La modernidad
noralismaldonado9 de Abril de 2013
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LA MODERNIDAD:
La modernidad aquí no está entendida como categoría filosófica al modo en que se ha venido planteando en los últimos tiempos. No es una categoría cronológica que signa una determinada etapa del tiempo. Tampoco abriga una discusión sobre sus características esenciales cuando es tomada como cronología determinada, a la manera de la búsqueda de una distinción entre modernidad y postmodernidad tratando de asignar a cada una de ellas sus orígenes ideológicos en ciertos filósofos. Aquí sólo entendemos la modernidad como una mentalidad que privilegia la ulterioridad del tiempo asociado a los productos cambiantes de la ciencia, que pueden ser de uso común al gran público. Porque, los adelantos científicos que tienen una función, digamos, intermedia en disciplinas como la astronomía o la biología, no resultan relevantes para dicha mentalidad de la modernidad. Modernas son aquí las últimas aportaciones de la tecnología electrónica que se vuelven de uso colectivo. Y no así los rasgos que definen una etapa de la historia. Si de todos modos la modernidad tomada así interfiere en periodos históricos y no lo puede evitar, su salvedad es estar asida a un presente asociado a los últimos conocimientos científicos y a una vaga suposición de lo que con dichas herramientas podría ser el futuro. Psicológica, ideológica y aún, filosóficamente si quisiéramos, la modernidad así está asociada con el optimismo y la juventud. Una ventaja del optimismo contra su antípoda el pesimismo (o el nihilismo) es que además de estar dotado de energía juvenil, también se asocia a la categoría de la voluntad como motor del existir, en fin, de la fluencia de la vida orgánica. Su invulnerabilidad está preservada por el hecho incontrovertible de que la vida (la historia) sigue por encima de cualquiera de sus interpretaciones y que por lo tanto, su movimiento sin fin se apoya en la voluntad optimista y no en su negación retórica. Moderno es, pues, “el último grito” de la ciencia y de la tecnología. La confianza (y la energía) de avanzar hacia un jardín ignoto de transformación. De las costumbres y de las posibilidades metafísicas. La seducción por el misterio que crea un vértigo de energía optimista. Si lo anterior es real, tenemos que fantasear que desde el pasado avanzamos en sentido de lo pasional a lo racional. De lo mágico a lo científico. De la ignorancia (como la concibió Sócrates) al pragmatismo racional.
Es un concepto filosófico y sociológico, que puede definirse como el proyecto de imponer la razón como norma trascendental a la sociedad. Es un modo de reproducción de la sociedad basada en la dimensión política e institucional de sus mecanismos de regulación por oposición a la tradición. En la modernidad el porvenir reemplaza al pasado. La modernidad es un período histórico que aparece, especialmente, en el norte de Europa, al final del siglo XVII y se cristaliza al final del siglo XVIII. Conlleva todas las connotaciones de la era de la ilustración, que está caracterizada por instituciones como el Estado-nación, y los aparatos administrativos modernos. La modernidad se construyo en base a la idea judeocristiana del tiempo lineal. La historia, según los pensadores modernos, era unitaria y se dirigía hacia el progreso y la emancipación humana. Estas concepciones han declinado a lo largo del siglo xx. El mito tranquilizador de la modernidad es sólo eso, un mito.
Preguntarse sobre el sentido de la res gestae, de la historia, equivale a tomar a ésta como un todo que abarca en un continuo el pasado, el presente y el futuro. Nuestra herencia judeocristiana nos ha permitido formular una pregunta: ¿qué dirección sigue la historia, a qué finalidad se dirige?
El sentido de la historia según la modernidad
A diferencia del pensamiento pagano -que posee una concepción circular de la historia-, el pensamiento judeocristiano -que ordena los hechos en base a un objetivo lineal-, operó un cambio radical en la concepción del sentido de la historia. La antigüedad grecorromana no poseyó un verdadero sentido de la historia. Fueron los judíos, y posteriormente los cristianos, quienes introdujeron un elemento nuevo: un fin hacia el cual se dirigía la historia. Esta posee un sentido porque implica algún fin trascendente más allá de los hechos reales.
