MARY.
BRENDUSHKAEnsayo24 de Noviembre de 2013
3.273 Palabras (14 Páginas)235 Visitas
Mary
Conocí a Mary casi por casualidad, allá por los años setenta, en Madrid, en la universidad, en uno de esos días grises y gélidos de diciembre en los que las nubes amenazaban con descargar su agua, convertida en nieve, sin compasión sobre los infelices que, tiritando de frío, esperábamos pacientemente al autobús para llegar a la primera clase de la mañana, cargados de libros pero desprovistos de paraguas.
Era alta, muy delgada y un poco desgarbada. Tendría aproximadamente unos veinte años. Creo recordar que llevaba una trenca marrón un poco desgastada, una bufanda negra que apenas dejaba ver tras ella unos hermosos y vivaces ojos, aunque inquietantes, y una visera de las que hacían furor en aquellos años. Pero, sobre todo, me llamaron la atención sus altas y un poco estropeadas botas, distintas de todas cuantas había visto hasta el momento, no solo por el material y la forma que tenían, sino por la marca grabada, un tanto enigmática y extraña.
Apenas si crucé con ella unas pocas palabras, las suficientes como para comprobar que, aunque se expresaba con fluidez en castellano, este no debía ser su idioma materno.
Quise saber quién era y qué había venido a hacer a nuestro país. ¿Era solo curiosidad o una incipiente atracción hacia ella? Todavía hoy no lo sé. Solo puedo asegurar que tenía la sensación de que nos habíamos conocido anteriormente..., algo así como si hubiéramos sido amigos de toda la vida. Sin embargo, era evidente que nunca habíamos podido coincidir en sitio alguno con anterioridad.
Aunque ciertos compañeros malintencionados quisieron relacionarme con ella y otros, no sé si por envidia o malicia, aseguraron que nos habían visto salir juntos de mi casa en varias ocasiones, lo cierto es que no la llegué a ver más allá de dos o tres veces por los pasillos y algún que otro día en que coincidimos con amigos comunes en el bar. A decir verdad, tampoco me hubiera importado que lo que insinuaban hubiera sido realidad pues ciertamente me resultaba muy atractiva. Un año después desapareció sin dejar rastro; fue como si se la hubiera tragado la tierra y yo, entregado a mis estudios, no volví a recordarla.
Fue aproximadamente a los ocho meses de haber terminado la carrera cuando, un día, el cartero me entregó personalmente una extraña carta, sin matasellos ni remitente alguno. La abrí extrañado.
Me ofrecían la oportunidad de sumarme a un equipo de arqueólogos e ir a trabajar a Escocia, cerca de un pueblo que se hallaba a varios kilómetros de la costa. Acompañaba a la misiva un reportaje que seguramente había sido publicado en alguna revista, donde se daba cuenta del descubrimiento de unos restos arqueológicos, aparentemente de gran valor, que un equipo de expertos llevaba ya meses intentando sacar a la luz, muy cerca de un castillo. Las fotografías que lo ilustraban, aunque poco nítidas, eran sugerentes y ejercían sobre mí una fascinante e inexplicable atracción. En caso de aceptar el empleo, me decían, debía ponerme en contacto telefónico con un tal señor Román Belluz, que me facilitaría los billetes y todo lo necesario para el viaje.
Me extrañó sobremanera aquella invitación. Volví de nuevo a mirar el sobre. No había duda, mi nombre aparecía claramente escrito y la dirección era correcta. Pero, ¿quién podía conocerme fuera de mi país que reclamara mis servicios cuando me había apenas licenciado y no precisamente con notas brillantes? ¿Por qué sin experiencia alguna me invitaban a incorporarme a semejante empresa para la que, sin duda, habría tantísimos candidatos? Ciertamente no acertaba a comprenderlo.
Desconcertado, llamé a mis antiguos compañeros y les pregunté si habían intervenido en lo que tenía todos los visos de ser una pesada broma. Pero la respuesta fue siempre negativa; es más, con indisimulada envidia, me aconsejaban que no desaprovechase una oportunidad que les parecía única. ¡Realmente, nunca pudieron sospechar cuánto lo fue!
Dadas las circunstancias, la posibilidad que se me ofrecía de poder practicar mi profesión y la atracción que ejercía en mí la aventura, no lo dudé. Llamé al señor Belluz, que me recibió con una sonrisa complaciente, quizá un poco burlona y que, efectivamente, me proporcionó todo lo preciso.
Resolví algunos asuntos y, transcurridos diez días, metí en una maleta algunas de mis pertenencias y me dispuse a ponerme en camino, no sin antes haberme despedido de mi madre, hermanos y amigos.
