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Influencia De Las Redes Sociales En jóvenes

24 de Septiembre de 2013

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La Paradoja

Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo

Hunter, James

Hunter, James C. , La paradoja: Un relato sobre la verdadera esencia del liderazgo, Empresa Activa, Barcelona 2001.

di Ana Mª Hernández Fernández

Estamos ante un libro que intenta hacernos recordar de modo sencillo, losprincipios universales gracias a los cuales podemos llegar a colaborar con los demás. Éstos serán: No hay autoridad sin respeto. El respeto no se funda en la imposición.

 El respeto no se funda en el miedo.

 El respeto se funda en: La integridad, la sinceridad y la empatía con los demás

 No podemos cambiar a nadie, sólo podemos cambiar nosotros.

 El trabajo lo hacen las personas, y no puede hacerse un buen trabajo sin cuidar de las relaciones humanas.

James C. Hunter en un primer momento intenta mostrar que lo material no es lo más importante, ya que el protagonista de su historia es una persona con un alto poder adquisitivo, es un individuo que cree tenerlo todo: una bonita casa, un importante trabajo, un buen coche y una familia. Pero de repente empieza a cuestionarse todo ello, ya que su familia(el elemento no material, si no humano, comienza a desmoronarse. Además dentro de su empresa las cosas se tambalean,y se da cuenta de que existen fallos, fundamentalmente porque no hay a penas empatía. Los recursos humanos hacen aguas, y él se está quedando sólo. El protagonista decide cambiar, así que un buen día se levanta con la intención de hacerlo, y siguiendo a su instinto se pone en marcha.

El camino es complicado, sobre todo porque no se está acostumbrado a dar, si no,más bien, a recibir. Hay que empezar a mirar en los ojos de los demás, y a escuchar sus palabras. No sólo a este importante ejecutivo le ocurren estas cosas, yo me atrevería a decir que nos ha sucedido o nos pasa a más de uno.

Vivimos unos tiempos en los que la competitividad tan tremenda que hay en el mercado laboral hace que las personas vivamos a 100x hora, sin percatarnos de aquello que nos rodea, tanto sea positivo como negativo. Hoy en día el individualismo ha hecho mella, está presente, y nos ciega.

Aunque resulte duro decirlo hay mucha gente que carece de inquietudes y sobre todo hay muchísima gente que no siente a los demás, que no tiene conciencia de que a su alrededor hay personas con diferentes ideas, con diferente vida, que lo puede estar pasando mal.Creo que tenemos miedo al dolor, a sufrirlo en nuestras propias carnes. Y "la paradoja" es un bello relato que nos muestra como todo esto puede cambiar,siempre que seamos conscientes de que podemos realizar cambios, y que deseemos llevarlos a cabo.Aquellos mandan o lideran deben de ser conscientes que no son dueños del poder que sustentan.

No debemos confundir la autoridad con el poder y el respeto con el miedo, ya que esto suele conducir a unas relaciones tensas entre jefes y subordinados , causando causando verdaderos problemas en el centro de trabajo.

Pero esto lo podemos trasladar a las familias y a cualquier tipo de organización.

Hay que invertir la estructura de las organizaciones, sean del corte que sean, dejando a un lado el viejo paradigma, o la vieja estructura de las organizaciones piramidales.

Viejo paradigma Nuevo paradigma

Gracias a este libro aprenderemos que liderar consiste en servir a los demás ya que un buen líder ha de estar pendiente de las necesidades de sus subordinados para atender a sus legítimas necesidades, ayudándoles a cumplir sus aspiraciones y aprovechando sus capacidades al máximo, o sea haciendo una buena gestión del conocimiento.

Prólogo

Las ideas que defiendo no son mías. Las tomé prestadas de Sócrates, se las birlé a Chesterfield, se las robé a Jesús. Y si no os gustan sus ideas, ¿las de quién hubierais preferido utilizar?

DALE CARNEGIE

La decisión de ir fue mía; no se puede culpar a nadie más. Cuando me paro a reconsiderarlo, me resulta casi imposible pensar que yo, el atareado director de una importante instalación industrial, dejara la fábrica abandonada a su suerte para pasar una semana en un monasterio al norte de Michigan. Sí, así como suena: un monasterio. Un monasterio completo, con sus monjes, sus cinco servicios religiosos diarios, sus cánticos, sus liturgias, su comunión y sus alojamientos comunes; no faltaba detalle.

Quiero que quede claro que me resistí como gato panza arriba. Pero, finalmente, la decisión de ir fue mía.

