Leer y escribir para entender el mundo
jesquivel2006Tesis4 de Mayo de 2015
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Leer y escribir para entender el mundo
Enseñar a leer y a escribir es hoy, como ayer, uno de los objetivos esenciales de la educación obligatoria, quizá porque saber leer (y saber escribir) ha constituido en el pasado, y constituye también en la actualidad, el vehículo por excelencia a través del cual las personas acceden al conocimiento cultural en nuestras sociedades.
A partir de esta idea, surgió, en el siglo XIX, tanto el afán de alfabetización de toda la población como la vindicación de una educación obligatoria que actuara como herramienta de igualdad entre las personas y como instrumento de compensación de las desigualdades sociales. Desde entonces, el impulso de las campañas de alfabetización y la extensión de la escolaridad obligatoria constituyen el eje prioritario de las políticas educativas de gobiernos e instituciones internacionales como la UNESCO.
Leer y escribir son tareas habituales en las aulas de nuestras escuelas e institutos. Si observamos esa cultura en miniatura —ese escenario comunicativo— que es un aula y nos fijamos en las cosas que los alumnos y alumnas hacen en las clases, comprobaremos cómo la lectura, la comprensión de textos y la escritura constituyen algunas de las actividades más habituales en todas y en cada una de las áreas de conocimiento (Lomas, 2002). Sin embargo, conviene no olvidar que, al enseñar a leer, al enseñar a entender y al enseñar a escribir, la escuela no sólo contribuye al aprendizaje escolar de los contenidos educativos de las diversas áreas y materias del currículum. Al aprender a leer, al aprender a entender y al aprender a escribir, los alumnos y alumnas aprenden también, durante la infancia, la adolescencia y la juventud, a usar el lenguaje escrito en su calidad (y en su cualidad) de herramienta de comunicación entre las personas y entre las culturas.
De igual manera, al aprender a leer, a entender y a escribir aprenden a orientar el pensamiento y a ir construyendo en ese proceso un conocimiento compartido y comunicable del mundo. Como señala Juan José Millás (2000), “no se escribe para ser escritor ni se lee para ser lector. Se escribe y se lee para comprender el mundo. Nadie, pues, debería salir a la vida sin haber adquirido esas habilidades básicas” (“Leer”, El País, 16 de diciembre de 2000).
Leer, entender lo que se lee y escribir constituyen acciones lingüísticas, cognitivas y socioculturales cuya utilidad trasciende el ámbito escolar y académico. A través de la lectura y de la escritura, adolescentes y jóvenes expresan sentimientos, fantasías e ideas, se sumergen en mundos de ficción, acceden al conocimiento de su entorno físico y sociocultural y descubren que saber leer, saber entender y saber escribir es algo enormemente útil en los diversos ámbitos, no sólo de la vida escolar, sino también de su vida personal y social.
Enseñar a leer y a entender: una tarea colectiva
En el ámbito escolar, adquirir los conocimientos de las áreas del saber cultural, científico y tecnológico exige, antes que nada, apropiarse de las “formas del decir” del discurso académico. Dicho de otra manera, el aprendizaje de los contenidos escolares exige, como condición previa, el conocimiento de la textura de los textos (casi siempre escritos) de las disciplinas académicas y, por tanto, el dominio expresivo y comprensivo de los textos habituales en la vida cotidiana de las aulas (expositivos, instructivos, argumentativos...), cuya función es facilitar el acceso al saber cultural que se transmite en el seno de las instituciones escolares.
Cualquiera que enseñe con cierta voluntad de indagación sobre lo que ocurre en las aulas sabe que, a menudo, las dificultades de aprendizaje del alumnado tienen su origen en una inadecuada expresión lingüística de los contenidos escolares. No hace falta ir demasiado atrás en el tiempo para evocar los años en que éramos alumnos y escuchábamos atónitos o indiferentes a tal profesor o profesora, a los que no se les entendía nada de la lección que explicaban.
Y cuántas veces, al intentar ayudar a un hijo o a una hija a resolver un problema de matemáticas o a comprender un concepto filosófico, constatamos que no entendemos lo que se enuncia en ese problema o en ese concepto. Dicho de otra manera, las dificultades en la resolución de ese problema matemático o en la comprensión de ese concepto filosófico no tienen su origen en una insuficiente competencia matemática o filosófica, sino en una inadecuada enunciación verbal que dificulta el aprendizaje escolar y desorienta al alumnado en la selva oscura e intrincada de un lenguaje obtuso e ininteligible. De ahí la conveniencia de reflexionar sobre los usos lingüísticos (orales y escritos) en el escenario comunicativo del aula y sobre el modo en que se transmite verbalmente el conocimiento escolar en nuestras escuelas e institutos. Por ello, saber qué conocimientos y habilidades se requieren para entender cabalmente un texto y escribir con coherencia y qué estrategias textuales favorecen o dificultan la comprensión y la expresión de los diversos tipos de textos, constituye un saber lingüístico y educativo del que no debieran carecer quienes enseñan unos u otros contenidos a través de la palabra y, por tanto, utilizan la lengua como el vehículo privilegiado de la enseñanza y del aprendizaje.
