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Lo Importante Y Lo Interesante

VictorM6613 de Septiembre de 2013

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La selección noticiosa, entre la importancia y el interés

Estamos cada vez menos ciertos de qué es lo que debe ser dado a conocer y la paleta de nuestros contenidos posibles se ha ampliado de tal forma, que es la misma definición de noticia la que ha comenzado a perder sus contornos. ¿Qué podemos (ya no qué debemos) difundir, entonces? La consecuencia en la información de los medios es el reemplazo de la importancia (que tiene como referente lo comunitario, lo objetivo) por el interés (que tiene como referente lo individual, lo subjetivo). Este reemplazo suele adoptar dos formas, la de la trivialización de lo importante o la trascendentalización de lo irrelevante.

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Eliana Rozas O.

Periodista y profesora de Fundamentos del Periodismo y Derecho de la Información en la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica. [erozas@puc.cl]

Tradicionalmente se ha dicho que corresponde a los informadores (periodistas o como quiera llamárseles) y a los medios no sólo el rol de elaborar los mensajes que difunden, sino también el definir qué merece ser difundido.

Esa afirmación aparentemente obvia obliga a pensar en una cierta objetividad (la palabra más desprestigiada del periodismo) de la importancia, y ha tenido como consecuencia el hecho de que, con más o menos solvencia, el periodismo haya ido intentando definir lo que es una noticia. Una definición que no se ha logrado por un consenso entre aquellos que las difunden, sino porque se entiende que hay ciertos acontecimientos que pesan por sí solos. Y el peso específico de esos acontecimientos no tiene tanto que ver con cuánto le importan a los receptores concretos, sino con qué consecuencias tienen para la colectividad.

Sin pretender ahondar en una reflexión de carácter jurídico, no cabe duda de que sólo en una concepción como la descrita es posible fundar lo que algunos han llamado un «derecho al hecho». Los hechos objeto de un tal derecho no pueden sino ser aquellos que, por un criterio que está más allá de las múltiples subjetividades de los componentes del público, deben ser conocidos. Sin ese objetivo criterio de la importancia no hay hechos debidos; y, si se quiere tirar un poco más de la cuerda, no hay derecho alguno sobre el particular.

Cuando Maxwel Mc Combs desarrolla su famosa teoría de la agenda setting está partiendo de ese mismo supuesto. Sin un criterio externo a la subjetividad de los receptores (y de los emisores), no es posible hablar de la función agenda.

No obstante, entre los periodistas cada vez tiene más partidarios la idea de que la selección de las noticias está fuera del ámbito de la propia responsabilidad (a veces, cuando se nos aparece como un problema, la atribuimos a los según nosotros torvos intereses de los empresarios de prensa y cuando se nos plantea como una descripción de la profesión, decimos que más bien corresponde al público), incluso de que no es parte de la función profesional. De allí a decir que no existen tales criterios profesionales, objetivos, en la selección de lo que merece ser difundido, hay un paso. Y ese paso, creemos, consciente o inconscientemente, ya se está dando.

El culto a la objetividad, en el más bastardo de sus sentidos –el de la textualidad de las opiniones y la facticidad de los hechos– ha cubierto con el manto de la duda los procesos de selección, ha hecho al seleccionador sospechar de sí mismo. Pero, sobre todo, ha puesto en entredicho el concepto de importancia. ¿Si la sola selección supone subjetividad, quién puede decir cuáles son los acontecimientos que son «objetivamente» importantes? Es la pregunta cargada de escepticismo que subyace en la cuestión de a quién corresponde decidir qué sabrán mañana los lectores, los televidentes y los auditores, planteada por tantos estudiantes de periodismo que abren los ojos, escandalizados, frente a la respuesta: «Los periodistas». El mismo cuestionamiento, cargado de rebeldía, de un alto ejecutivo de uno de nuestros canales de televisión: «¿Y quién soy yo para determinar si esto tiene que ser difundido o no?».

A estas razones internas de la profesión se suman, para producir el efecto de vaciado de importancia en los contenidos, las características de nuestra sociedad, fundamentalmente su complejidad. Una complejidad que, conforme al diagnóstico más difundido se manifiesta en una crisis de gobernabilidad y en una progresiva radicalización de la libertad y la subjetividad humanas, lo que a su vez engendra mayor autonomía, con las consiguientes roturas de los lazos comunitarios.