Tomé el avión y, tras un accidentado viaje repleto de turbulencias, no sé si preludio de lo que vendría después, logramos aterrizar en el aeropuerto. Recogí inmediatamente la maleta y me dirigí a la estación de ferrocarril que me habían indicado para subirme, de nuevo, a un viejo y destartalado tren, que parecía sacado de una fotografía del siglo XIX. Llegado el momento, fatigado por el largo y agotador viaje, descendí del vagón y me encontré en un pequeño y solitario apeadero. Allí, según habíamos acordado, debía esperarme un chofer para llevarme hasta el lugar donde se encontraba mi futuro alojamiento.
Efectivamente, un individuo de mediana edad, bajito, regordete, medianamente calvo pero con aspecto bonachón se acercó a mí. Calzaba zapatos negros de cuero atados con cordones. Vestía un ancho pantalón de pana gruesa, de un color verde oscuro y un jersey, haciendo juego con el pantalón, del que sobresalía un impoluto cuello de camisa.
Con educados modales, que en aquel instante me parecieron casi excesivos, y con una voz ronca y potente me preguntó en un perfecto castellano:
– ¿Es usted don Elías?
– –Sí, –contesté yo.
– ¿Tiene la amabilidad de acompañarme?
Nos pusimos en camino. Frente a la estación, en una pequeña y abandonada plazoleta había un coche aparcado. Era negro, de época, como aquellos alemanes que vemos en las películas de la Segunda Guerra Mundial. Estaba muy cuidado y limpio pero, no sé por qué sentí al verlo un escalofrío. Intenté que no se me notara para lo que, con paso firme y decidido, me dirigí hacia el auto. No era cuestión de arrepentirme ahora que no había hecho más que empezar mi vida laboral y, además, tampoco tenía dinero para regresar. Bien pensado, el frescor y el verde intenso del paisaje invitaban a relajarse. No había ningún motivo de aparente de preocupación, el recibimiento había sido cordial e incluso me habían hablado en mi propia lengua. ¿Por qué sentía yo entonces aquella inquietud y aquella rara sensación que no podía ni siquiera definir?
Sir Thomas, que así se llamaba quien yo tomé por chofer, pareció no haberse percatado de mi reacción. Me cogió la maleta para introducirla con cuidado en el maletero y, abriéndome la puerta del coche, con extremada cordialidad, me invitó a subir a él. No obstante, casi todo el camino, lo recorrimos en silencio.
El sitio donde debía alojarme no era un hotel al uso. Se encontraba a dos leguas del núcleo urbano más próximo y desde él se podía divisar una amplia extensión de terreno cubierta de centenarios árboles. Se trataba de un viejo castillo-fortaleza de altos muros de estilo gótico, que conservaba aún casi intacta la mayor parte de sus torres y almenas. Estaba situado en lo alto de una colina rocosa de origen volcánico, rodeado de un bello y muy cuidado jardín que, sin duda, ocupaba el lugar que, en siglos anteriores, había servido de separación entre las murallas defensivas hoy ya inexistentes.
Nada más traspasar el coche la puerta principal, que todavía conservaba su viejo rastrillo de hierro con el que evitaban ataques enemigos, penetramos en un patio. Tras bajar el equipaje, nos adentramos en el interior del castillo, el cual estaba completamente reformado y no guardaba de su antiguo pasado más que una vetusta capilla, la biblioteca, algunos vestigios ornamentales en puertas y ventanas y unos cuantos tapices que cubrían las paredes de alguna estancia, como pude observar después de haber ingerido una ligera colación y haber descansado varias horas en el austero aposento que me había sido asignado.
Fue el mismo sir Thomas –que, como descubriría tiempo después no era chófer– quien, tras comprobar que todo estaba en orden, a mi gusto y que no faltaba nada de aquello que pudiera necesitar, me trajo a la habitación varios libros relacionados con el castillo, su entorno y la historia del lugar. Además, me sirvió de cicerone aquella misma noche, enseñándome todos los recovecos y comentándome hasta los más mínimos detalles e incluso leyendas que, sobre la fortaleza, se relataban en el lugar.
Y cosa extraña, aquellos sitios por los que íbamos pasando me resultaban terriblemente familiares. Hubiera podido recorrerlos uno por uno sin necesidad de guía. Recordaba incluso el color de las cortinas y la imagen de los cuadros que estaban colgados en cada una de las paredes. Más, para mi asombro, yo no podía haberlos visto nunca antes puesto que nunca había abandonado mi país. ¿Por qué, entonces, tenía esa sensación?
Le hice numerosas preguntas y amablemente satisfizo toda mi curiosidad, mejor dicho, casi toda porque, cuando quise saber en qué consistiría realmente mi trabajo y con quiénes debía colaborar, me respondió solo con evasivas, limitándose a decir que debía esperar al día siguiente. Solo me adelantó que el equipo lo formábamos doce personas y que el lugar de excavación estaba muy próximo al castillo donde nos encontrábamos, por lo cual se podía llegar a él incluso andando.
Cuando regresé de nuevo a mi habitación, me tumbé encima de la cama y comencé a leer con avidez los libros, tanta que acabé por perder la noción del tiempo. De pronto, no sé
...