LENGUAJE, SOCIALIZACIÓN Y CULTURA
Natymeja20 de Mayo de 2014
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LENGUAJE, SOCIALIZACIÓN Y CULTURA
Tomado de:
BRAM, Joseph
Lenguaje y Sociedad
Buenos Aires, Paidós, 1967
Una definición de socialización
Largo es el camino que debe recorrer el niño antes de adquirir todas las habilidades
físicas, intelectuales y sociales que se esperan de todo miembro maduro y completo de
un grupo humano. Llegar a la adultez es un proceso de formación que en nuestra
especie consume entre aproximadamente un cuarto y un tercio de la vida del
individuo. Los largos años de influencia recíproca entre las fuerzas formativas de la
sociedad y los dones natos de la persona en crecimiento, reciben, dentro de la
terminología de las ciencias sociales, la denominación de proceso de socialización.
Trátase básicamente de un proceso de aprendizaje por medio de la experiencia social.
El lenguaje está relacionado con este proceso según un número de maneras. En primer
lugar, adquirir el dominio del habla, y, en culturas más adelantadas, las técnicas de la
lectura y la escritura, constituyen un requisito previo para la participación plena en la
sociedad a que uno pertenece. Segundo, el lenguaje es el principal canal por el que las
creencias y actitudes sociales son comunicadas al niño en crecimiento. Tercero, el
lenguaje describe y aclara los papeles que el niño tendrá la obligación de identificar y
desempeñar. Finalmente, el lenguaje inicia al niño en el esprit de corps de su
comunidad de habla o cualquier subdivisión especial de ella le otorga el sentimiento de
pertenencia.
Adquisición del lenguaje por el niño
El infante humano comienza su existencia como un organismo centrado en sí mismo,
ajeno a cualquier limitación física o social en lo referente a la satisfacción de sus
necesidades e impulsos. En todas las sociedades los adultos reconocen el inocente
egoísmo del niño, y atienden sus demandas de acuerdo con las opiniones que tengan
en lo que se considere apropiado según los casos.
Durante esta temprana etapa el niño es sometido a un cierto grado de verbalísmo por
parte de los adultos a cuyo cuidado ha sido confiado. Tales expresiones no son
empero dirigidas al niño como una forma de comunicación sino que sirve más bien a
las necesidades emotivas de los mismos adultos que hablan. Pero de cualquier modo el
pequeño se habitúa a los sonidos de que otros hacen de su personalidad física. De esa
manera, operaciones tales como las de acunar, acariciar, lavar, alimentar, vestir y
acostar, terminan vinculadas con específicos modales rítmicos y fonéticos.
A partir de los primeros días de vida, el niño es capaz de emitir una variedad de
sonidos y gritos monosilábicos distinguibles. Los mismos son usados aparentemente en
respuesta a necesidades específicas, tales, como el hambre, o para manifestar
urgencias internas. En un cierto momento hace el descubrimiento que estos ruidos
tienen la facultad de poner en juego a otra persona, o a varias de ellas, comenzando
así el conocimiento consciente del uso social de la fonación. Los adultos atraídos por el
llamado del niño por lo general suministran alguna gratificación (alimento, ropa seca,
etc.), con lo que en la mente del niño se establece una vaga noción que conecta sus
gritos con satisfacciones últimas tangibles.
Sigmund Freud sostuvo que la facultad de manejar a los adultos y de asegurar la
obtención de sensaciones placenteras mediante el empleo del habla establece en la
mente del pequeño en crecimiento una inarticulada pero firme creencia en la
“omnipotencia de las palabras”. Esta creencia infantil persiste a través de toda la vida
de la persona y, combinada con otros factores, explica al menos parcialmente varios
importantes fenómenos de conducta. Entre estos últimos figuran, por ejemplo, el
difundido uso del lenguaje en las prácticas mágicas (bajo la forma de hechizos,
encantamientos, fórmulas rituales, etc.); la bien conocida propensión humana a
sustituir la acción por palabras; la tendencia a adjudicar carácter de “cosa” a
abstracciones y construcciones puramente mentales, tales como cultura, consciencia y
amor (lo que se conoce como reificación); y la sumamente común e irracional creencia
de que las cosas y sus nombres están relacionadas entre sí según una manera natural,
necesaria e inseparable.
Las dotes fonéticas del infante humano equivalen a las de un poligloto en potencia.