«Simeón» es un nombre que me ha perseguido desde que nací. Me bautizaron en la parroquia luterana de mi barrio y, en la partida de bautismo, podía leerse que los versículos escogidos para la ceremonia eran del capítulo segundo del Evangelio de Lucas y hablaban de un tal Simeón. Según Lucas, Simeón era un «hombre justo y piadoso y el Espíritu Santo estaba sobre él». Al parecer había tenido una inspiración sobre la llegada inminente del Mesías; aquello era un lío que nunca llegué a entender. Ése fue mi primer encuentro con Simeón, pero desde luego no había de ser el último.

Me confirmaron en la iglesia luterana al concluir el octavo grado. El pastor había escogido un versículo para cada uno de nosotros y, cuando me llegó el turno en la ceremonia, leyó en voz alta el mismo pasaje de Lucas sobre el personaje de Simeón. Recuerdo que en aquel momento pensé: «Qué coincidencia más curiosa...».

Poco tiempo después —y durante los veinticinco años siguientes—, empecé a tener un sueño recurrente, que acabó causándome terror. En el sueño, es ya muy entrada la noche, yo estoy absolutamente perdido en un cementerio y corro para salvar mi vida. Aunque no puedo ver lo que me persigue, sé que es maligno, algo que quiere hacerme mucho daño. De repente, de detrás de un gran crucifijo de cemento sale frente a mí un hombre que lleva un hábito negro con capucha. Cuando me estampo contra él, este hombre viejísimo me coge por los hombros y, mirándome atentamente a los ojos, me grita: «¡Encuentra a Simeón, encuentra a Simeón y escúchale!». Llegado a ese punto del sueño me despertaba siempre bañado en sudor frío.

La guinda fue que el día de mi boda, el sacerdote, en su breve homilía, se refirió al mismo personaje bíblico: Simeón. Me quedé tan estupefacto que me hice un lío al decir los votos y pasé bastante mal rato.

Nunca estuve muy seguro de si todas aquellas «coincidencias con Simeón» tendrían algún sentido, de si significarían algo. Rachael, mi mujer, siempre ha estado convencida de que sí.

A finales de los años noventa, según todas las apariencias, mi vida era un éxito absoluto.

Trabajaba para una empresa de producción de vidrio plano, de categoría internacional, en la que ocupaba el puesto de director general de una fábrica de más de quinientos empleados, con unas cifras de facturación por encima de los cien millones de dólares al año. En la época en que me promocionaron al puesto, yo era el director general más joven en toda la historia de la compañía, hecho que todavía hoy me enorgullece. La empresa funcionaba de manera muy descentralizada yeso me concedía una gran autonomía, que yo apreciaba mucho. Además tenía un sueldo considerable, que incluía una cantidad significativa de dólares en primas sujeta a la consecución de objetivos determinados y evaluables en la fábrica.

Rachael, que es mi bella esposa desde hace dieciocho años, y yo nos conocimos cuando estudiábamos en la Universidad de Valparaiso en el norte de Indiana, donde yo me gradué en Empresariales y ella se licenció en Psicología. Deseábamos con locura tener hijos, pero tuvimos que luchar contra la esterilidad durante varios años. Nos sometimos a todo tipo de tratamientos de fecundación, inyecciones, pruebas, exploraciones, punciones, acupuntura, todo lo habido y por haber... sin ningún resultado. El problema resultaba especialmente doloroso para Rachael, pero nunca desesperó de tener hijos. Con frecuencia, cuando me despertaba por la noche, la oía rezar en voz baja pidiendo un hijo.

Más adelante, por una serie de circunstancias poco usuales pero maravillosas, adoptamos un niño recién nacido. Le llamamos John (por mí), y se convirtió para todos en nuestro niño «milagro». Dos años más tarde, Rachael se quedó embarazada cuando ya nadie lo esperaba, y nació nuestro segundo «milagro»: Sarah.

John hijo, que hoy tiene catorce años, acababa de entrar en noveno grado, Sarah había empezado séptimo. Desde el día en que adoptamos a John, Rachael había reducido sus prácticas de terapia a un solo día a la semana, ya que pensamos que, a ser posible, era importante que pudiera dedicarse al hogar a tiempo completo. Además, ese día le daba un pequeño respiro en su «rutina diaria de Mami», amén de permitirle mantenerse profesionalmente activa. Estábamos encantados de poder bandear esta situación desde el punto de vista económico.

Éramos propietarios (junto con el banco) de una casa muy agradable en la ribera noroeste del lago Erie, a unos cincuenta kilómetros al sur de Detroit. Teníamos una embarcación deportiva de nueve metros de eslora, que guardábamos al lado de la casa sobre el soporte adecuado (al lado de una moto acuática Sea—Doo); en el garaje había dos coches nuevos —sistema de leasing—; nos íbamos de vacaciones familiares como poco dos veces al año, y aún conseguíamos ahorrar una buena suma anual que quedaba en el banco para los estudios de los chicos y la jubilación.

Como decía, según todas las apariencias, mi vida era un éxito absoluto.

Pero, por supuesto,

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