tiranía hacen caudal de ello (la democracia). Y me parecen falsas simplemente mirándome a mí mismo. Yo no merezco participar en el gobierno ni de un gallinero, mucho menos en el de una república. Tampoco lo merece la mayor parte de la gente, esa gente que cree en la propaganda, que piensa en clichés y esparce rumores. La verdadera justificación de la democracia es justo al revés. La humanidad es tan pecadora que a ningún individuo se le puede confiar un poder ilimitado sobre sus semejantes. Aristóteles dijo que algunos hombres sólo sirven para ser esclavos. No lo contradeciré. Pero rechazo la esclavitud porque no veo a nadie digno de ser dueño de esclavos.

Esto introduce una idea de igualdad algo distinta de aquélla a que estamos acostumbrados. No creo que la igualdad sea una de aquellas cosas (como la sabiduría o la felicidad) que son buenas en sí mismas y por sí mismas. Me parece que está, más bien, en la misma clase que la medicina, que es buena porque nos enfermamos, o que las ropas, que son buenas porque ya no somos más inocentes. No creo que la antigua potestad de los reyes, sacerdotes, maridos o padres, o que la obediencia de los súbditos, laicos, mujeres e hijos, hayan sido en absoluto algo degradante o perverso. Me parece que fueron intrínsecamente tan buenas y hermosas como la desnudez de Adán y Eva. Y fue justo que les fueran arrebatadas a los hombres, porque éstos se hicieron malos y abusaron de ellas. Intentar restaurarlas hoy sería cometer el mismo error de los nudistas. La igualdad legal y económica es un remedio absolutamente necesario contra el pecado, y una protección contra la crueldad.

Pero la medicina no es buena por sí misma. La mera igualdad no se justifica espiritualmente. Es el tímido reconocimiento de esto lo que hace que nuestra propaganda política sea tan débil. Tratamos de enfervorizarnos con algo que es apenas la condición negativa de la vida buena. He aquí por qué se capta tan fácilmente la imaginación de la gente exacerbando su anhelo de desigualdad, sea que ello tenga lugar románticamente en películas sobre valientes cortesanos, o que ocurra en la forma brutal de la ideología Nazi. El Tentador actúa siempre sobre alguna auténtica debilidad de nuestro sistema de valores, y tienta con comida a aquéllas de nuestras necesidades que hemos dejado en ayunas.

Cuando tratamos la igualdad no como un remedio o una válvula de seguridad sino como un ideal, comenzamos a criar esa mentalidad obtusa y envidiosa que odia toda superioridad. Esa mentalidad es la enfermedad específica de la democracia, tal como la crueldad y el servilismo lo son de las sociedades de privilegios. Y nos va a matar a todos, si aumenta sin control. Aquél que no puede entender una obediencia gozosa y leal de parte de unos, ni una aceptación ruborosa y noble de esa obediencia de parte de otros, es decir, aquél que nunca ha experimentado siquiera el deseo de arrodillarse o inclinarse, es un bárbaro prosaico. Pero sería una malvada locura restaurar estas antiguas desigualdades en el plano legal o externo. Su lugar adecuado está en otra parte.

Desde el pecado original tenemos que usar ropas. Pero adentro, bajo eso que Milton llamaba "estos molestos disfraces", queremos que el cuerpo desnudo, el cuerpo verdadero, esté bien vivo. Y nos gusta lucirlo en las ocasiones apropiadas, en la cámara nupcial, en la pública privacidad de un baño masculino, y, naturalmente, cuando una emergencia médica o de otro tipo lo exige. Del mismo modo, bajo los necesarios ropajes exteriores de la igualdad legal, debiera estar viva la danza jerárquica y la armonía de nuestras profundas y gozosamente aceptadas desigualdades espirituales. Ellas están ahí, por cierto, en nuestra

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