La enseñanza de la lectura es, en este contexto, una tarea educativa que a todos y a todas afecta (y no sólo a quienes enseñan lengua y literatura). Y ello es especialmente cierto en esta época de omnisciencia audiovisual y de acceso indiscriminado a Internet. Entre otras cosas porque entender lo que se lee es hoy algo más que interpretar adecuadamente el contenido de los textos impresos en un libro de texto. Es también no extraviarse en las intrincadas sendas y en los falsos atajos de Internet o en la ilusión especular y en los espejismos analógicos que construyen las imágenes televisivas y publicitarias.
Cualquier tiempo pasado no fue mejor
Tradicionalmente, la lectura comprensiva vinculada al estudio, a la resolución de problemas y a las actividades del comentario de textos ha constituido una actividad habitual en las clases. Sin embargo, hoy las cosas no son tan fáciles, ya que, al compás de la incorporación a la enseñanza obligatoria de adolescentes y jóvenes de muy diverso origen sociocultural y con distintas capacidades, motivaciones y actitudes, el profesorado constata una y otra vez —a menudo hasta la desesperanza— tanto el escaso interés por la lectura de un sector significativo del alumnado como sus dificultades a la hora de interpretar de una manera correcta, adecuada y coherente el significado de los textos escritos. Daniel Pennac (1993, pp. 93 y 94) resume a la perfección esta situación con las siguientes palabras: “ Hay que leer: Es una petición de principio para unos oídos adolescentes. Por brillantes que sean nuestras argumentaciones..., sólo una petición de principio. Aquellos de nuestros alumnos que hayan descubierto el libro por otros canales seguirán lisa y llanamente leyendo. Los más curiosos guiarán sus lecturas por los faros de nuestras explicaciones más luminosas. Entre los ‘que no leen’, los más listos sabrán aprender, como nosotros, a hablar de ello, sobresaldrán en el arte inflacionista del comentario (leo diez líneas, escribo diez páginas), la práctica jíbara de la ficha (recorro 400 páginas, las reduzco a cinco), la pesca de la cita juiciosa (en esos manuales de cultura congelada de que disponen todos los mercaderes del éxito), sabrán manejar el escalpelo del análisis lineal y se harán expertos en el sabio cabotaje entre los ‘fragmentos selectos’, que lleva con toda seguridad al bachillerato, a la licenciatura, casi a la oposición... pero no necesariamente al amor al libro. Quedan los otros alumnos. Los que no leen y se sienten muy pronto aterrorizados por las irradiaciones del sentido.
Los que se creen tontos. Para siempre privados de libros... Para siempre sin respuestas... Y pronto sin preguntas”. Constatar este hecho no significa —como afirman algunos con cierta nostalgia de un tiempo escolar en el que no todo el mundo acudía a las instituciones escolares y en el que tan sólo los hijos e hijas de las clases acomodadas accedían a la enseñanza media y superior— que en educación cualquier tiempo pasado haya sido mejor, sino que hoy la extensión de la educación obligatoria hasta los 16 años, el acceso a las aulas de todos los alumnos y alumnas, sean como sean y vengan de donde vengan, el escaso atractivo de la cultura impresa ante el espectáculo seductor de la cultura audiovisual a los ojos de adolescentes y jóvenes, y la mayor diversidad (y la mayor complejidad) de los usos sociales de la escritura y de sus contextos de emisión y recepción hacen cada vez más compleja y difícil la tarea de enseñar y la tarea de aprender en las aulas a leer y a entender lo que se lee.
De cualquier manera, conviene subrayar que el extravío del lector escolar en los laberintos del texto y el rechazo a la lectura de bastantes adolescentes y jóvenes no constituyen una novedad (insisto de nuevo en que cualquier tiempo pasado no fue mejor e invito al ejercicio de la memoria escolar de cada uno y de cada una), sino algo que apenas ahora se comienza a diagnosticar, a investigar, a evaluar y a tener en cuenta en las tareas docentes, en la investigación académica y en las políticas educativas. Si antes, a menudo, se abandonaba a su suerte al lector escolar en su viaje hacia el significado del texto y hacia el aprendizaje escolar a través de la lectura y del estudio (al que llegaba o no según diversas circunstancias, tanto personales como familiares y sociales), en la actualidad se insiste
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