Perplejos frente a la complejidad de una sociedad multirrelacional, de la que se supone deben dar cuenta, los medios se ven obligados a hacer un gran esfuerzo para cumplir con su función. En un libro que tiene el elocuente título de Un mundo sin hogar, Berger1 afirma que dicha complejidad somete «a un gran esfuerzo a todos los procedimientos normales de operación, no sólo en la actividad del individuo, sino también en su conciencia». Eso que describe a escala personal, ocurre análogamente en los medios, sólo que en este caso la solución de hacerle una verónica a la complejidad, que es lo que hacen las personas para retraerse a su espacio privado, puede llegar a afectar su misma naturaleza de medios de comunicación.

Para terminar de enredar la maraña, ocurre que esta complejidad es en gran medida causada por los medios de comunicación, que se constituyen en víctimas y autores de ella. No es casual, pues, que Vattimo2 describa nuestra sociedad con los términos «comunicación generalizada» y que contradiciendo los optimistas anuncios de Mac Luhan, sostenga que los medios, lejos de caracterizar a nuestra sociedad como más consciente y más transparente, la han vuelto más caótica.

Cuando una procura identificar en qué consiste su contribución al caos se encuentra en primer lugar con dos fenómenos recientes que se refieren al problema del tiempo medial. Concretamente, las transmisiones en directo y lo que llamaremos el desmembramiento del tiempo de exposición.

El primero produce una pérdida de sentido de la realidad; el segundo, una pérdida del sentido de la colectividad.

Aunque ha tenido consecuencias en nuestras expectativas respecto de cualquier tipo de comunicación, ha sido la presencia de los medios electrónicos en particular, y no la de los medios en general, lo que ha tenido mayor incidencia en la producción del primer efecto descrito. Las transmisiones en directo, esa asombrosa posibilidad tecnológica de diluir el tiempo, permite que nos enteremos de los hechos mientras ellos ocurren.

Tiempo y sentido

El afán por la destrucción del tiempo, la vanagloria por el en vivo y en directo afectan no pocas veces la comprensión, en emisores y receptores, de aquello que se difunde. La velocidad en la transmisión incide en lo transmitido y queda reforzada por esa cultura periodística del golpe, que la mayoría de las veces no es más que una competencia por quién dice las cosas primero, quién las dice más rápido. Y lo más rápido es la supresión de la rapidez: el tiempo real.

Pero los costos de la victoria en la lucha contra el tiempo suele pagarlos la información. En ese libro tan estremecedor como poético que es El crimen perfecto3, Jean Baudrillard se atreve a decir que «la réplica instantánea de un acontecimiento, de un acto o de un discurso, su transcripción inmediata, tiene algo de obsceno, porque el retardo, la postergación, el suspenso son esenciales a la idea y a la palabra».

Ocurre que todo acontecimiento que se nos muestra en directo aparece como cerrado en sí mismo, despojado de sus conexiones con otros hechos precedentes o coetáneos. Y ocurre, también, que el mediador pierde su posición de guía frente al emisor. Sabe tanto como él. Su papel habitual, el de aquel que da sentido, se morigera hasta prácticamente desaparecer. El flamante mundo de repentineidad, como lo llamaba Mac Luhan, es capaz de hacer añicos los sentidos.

El otrora mediador tiene cada vez más el aspecto de un simple transmisor.

Así, pareciera que la cooperación de los medios al caos social no proviene de que se constituyan en representaciones de las múltiples visiones de mundo, como afirma Vattimo, sino de que empiezan a ser incapaces de dar cuenta de un sentido o siquiera de unos sentidos.

El despedace del sentido de la realidad, que encuentra su origen en la transmisión en directo ya no sólo se manifiesta en los medios capaces de simultaneidad, los electrónicos, sino que se ha traspasado a otros, como los impresos, que requieren un tiempo de elaboración. En la prensa, la crisis del sentido está apareciendo a través de las fórmulas de construcción de los mensajes. Cada vez más a menudo se habla del despedace del texto. Se habla de artículos de distintas entradas, que permiten al lector ir construyendo su propio escrito. En definitiva, constituirse en su propio emisor. Una vez que se abre el espacio para esta suerte de rayuelización de los textos periodísticos (permítase la analogía con la novela de Julio Cortázar), empieza a ser cada vez más difícil afirmar que haya un sentido asignado por el emisor e incluso que haya un sentido.

Un fenómeno del mismo signo, pero que adopta las características propias del medio, se aprecia en la televisión. Al analizar las transformaciones que ha tenido la industria televisiva, Gianfranco Bettetini sostiene que los mensajes han evolucionado desde la significación a la comunicabilidad: «Si en el primer momento el acento se pone en el texto que debe ser consumado en toda su plenitud, en el segundo se privilegia la transferencia de porciones singulares de información hasta prescindir de la coherencia

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