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Mujeres De Ojos Grandes


Enviado por   •  24 de Septiembre de 2013  •  14.760 Palabras (60 Páginas)  •  638 Visitas

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MUJERES DE OJOS GRANDES – ÁNGELES MASTRETTA

Segunda edición: 1991

Aguilar, León y Cal Editores, S.A. de C.V.

Impreso en México

Ángeles Mastretta nació en la ciudad de Puebla, México, el año de 1949. Estudió periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Lleva años ejerciendo el periodismo y la literatura. Es miembro del Consejo Editorial de la revista Nexos.

Como en las viejas historias orientales, una mujer se propone salvar a otras mujeres del olvido, ganarlas para la persistencia y el recuerdo, y escoge para eso el arte que la naturalidad y la constancia le han dado: el arte de contar. La voz narrativa de Ángeles Mastretta nos lleva por una galería intensa y diversa de mujeres salvadas gracias al encanto verbal. Las historias de Mastretta integran un tejido hecho de simpatía desencadenada y silencios puntualísimos.

Este libro tiene, además, un hilo claro que lo anima y potencia: mujeres en momentos cruciales de sus vidas. Mujeres con historias desmesuradas, que pueden resumir en una nuez de experiencia lo que se ha llevado años vivir. Mujeres sorprendidas, sorprendentes, fotografiadas en el instante decisivo: Mujeres de ojos grandes. Con la llaneza de la elegancia, la prosa de Ángeles Mastretta vuelve a estar a la altura de lo que sus personajes sueñan, lamentan, descifran de la vida.

Para Carlos Mastretta Arista,

Que regresó de Italia

La tía Leonor tenía el ombligo más perfecto que se haya visto. Un pequeño punto hundido justo en la mitad de su vientre planísimo. Tenía una espalda pecosa y unas caderas redondas y firmes, como los jarros en que tomaba agua cuando niña. Tenía los hombros suavemente alzados, caminaba despacio, como sobre un alambre. Quienes las vieron cuentan que sus piernas eran largas y doradas, que el vello de su pubis era un mechón rojizo y altanero, que fue imposible mirarle la cintura sin desearla entera.

A los diecisiete años se casó con la cabeza y con un hombre que era justo lo que una cabeza elige para cursar la vida. Alberto Palacios, notario riguroso y rico, le llevaba quince años, treinta centímetros y una proporcional dosis de experiencia. Había sido largamente novio de varias mujeres aburridas que terminaron por aburrirse más cuando descubrieron que el proyecto matrimonial del licenciado era a largo plazo.

El destino hizo que tía Leonor entrara una tarde a la notaría, acompañando a su madre en el trámite de una herencia fácil que les resultaba complicadísima, porque el recién fallecido padre de la tía no había dejado que su mujer pensara ni media hora de vida. Todo hacía por ella menos ir al mercado y cocinar. Le contaba las noticias del periódico, le explicaba lo que debía pensar de ellas, le daba un gasto que siempre alcanzaba, no le pedía

Nunca cuentas y hasta cuando iban al cine le iba contando la película que ambos veían: "Te fijas, Luisita, este muchacho ya se enamoró de la señorita. Mira cómo se miran, ¿ves? Ya la quiere acariciar, ya la acaricia. Ahora le va a pedir matrimonio y al rato seguro la va a estar abandonando".

Total que la pobre tía Luisita encontraba complicadísima y no sólo penosa la repentina pérdida del hombre ejemplar que fue siempre el papá de tía Leonor. Con esa pena y esa complicación entraron a la notaría en busca de ayuda. La encontraron tan solícita y eficaz que la tía Leonor, todavía de luto, se casó en año y medio con el notario Palacios.

Nunca fue tan fácil la vida como entonces. En el único trance difícil ella había seguido el consejo de su madre: cerrar los ojos y decir un Ave María. En realidad, varias Avemarías, porque a veces su inmoderado marido podía tardar diez misterios del rosario en llegar a la serie de quejas y soplidos con que culminaba el circo que sin remedio iniciaba cuando por alguna razón, prevista o no, ponía la mano en la breve y suave cintura de Leonor .

Nada de todo lo que las mujeres debían desear antes de los veinticinco años le faltó a tía Leonor: sombreros, gasas, zapatos franceses, vajillas alemanas, anillo de brillantes, collar de perlas disparejas, aretes de coral, de turquesas, de filigrana. Todo, desde los calzones que bordaban las monjas

Trinitarias hasta una diadema como la de la princesa Margarita. Tuvo cuanto se le ocurrió, incluso la devoción de su marido que poco a poco empezó a darse cuenta de que la vida sin esa precisa mujer sería intolerable.

Del circo cariñoso que el notario montaba por lo menos tres veces a la semana, llegaron a la panza de la tía Leonor primero una niña y luego dos niños. De modo tan extraño como sucede sólo en las películas, el cuerpo de la tía Leonor se infló y desinfló las tres veces sin perjuicio aparente. El notario hubiera querido levantar un acta dando fe de tal maravilla, pero se limitó a disfrutarla, ayudado por la diligencia cortés y apacible que los años y la curiosidad le habían regalado a su mujer. El circo mejoró tanto que ella dejó de tolerarlo con el rosario entre las manos y hasta llegó a agradecerlo, durmiéndose después con una sonrisa que le duraba todo el día.

No podía ser mejor la vida en esa familia. La gente hablaba siempre bien de ellos, eran una pareja modelo. Las mujeres no encontraban mejor ejemplo de bondad y compañía que la ofrecida por el licenciado Palacios a la dichosa Leonor, y cuando estaban más enojados los hombres evocaban la pacífica sonrisa de la señora Palacios mientras sus mujeres hilvanaban una letanía de lamentos.

Quizá todo hubiera seguido por el mismo camino si a la tía Leonor no se le ocurre comprar nísperos un domingo. Los

Domingos iba al mercado en lo que se le volvió un rito solitario y feliz. Primero lo recorría con la mirada, sin querer ver exactamente de cuál fruta salía cuál color, mezclando los puestos de jitomate con los de limones. Caminaba sin detenerse hasta llegar donde una mujer inmensa, con cien años en la cara, iba moldeando unas gordas azules. Del comal recogía Leonorcita su gorda de requesón, le ponía con cautela un poco de salsa roja y la mordía despacio mientras hacía las compras.

Los nísperos son unas frutas pequeñas, de cáscara como terciopelo, intensamente amarilla. Unos agrios y otros dulces. Crecen revueltos en las mismas ramas de un árbol de hojas largas y oscuras. Muchas tardes, cuando era niña con trenzas y piernas de gato, la tía Leonor trepó al níspero de casa de sus abuelos. Ahí se sentaba a comer de prisa.

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