Independiente de su raza o nacionalidad, todo bebé produce espontáneamente una
rica colección de sonidos. Un fonetista avezado que escuche este parloteo puede a
menudo identificar elementos vocales que ocupan un lugar legítimo en algunos de los
idiomas más remotos de la humanidad, desde el galés hasta el esquimal. Los adultos
que rodean al niño responden y alientan sólo aquellos sonidos que por casualidad
pertenecen a su propio y mucho más restringido sistema fonético. Y a medida que la
interacción verbal del niño con los adultos y la conducta imitativa van tomando
ascendencia sobre los impulsos autísticos iniciales, el pequeño deja de lado los sonidos
“extraños” y se convierte gradualmente en una réplica fonética de los adultos
presentes en el grupo.
Un tiempo antes de que haya aprendido a asociar conjuntos de sonidos con
significados específicos, el niño adquiere la facultad de distinguir los varios tonos
emotivos que los adultos imprimen a sus palabras. Otto Jespersen declara que
palabras afectuosas dichas con un tono de reprimenda provocan el llanto en la
mayoría de los bebés, a la vez que un reto dicho con tono afectuoso hace aparecer una
sonrisa.
Lenguaje y roles sociales
Un tiempo antes de haber llegado a la edad de cuatro años, la mayoría de los niños
toman conciencia del carácter pautado de la conducta humana. En un cierto sentido
descubren que “todo el mundo es un escenario” y comienzan a jugar “a ser” mamá, el
policía de la esquina, el médico, o hasta un aeroplano o un tigre (convenientemente
antropomorfizados). Discuten con sus compañeros de juego sobre detalles
operacionales del rol de desempeñado (“los reyes les dicen a todos qué deben hace”,
“los pistoleros no dicen –por favor–” y son sensibles a las incongruencias de la ropa”
“no puedes llevar un traje de bodas y seguir descalza”) o de los gestos. El desempeño
de todos los roles y la identificación con los mismos dentro del campo de la
experiencia del niño están invariablemente asociados con apropiados monólogos,
diálogos y otros modos de lenguaje.
A medida que aumenta el conocimiento que tiene del mundo y de su sofisticación
general, el niño ensancha el repertorio de situaciones y aumenta el número de los
personajes durante su jugar a “ser algo”. Pero es en este punto donde irrumpe la
sociedad y corta el libre fluir de las fantasías proyectivas con rutinas prácticas, etiqueta
social, la concurrencia a la escuela y otros rituales. La aptitud para el desempeño de
“roles” no es descartada del todo, pero encauzada hacia normas funcionales dictadas
socialmente.
Algo de actor sobrevive en casi todos los seres humanos que han tenido una infancia
razonablemente gregaria. Con frecuencia ocurre una disociación ente los componentes
verbales y los no verbales del desempeño de roles. La mayor parte de las sociedades
imponen restricciones más severas sobre los gestos, las posturas y el vestido de la
persona, a la vez que dejan a la parte verbal relativamente libre de controles excesivos.
Es así como en el nivel adulto el desempeño de roles (particularmente en las
sociedades civilizadas) es de naturaleza eminentemente verbal y los roles y actitudes
son expresados con la ayuda de una variedad de dispositivos fonéticos, prosódicos,
semánticos y sintácticos.
El lenguaje y la imagen del yo
George Herbert Mead, psicólogo social y filósofo, ha llamado la atención sobre el
hecho de que un niño capaz de desempeñar el rol de otra persona o de representar un
diálogo entre él mismo y otro, aprende de esa manera a verse a sí mismo como un
objeto. Durante el proceso toma conocimiento de cómo lo ven los otros y qué esperan
de él. El psicólogo William James, aun antes que Mead, había acuñado la expresión “yo
social”, que definió como la suma total de los juicios que otras gentes han hecho de
nosotros. Y a comienzos de este siglo Charles H. Cooley propuso la hoy célebre
expresión “yo espejo”, referida otra vez a nosotros mismos tal como aparecemos
reflejados en los ojos de otra persona. Los tres investigadores nombrados apuntan a
los mismos fenómenos, que pueden ser resumidos de la siguiente manera: a) todo ser
humano tiene conciencia de ser percibido y valorado por otros; b) se forma una idea
de cómo es visto por otros; c) se preocupa por ser visto favorablemente; d) verifica en
todo momento su valor fluctuante en el mercado de las interacciones; e) la imagen
que tiene de su propio yo es de ese modo una concepción producida
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