Fueron las filosofías especulativas de la historia -que experimentaron su auge entre "La ciencia nueva" de Vico y "La Razón en la historia" de Hegel- las que pretendieron determinar el sentido del suceder histórico concibiéndolo como un todo. Estos filósofos pretenden descubrir la ley o las leyes que gobiernan el devenir en la historia. En base a estas concepciones, dadas unas condiciones iníciales, los hechos se deducirán como teoremas a partir de las leyes descubiertas. Estas filosofías de la historia intentan, según Karl Löwith, "una interpretación sistemática de la Historia Universal, de acuerdo con un principio según el cual los acontecimientos históricos se unifican en su sucesión y se dirigen hacia un significado fundamental"(1). La filosofía especulativa de la historia asigna significado a los acontecimientos históricos solamente cuando el telos se nos hace presente. Si reflexionamos acerca del sentido de la historia, concibiéndola con un principio y un final, la pensamos en términos de finalidad. El horizonte final de la historia es un futuro que es asumido como expectación y esperanza. La expectación de tal futuro se encontraba entre los profetas hebreos, pero no en los pensadores griegos. Las concepciones de Tucídides y el significado que le otorgaba a la historia de la guerra del Peloponeso son el contraste de la concepción judeocristiana de la historia. Para los observadores contemporáneos, la guerra del Peloponeso tiene un final benéfico o deplorable, pero no tiene un fin que se nos presente como su justificación o su razón de ser. La guerra del Peloponeso tiene su término en determinada fecha, y según sostiene Raymond Aron, "ese término no es un fin significativo que fuera o debiera haber sido deseado por una voluntad bienhechora. Una vez alcanzado el fin, la humanidad sigue siendo semejante a sí misma, ninguna etapa se ha franqueado en el desarrollo de las instituciones"(2). Por el contrario, la historia tiene un sentido si el final de la aventura que protagonizan los hombres "aparece retrospectivamente como la meta hacia la cual tendían, consiente o inconscientemente, los actores de ese drama de siglos"(3).
Ahora bien, ¿por qué la historia -pregunta Aron- debe desembocar en un fin?, ¿por qué una historia que no estaría gobernada por nadie, sino librada a los determinismos de los individuos, se dirigiría hacia un fin, por ejemplo, la sociedad sin clases? ¿Por qué la aventura ha de terminar bien? A estas preguntas, se suele responder que las filosofías de la historia son la secularización de la concepción judeocristiana. Lo que ha sucedido con esta visión de la historia es que ha estado siempre expuesta a una interpretación herética e inmanentista. De diversas maneras, se pasó del sentido cristiano al sentido profano de la historia.
Esta nueva visión del sentido de la historia ha sido obra de la modernidad. Los hombres modernos, interesados en la unidad de la Historia Universal, en su progreso hacia un fin, o al menos, hacia un mundo mejor, se encuentran todavía en la visión del monoteísmo profético y mesiánico
LOS MITOS DE LA MODERNIDAD:
Cuando los mitógrafos pusieron de relieve la relación que existe entre los mitos y la realidad; cuando demostraron que las mitologías bajo su aparente incoherencia cobijan referencias históricas vitales y en fin, un saber particular, los legos tendieron a preguntar: ¿Los mitos son solamente del pasado? Y ¿cuáles serían los nuevos mitos, los que hoy se están creando para fundar el futuro? Los mitos no pueden ser sólo fenómenos del pasado ya que tuvieron origen también en algún momento que fue presente además de que siempre surgen otros, que son distintos. Y porque los mitos, nacidos en determinado momento (del pasado), narran precisamente eventos de otro pasado más remoto, se ha supuesto que narran los orígenes. Nuevos mitos sí hay, pues, y diversos. Sólo que por su misma novedad nos involucran, lo que nubla la posibilidad de observarlos. Uno de ellos, y el más complejo tal vez, lo llamo aquí El Mito de la Modernidad. Pero de éste, no sólo su simultaneidad con nosotros dificulta la observación, sino también pesa el hecho de que implica una revolución de sus cimientos metafísicos: esta vez no se trata de indagar los orígenes, sino el futuro. Mucho ha invertido la ciencia en Occidente para la creación del Mito de la Modernidad. Pero también ha atizado el fuego el largo proceso popular y mercantil que terminó por convencerse de que el dinero es igual a toda la realidad, peor aún: que la produce. La gente del mito de la modernidad ubica a éste en el sitio de la esperanza: una especie de fe religiosa en un futuro en donde las vicisitudes humanas serán resueltas a base de la razón científica y del dinero. Su fantasía: que estamos al borde de un mundo deslumbrante donde el creador mismo no dejará de asombrarse ante lo creado, hasta sumarse al delirio de su felicidad. La computación parece el talismán representativo de este proceso. Vulgarmente, esta mentalidad se expresa en el cine y la televisión cuya desgracia mayor radica en haber embarcado a la propia fantasía en las naves negras de la violencia y de la guerra. Aunque por fortuna resulta claro que tal método se ha de precipitar dentro de poco en la misma cursilería que lo concibió, abriendo así otras vertientes de la mitología. Por lo pronto el ser está deslumbrado
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